Literatura

Diario de Milán: octubre 2018 (parte II)

27/10/2018

Milán, lunes 22 de octubre de 2018 

Moravia, Courbet

Siguen los días de temperaturas benignas en este primer mes del otoño milanés. Cielos despejados y la claridad alpina con su tenue luz azulada. No obstante, con los cambios climáticos, nada es seguro ni estable. No quiere decir que mañana o pasado no caiga una granizada, se presente una tormenta, o el termómetro descienda de manera dramática. Con el tiempo que me dejan los compromisos de la abuelidad y mi empeño como cuoco oficial de la casa, me he dedicado a releer El conformista, esta vez en el original. Tal vez sea la novela de Moravia que más me atraiga. Nunca fui uno de sus lectores más consecuentes, atraído como estaba en los años de su mayor difusión en castellano, hacia los años sesenta y setenta, por la lectura de los vanguardistas “duros”, Joyce, Faulkner, Dos Passos, Uwe Johnson o Günter Grass y Styron. En esa época, tanto realismo tan crudo y prosaico, como el de Moravia, me parecía tóxico. Si uno seguía, pensaba yo, los pasos del italiano, iba a terminar víctima de las sagas del realismo socialista, como la interminable, y no exenta de logros, El don fluye apacible, Premio Nobel de Literatura para compensar los excesos provocados por el reconocimiento a un disidente como Pasternak.

Alberto Moravia

No obstante, disfrutaba reiteradamente las películas basadas en las obras de Moravia, Dos mujeres, un clásico de De Sica; pero todavía más El desprecio o El conformista. En la actualidad, no creo que sean muchos los lectores, en los países de lengua castellana, los que se interesen en la obra de este maestro del realismo. Pero los tiempos cambian, como lo pueden decir desde sus celestes moradas, autores también preteridos hasta no hace mucho, y ahora admirados, como Roth el grande (Joseph, no el otro), o Sándor Márai. Algo parecido a lo que ocurre desde hace unos años, en pintura, con Gustave Courbet. Hasta hace nada, víctima del desprecio de la modernidad, ahora convertido en una de las mayores atracciones de museos y galerías. Finalmente, se le comienza a reconocer como el mayor inventor de los dones y miserias de la vida moderna. Creador de la pintura de la naturaleza, como reconoció tempranamente Cézanne; lo fue también del desnudo moderno, como la mujer desnuda de El taller del pintor, realizado hacia 1854 a partir de una fotografía. Mientras escribo estas líneas, en la cocina del apartamento, la RAI presenta un estupendo documental sobre el maestro, donde se le reconoce como un ‘‘pintor revolucionario”. Algo que la alienación de la modernidad no supo entender. A Courbet le debemos la insistencia de la libertad en la escogencia de asuntos y formas, entre tantas cosas; como la de reunirse en los cafés, bares o boliches, para hablar de arte, política, en medio de los efluvios del alcohol y la nicotina. Fue el primer artista moderno en morir víctima de una gloriosa cirrosis, un mal que se convertirá con el tiempo en el más frecuente entre los poetas y artistas de la modernidad.

El taller del pintor (1855), de Gustave Courbet

Milán, lunes 22 de octubre de 2018 

Una de las circunstancias que más llaman la atención al que visita Italia, sobre todo si llega de un país no islámico, es la desoladora falta de bares en los pueblos y ciudades. La difundida institución nunca prosperó en la península. Los llamados “American bars” están limitados a los grandes hoteles y los establecimientos, como los cafés parisinos o vieneses, donde comida y tragos, o solamente tragos son llevados a las mesas, como el Central de Viena, segunda casa de Altenberg, o el Tournon de Paris, morada principal de Joseph Roth, tampoco son frecuentes. En los bares italianos, aunque la bebida es posible, están casi exclusivamente limitados a la venta del café espresso, el mejor del mundo eso sí, y una grappa por añadidura. Algo tan sencillo en las demás ciudades europeas, como es disponer de un “scotch”, no necesariamente un Macallan, en un lugar apropiado, no parece obvio. Esa sana costumbre de sentarse a tomar “algo” en una barra es desconocida por la mayoría de los italianos. Con razón, Modigliani tuvo que abandonar su nativa Livorno para incorporarse a la etílica bohemia del Montparnasse de principios del siglo XX. Modigliani entre muchos otros. Mi vida, sin los bares y cafés de todo el mundo hubiese sido una equivocación

Moravia (2)

Ningún escritor italiano más difundido que Alberto Moravia. Ni si quiera Pavese o Pasolini disfrutaron de la unánime acogida dispensada al novelista romano. A nivel internacional, tal vez Graham Greene y Sartre hayan sido tan leídos. Apenas publicados, sus libros, como los de sus dos distinguidos contemporáneos, eran traducidos a los principales idiomas europeos. En castellano, ante el troglodita bloqueo franquista, editoriales argentinas del prestigio de Losada se encargaron de las versiones que serían leídas y comentadas únicamente en Suramérica, habida cuenta que su lectura, incluida en el Index Vaticano, estaba condenada en aquella España opusdeísta. La adaptación al cine de varias de sus libros por parte de realizadores como De Sica, Bolognini, Godard o Bertolucci contribuyó a la universalización de su popularidad.

Su estilo plástico, preciso, sin inclinaciones poéticas ni tentaciones vanguardistas, ni concesiones a la oscuridad expresiva, es un triunfo del realismo del XX. Una prosa transparente, dinámica y una inteligente estructura narrativa se oponían al extremo experimentalismo de Joyce, Faulkner, Dos Passos y luego de Robbe-Grillet o Butor. Moravia es un Zola del novecientos sin la escatología, modernizado, casi contemporáneo. Su visión “existencialista” del hombre occidental ya no es obvia, en esta era de zombies. Y puede parecer una ruina más, las únicas que tenemos, de la modernidad. Los aburridos, las criaturas del tedio de la posguerra, han sido sustituidos por los ensimismados del ordenador y los onanistas del teléfono inteligente. Pero quedarán las novelas de Moravia, como las de Greene, y no las de Sartre, intoxicadas de falacias políticas, como testimonios acabados del hombre occidental, tal como se debatía entre la muerte y la nada, antes del envenenamiento endémico difundido desde Silicon Valley.

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Gio Ponti en París

El Museo del diseño parisino ha organizado la primera retrospectiva al conocido diseñador y arquitecto milanés. Para ilustrar la reseña, los editores de Le Monde han escogido una fotografía a todo color del comedor externo de la Casa Planchart de Caracas, donde todo, desde el piso hasta el techo de rayas amarillas y blancas, la mesa de mármol, las sillas y hasta la vajilla fueron diseñadas por Ponti. Lo de la vajilla es el resultado de sus largos años de trabajo en la fábrica de cerámicas más importante de Milán. Algunas de sus piezas son estupendas esculturas en terracota. Con la miopía que los caracteriza, los autores del artículo concluyen en que se trata de un “Le Corbusier italiano”. Lo contrario tal vez sea más apropiado. 

Milán, miércoles 24 de octubre de 2018

Ayer almuerzo en Monforte d’Alba con Nicola Chionetti, nieto y sucesor del gran productor de vinos de Dogliani, Quinto Chionetti, muerto hace un par de años a quien me he referido de manera reiterada en estos diarios. Nicola es egresado en literaturas clásicas y fue en una oportunidad alcalde de Dogliani por el Partido Democrático, el más joven de Italia. A él me unen dos grandes pasiones: los clásicos y los vinos. Somos admiradores consecuentes, pero no acríticos, del profesor Luciano Canfora, el extraordinario filólogo y pensador de la Universidad de Bari. Con respecto a los vinos, coincidimos en la preferencia sectaria por los de Borgona. En esta oportunidad, me ha invitado a probar su primer Barolo, una ruptura y una renovación de las viejas tradiciones familiares. Hablamos de este compromiso tan serio y terminamos con una botella de Gattinara Nervi comentando el caso de Agota Kristof, otra exiliada a quien dediqué un artículo hace unos años en Prodavinci que acompañaban mis traducciones de algunas de sus poesías de su libro Clavos. Kristof tuvo que dejar Hungría, su país natal, durante la brutal invasión soviética. Al perder su país, dirá ella, lo perdió todo: cielo, familia, tierra…, y también su lengua al verse precisada a aprender francés por razones de trabajo. Lo que perdió nunca lo pudo recuperar, y no tuvo otra que seguir viviendo en esa tierra de nadie que es el exilio.

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Comienzo la lectura de un largo ensayo de Houellebecq sobre Emmanuel Carrère recogido en un volumen de estudios, una especie de Festschriften, como dicen los alemanes, dedicado al segundo.

Milán, jueves 25 de octubre de 2018

Ah, Ingeborg!

La reciente publicación de la correspondencia entre Ingeborg Bachmann y Hans Magnus Enzensberger (Schreiben alle was wahr ist auf, Piper Verlag), ciento treinta cartas en total, ha revelado las relaciones amorosas que ambos mantuvieron en 1959; cuando él, casado y con hijas; y ella, todavía involucrada con Max Frisch, después de Paul Celan, coincidieron durante una temporada en Roma. La intimidad no duraría mucho y terminaría con el viaje de la autora austríaca a Suiza a atender a un enfermo Frisch (“tu brutal Partida”). Bachmann, nacida tres años antes, ya era la lyrische Diva reconocida por la revista Der Spiegel con una de sus portadas de 1954. Hans Magnus no tardaría en igualarla, su habilidad para las relaciones públicas solo ha sido comparable con su talento como escritor. El nuevo libro se suma a los otros apasionantes volúmenes de correspondencia de Ingeborg, con el mencionado Celan; con Hans Werner Henze o con el itinerante Frisch. La historia continua.

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Exilios

Una versión primigenia del último texto de la Segunda Parte de mi Cuaderno de Milán, que a falta de mejor nombre he tenido que llamar “Exilios”:

 

Lamento de un exiliado que duerme a su hija

 

Mañana, cuando
regreses al país natal,
dime si los apamates
cerca de la casa,
están a punto de florear:

y si, desde El Ávila,
los azules del cielo
se han tendido sobre el mar.
Tú puedes hacerlo,
yo aún tengo que esperar.
Mientras la hija,
que no lo conoce,
antes de dormir
me vuelve a preguntar,
“Cuándo regresamos
a tu país natal?”


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