John Coltrane, 26 de octubre 1963. Fotografía de Hugo van Gelderen | Anefo | Wikimedia
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Caracas, sábado 20 de abril de 2019
Sábado de gloria
Después de días con la gravedad de la música de Bach en las versiones inmejoradas de Karl Richter, un poco de Verdi es bienvenido este día de gloria en la litúrgica cristiana. Me entrego a una selección de coros de las óperas de Verdi (Un ballo in Maschera, Don Carlo, Macbeth, Otello). Para muchos es lo mejor del maestro, estos fragmentos corales lleno de luz y aromas el Mediterráneo; todo lo contrario de los no menos conmovedores y brumosos coros de Wagner. Con el autor de Traviata llegan los olores y sabores de su Romagna natal, los quesos y jamones de Parma y los vinos de Lambrusco. Ah, la vida. Unos atributos de los que estaban plenamente conscientes Claudio Abbado, y los integrantes de la orquesta y coro del Teatro Alla Scala, cuando realizaron esta estupenda selección.
Otra vez Magloire
Desposeído (Déchu) es el nombre de este poema de Magloire Sainte-Aude que le dio el título a su última colección de poesías, publicado en Port au Prince en 1956. La versión íntegra del texto es de Julia Kohen (la de Sánchez Peláez que conozco es parcial) y fue recogido por el brasileño Floriano Martins en Un nuevo continente, hasta la fecha la más completa antología de poesía latinoamericana (Monte Avila Editores 2008). Como se sabe, o debería saber, fue en el “nuevo continente” donde se escribió la mejor poesía surrealista. Nada comparable en Francia y mucho menos en España o Italia. De una manera hasta ahora no bien comentada, el movimiento fundado por Breton se extendió por todos nuestros países de una manera admirable. Buena parte de la mejor poesía escrita entre nosotros estuvo a cargo de vates que se sintieron inclinados a seguir o adaptar la poética practicada por Aragon, Eluard, Desnos, Artaud o Peret, Char y Prevert. La selección de Martins incluye buena parte de la mejor poesía escrita pos los poetas latinoamericanos a lo largo del siglo XX. Magloire Sainte-Aude fue uno de ellos; Juan Sánchez Peláez, su mejor lector, otro. El poema del haitiano es una magnífica ilustración de la lírica surrealista. Su oscuridad inquietante es la misma que sentimos cuando soñamos; ese espacio acrónico, de asociaciones arbitrarias, donde todo nos resulta extraño, muchas veces deslumbrante, no pocas veces aterrador pero siempre extraordinario. Lo notable de Saint-Aude, y de Juan, no es lo que contaban, que no necesariamente era mucho; sino cómo lo contaban, porque escribieron convencidos de que la poesía era un arte; y, precisamente, el más difícil de dominar:
Desposeído
I
Para mis lámparas fallecidas…
Feliz viaje, peregrino.
II
En las hazañas del poeta abatido
Mi vitral desarmado
En los rieles de la melodía.
Para mi bella náufraga,
Como armónica de rufián.
Hacia la araña rota
De las coplas cosechadas.
Sobre el secante ciego
De mi extinguido talento.
III
Angelical, con sus dientes helados la Milady
My lady amiga mía…
¿Qué lirio de las náuseas,
Fuera del tintero coronado,
La Tanagra danza
En retazos de medianoches inclinadas?
IV
Dolores en mis pestañas inquietas,
La emoción del agua del poema…
Elocuencias y suaves como Elsa…
El diálogo 41
Más indolente que Elisa Breton.
Mayúsculas agudas
En los polos de mis lámparas.
Viudo con una inquietud
En el halo de mi lamento.
V
Poema del prisionero
En el tañido fúnebre de soles conmemorados.
Carracas sepultadas
En el corazón del peregrino.
VI
Esta es mi mortaja sin corona,
La vanidad del baile
Galopante de Antinea.
Enguantada con mi ideal.
La estrella del mendigo
Oye el soplo de mi mente.
VII
Ultima canción
Solemne y pálidos
Amores…
Ultimos fuegos.
Ultimos juegos.
Para mi Guiñol
Extrañado por mi muerte
En las murallas del silencio.
Valencia, domingo 21 de abril de 2019. Pascua
Gran John Coltrane
Mientras Constanza y el nieto reciben la Pascua en la lejana Alsacia, me tomo un descanso de la música sinfónica de los últimos días y, por azar, vengo a dar con algunas grabaciones de John Coltrane. Primero, una de las tomas de su lírica y onírica “Greensleves”; y luego con dos versiones de su alucinante “Bye bye Blackbird”. La primera, la más larga, grabada en estudio en 1962, es un largo y contorsionado ejercicio de improvisación y diálogo con su genial pianista, McCoy Tynner. La segunda, absolutamente épica, fue grabada en vivo en París en 1960, con el legendario Quinteto de Miles Davis. Después de una brillante introducción de Davis, inspirado y curiosamente relajado frente a un público que siempre lo favoreció, donde pone las bases de lo que sabe que va a venir, es el turno de “Trane”. Quien no toca para ningún público, y, que si Dios existiera, se diría que lo que se proponía el gran saxo era hablar con él y nadie más. El suyo es el lenguaje de los grandes metafísicos, su tono es el mismo “furor místico” de los iluminados, los seres más torturados, como reconoció Pascal, compatriota de los asistentes al recital; los cuales, rápidamente, se dan cuenta de que Coltrane ya no estaba allí, lo que quedaba era su cuerpo y su “corno”, pero todo lo demás se había perdido en el cielo nocturno de París. Después de 6’05, el intérprete parece haberse dado cuenta de que era hora de regresar, después de asegurarse de que la discusión con Dios no iba a ninguna parte. Tampoco, ya en la Tierra, se seguiría entendiendo con Davis después de esta gira. En lo sucesivo, serán los tiempos del cuarteto donde se haría acompañar por los talentosos Tynner; el virtuoso y malogrado Elvin Jones (actúo en Caracas mucho después) y Jimmy Garrison.
Situación Almayer
Después de inusitadas, casi milagrosas, 24 horas ininterrumpidas de servicio eléctrico, regreso a la precariedad que hizo sucumbir a Almayer, el protagonista de alguna de la aventuras malayas de Conrad. Sin la asistencia de la más básica tecnología (agua, electricidad, gas doméstico, telefonía), quedo a merced de la inclemencia del trópico que, en mis sueños, aparece como un hambriento tigre de Bengala, pero sin el esplendor del magnífico felino; sino triste, como reconoció el antropólogo francés. Me queda sólo una hora de luz solar antes de regresar al reino de la oscuridad forzada, sin música ni aire acondicionado.
Gran John (2)
Uno de los primeros poemas que publiqué, gracias a los buenos oficios de Eugenio Montejo y la generosidad de José Ramón Medina, director del Papel literario, era una “Elegía a la muerte de John Coltrane”. Eso fue hacia 1968. Un año más tarde viajaría por primera vez a Nueva York, y una de las visitas obligadas tenía que ser el Village Vanguard, donde el músico realizara algunas de sus presentaciones más memorables. El texto no lo conservo y la publicación tampoco. Recuerdo, y no quisiera recordar más, sólo una línea: “¿A quién le dijiste que tu clarinete no debía ser enterrado”? No creo que Coltrane haya alguna vez hecho música con ese instrumento, pero eso era irrelevante; lo cierto es que “clarinete” me pareció, y me parece, más eufónico que “saxofón”. Cincuenta años justo después ese viaje decisivo, vuelvo a Coltrane con la misma devoción. Sus dos versiones de “Bye bye Blackbird” son propicias para el reencuentro.
Valencia, martes 23 de abril de 2019
Literatura y exilio. “Australia”
La segunda gran obra de la literatura occidental es una larga narrativa de las aventuras de un héroe en el exilio. Ulises fue condenado a esa triste condición por el destino, que los griegos llamaban dioses. La experiencia dio origen a una de las palabras más bellas y dramáticas acuñadas por el genio heleno. Hablo, por supuesto, de “nostalgia”; de “nostos”, que es viaje; y “algia”, dolor; que describe con dramática efectividad la condición del desterrado, de su imposibilidad de emprender el “nostos” de regreso a su país de origen. Nostalgia es entonces el sordo dolor que sentimos cuando, por la fuerza de las cosas, estamos fuera de nuestros confines. Después de Homero, todas las literaturas han cantado la miserable situación. Virgilio continuó lo de Homero y le dio nueva forma. Su protagonista, Eneas, es el más trágico de los héroes, ni siquiera la nostalgia le es concedida. Cuando abandonó su país sabía que no había vuelta posible, su patria sencillamente había dejado de existir. Lo mismo que, en nuestro tiempo, sintió Joseph Roth, con otros millones. Con la desaparición del imperio Austro-húngaro desaparecieron cielo y tierra propios.
Los emigrantes venezolanos han escrito mucho sobre el destierro y es muy poco lo que he leído, lo cual lamento. Reducido a mi condición de vivir en dos lugares y, al final, en ninguno; padezco la dramática, tanto como la del que se va, situación del que se queda y ve que lo más cercano se encuentra lejos. Pierde tanto el que se queda, como el que se va, la soledad está a la vuelta de la esquina. Es verdad, no he leído mucho de la literatura venezolana de la diáspora o emigración, pero he sido afortunado al leer y releer, “Australia”; una narración de Miguel Gomes recogida en Julieta en su castillo, de 2012 (Artesano editores); aunque el mismo autor me comenta que fue escrito hacia 2008, cuando se cumplía la primera década del comienzo de nuestra tragedia colectiva.
Caracas, miércoles 24 de abril de 2019
“Australia”
Quiero creer que fue el azar el que reunió en mis mesas de trabajo dos libros de dos de los autores venezolanos que más aprecio y admiro: Julieta en su castillo; y Mariana y los comanches, de Ednodio Quintero. Las relecturas más apropiadas antes de dejar una vez más el país. No llego a precisar la causa de esta coincidencia, pero ya se presentará. Por los momentos, sigo con “Australia”, la narración de Miguel Gomes donde el protagonista absoluto es el exilio. Ya no el de un individuo o una pareja o una familia. En este caso, los que abandonan Venezuela son “todos”; y con ellos un segmento, uno de los más fecundos de nuestra historia contemporánea. Pertenezco a una generación cuya infancia transcurrió escuchando idiomas, acentos y dialectos extraños, napolitano, siciliano, italiano, gallego, portugués, inglés y algún francés o lituano. Una época en la que parecía que de Venezuela no salía nadie pero llegaban todos. La gran mayoría lo hacía para quedarse, y yo me preguntaba qué ocurría con los familiares y amigos que se quedaban en esas distantes tierras. Lejos, muy lejos de pensar que, a la vuelta de unas décadas, me iba a encontrar en la dramática situación de ser uno de esos que se queda en esta tierra ahora tan lejana. A tales consideraciones me lleva la lectura del doloroso cuento de Miguel, donde hasta el título es el más ominoso; esa Australia, esa “distant shore” a la cual han llegado, en estos años trágicos, más de uno de los nuestros.
Caracas, jueves 25 de abril de 2019
Australia
“Australia” es un cuento de composición rigurosamente clásica, con sus unidades aristotélicas claramente definidas. Una sola acción, que ocurre en un mismo lugar, y que no se demora más de 24 horas (en el caso de Gomes, una semana que es un solo día). Una estructura irrefutable, atemporal y sana, que es el camino del medio a la claridad y comunicación “poética”. En este texto tal vez memorable, el autor parece convencido de que es hora de que el texto salga en busca de su lector, y no lo contrario; que fue el criterio hegemónico y sectario del as vanguardias del XX. La escritura de “Australia” responde a lo que llamo “voluntad de forma”, que no desconsidera el asunto como algo aparte, sino que se une a él, se “casa” con él, hasta fundirse en el platónico andrógino original. Y esa es la función del escritor serio, producir andróginos que inviten al disfrute de la belleza. Gomes cuenta la historia más triste (“the saddest story”). La de tres hermanos de padres gallegos ya desaparecidos que se preparan para dejar Venezuela sin dejar nada atrás. En el fondo, el país borroso, al borde del abismo, de 2008, cuando se cumplían los primeros diez años de la infeliz dictadura.
El mayor de los hermanos, desde hace años en España, ha regresado (¿por última vez?) a un encuentro familiar para disponer los pocos bienes heredados. El hermano menor, del cual se ha distanciado con el tiempo, lo ha ido a buscar a Maiquetía. “Uno empieza a envejecer y queda el hecho de ser hermanos”, piensa, “con la sensación extraña de haber vuelto al país del que en el fondo nunca se sale y que sin embargo era literalmente el lugar donde nací y crecí, porque aquel país no existió”. El menor, viudo en raras circunstancias políticas, se prepara para irse con su pequeño hijo a Baltimore en calidad de indocumentado. La hermana ya vive con su esposo en México, donde escribe telenovelas, y ha venido a Caracas para esta reunión terminal. Dentro de poco todos se habrán ido, todos habrán muerto, al menos para la existencia tal como la había conocido en un hogar que llegó a ser próspero gracias al esfuerzo y la intuición de aquel padre gallego y su esposa. Que llegaron para quedarse sin sospechar que de aquella familia sólo quedaría el vacío; un hueco negro, como si nunca hubiesen estado aquí, este país donde habían nacido sus tres hijos. Antes de regresar a España, el hermano mayor se da cuenta de que “de ahora en adelante no tendría en Venezuela un lugar adonde regresar”. A la pregunta final sobre su suerte, el hermano menor, prematuramente amargado responde: “Si todo falla, me voy a Australia”.
Alejandro Oliveros
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