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Milán, viernes 17 de mayo de 2018
La Puerta
La novela de Magda Szabó, que por fin pude leer en su integridad, sería una lectura obligatoria tan solo por la calidad de su escritura. Una prosa tensa, desprovista de “babosa emoción”, sin caídas, precisa y hermosa. Un instrumento largamente perfeccionado para narrar lo que se narra en La puerta, que es la historia de una relación entre dos mujeres, la anciana criada y la dueña de la casa que, apenas disimulada, es la misma Szabó.
La obra fue reconocida tempranamente por lectores y críticos que destacaron a la autora como, si es que esto quiere decir algo, la “más grande novelista húngara contemporánea”, desplazando, imagino, a Sándor Márai a un segundo lugar. Todo ocurre en esa Hungría descrita con singular maestría por el mismo Márai en sus memorias. Y el tiempo es el de la posguerra, con la ocupación soviética y la dura represión estimulada por el heroico levantamiento de 1956. A Hungría le correspondió, a finales de la Segunda Guerra Mundial, el lamentable honor de ser el cuarto de los países del eje, el más anodino e inofensivo, aunque no por eso la vindicta soviética sería menos implacable. La narradora ficcional ha sido una de las víctimas del terror totalitario, de manera no disímil a la misma Szabó, a quien le fuera prohibido publicar durante diez años después de los sucesos del 56. Como ocurre con su compatriota Ágota Kristóf, son existencias que se desarrollaron en dos períodos, antes y después del 56.
La historia que cuenta Szabó es la de las relaciones de la narradora con Emerenc, la criada y uno de los personajes más formidables de la narrativa de su tiempo. Sobre el asunto de las empleadas domésticas sabemos que Virginia Woolf escribió agudas páginas al respecto. Y que, de otra manera, más violenta y sórdida, como todo lo suyo, Jean Genet las convirtió en protagonistas de algunos de sus “dramas de la crueldad”. No obstante, siendo lo mismo, en Szabó el personaje es de una complejidad excepcional. Por una parte, es el instrumento para referir muchos de los sucesos más importantes de la Hungría contemporánea. Por el otro, es el arquetipo de la madre terrible, pero necesaria, frente a la hija que depende de su afecto y dirección.
Emerenc, así haya existido en la vida real, lo cual es más que probable, es un típico “personaje de novela”, en la frontera de lo fantástico e imaginado. Su infancia, como los de casi toda la Europa de la posguerra, son los recuerdos más dolorosos. Le tocó enfrentar la muerte del padre, la del padrastro, y la de sus dos hermanitos gemelos, fulminados por un rayo en el bosque huyendo de su casa, y la de su madre, quien salta al vacío al contemplar el horror. Cuando después de muchos, casi veinte años, la narradora consigue cruzar el umbral de la casa de la vieja criada, se encuentra con un ambiente arreglado, una decoración de buen gusto y, merodeando entre los muebles, nueve gatos que ha ido recogiendo con el tiempo. Al convertirla en una de sus herederas, le pide a la narradora que, a su muerte, que ya se avecina, se ocupe de su pequeño zoológico y, después de ofrecerles una carnívora cena, les administre veneno para que no sufran con su ausencia. Con todas sus arbitrariedades, o precisamente por eso, Emerenc es uno de los grandes personajes de la narrativa europea contemporánea. Y La puerta una de las novelas más reveladoras y estimulantes de finales del novecientos.
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Milán, lunes 19 de noviembre de 2018
Hibris tropical
Buena parte de la inestabilidad actual de la Comunidad Europea ha sido consecuencia de la hibris de algunos de sus gobernantes. La palabra en el griego clásico aludía a la arrogancia de los príncipes y al implacable castigo de los inmortales. El caso más conspicuo es el de Agamenón, cuya falta de discreción y decoro le gano la cólera de Aquiles y, seguramente, desde antes, la de su esposa Clitemnestra. De la del primero se pudo liberar remediando el despojo cometido al principal de los aqueos, el pélida Aquiles. De la de la segunda, solo lo liberó la muerte que le causara la doblemente ofendida esposa. En estos días, de manera menos sangrienta pero no menos trágica, la hibris sigue recibiendo la misma respuesta de unos dioses que, desde Nietzsche, y no siempre de manera convincente, hemos dado por muertos. Fue lo que ocurrió en Inglaterra e Italia, donde sus dos jóvenes líderes (David Cameron y Matteo Renzi), en una fatal en innecesaria muestra de “exceso de democracia” (la expresión es del profesor Mario Monti de la Universidad Bocconi) convocaron a apresuradas consultas populares que, al perderlas, pusieron término a sus legítimos mandatos. Las consecuencias son más que graves: la salida de Inglaterra de la alianza y, en Italia, el triunfo de una derecha ignorante e inepta (Die italienische Tragödie). La crisis en ambas democracias es inevitable y, a falta de los judíos para culparlos de los males, como tradicionalmente se ha hecho, los dirigentes de estas versiones de protofascismo han acudido a los inmigrantes para escogerlos como chivos expiatorios del inminente desastre. Que no nos extrañe si en fecha no muy distinta se obliga a los inmigrantes a llevar en sus vestiduras el distintivo de la estrella amarilla. Los campos de concentración ya están listos. No solo en Europa. Volviendo a la hibris, en los países del trópico se presenta con indeseada frecuencia. El castigo de los invisibles dioses en más de una ocasión ha cobrado la vida de los transgresores.
La irracionalidad griega
Uno de los tantos signos de la lamentable situación de los estudios clásicos en España y Latinoamérica, tal vez con la excepción de México, es la ausencia de traducciones al castellano de algunos libros notables del profesor E.R. Dodds, más allá de Lo irracional y los griegos y paganos y cristianos en tiempos de ansiedad. No llego al extremo de pretender una versión a nuestro idioma del prólogo y notas a su gloriosa edición de Bacantes de Eurípides, lo cual tal vez sería imposible. Sin embargo, no hay nada que parezca justificar la indiferencia ante títulos como The Ancient Concept of Progress and other Essays on Greek Literature and Belief, publicado en 1973, hace casi medio siglo, y cuya actualidad difícilmente puede tener más urgencia.
Se trata de una colección de luminosos ensayos donde se cuentan su influyente “Euripides the Irrationalist”, “Plato and the Irrational” o “Supernormal Phenomena in Classical Antiquity”. Los dos últimos son utilizados por el profesor Giulio Guidorozzi en su notable estudio, “La letteratura dell’irrazionale”, que forma parte del grueso volumen L’eredita della letteratura greca, cuarto tomo de Letteratura Storia Civilta, la colección que dirige Luciano Canfora.
El profesor Guidorozzi nos recuerda la atracción que Dodds sentía por los fenómenos paranormales, como el ocultismo y la telepatía. Después de esta alusión, Guidorozzi, demostrando que erudición y claridad no tienen que ser incompatibles, se extiende en una ajustada revisión de la dependencia tan honda que tenían los griegos de las más variadas manifestaciones de irracionalidad. Las más conspicuas: el culto a la adivinación y la utilización del sueño para actividades tan relevantes como la curación. Vuelve Guidorizzi a Gilbert Murray y E.R. Dodds para reiterar que, en la opinión de los ilustres estudiosos británicos, “la primera tarea de la razón es discernir los límites del proceso racional”.
Al referirse a los sueños en la Grecia antigua, el estudioso italiano insiste en el papel extraordinario que la actividad onírica desempeñó en el desarrollo de esa cultura, y en cómo esta especial relevancia sería reducida de manera trágica en el Occidente cristiano: “La civilización griega desarrolló un verdadero’ ‘culto del sueño’ que solo sería desmantelado al final de la Antigüedad. El cristianismo estimuló una fuerte desconfianza hacia el sueño. La idea dominante en el pensamiento cristiano es, de hecho, que, a excepción de los sueños enviados por Dios a los profetas y los santos (casi siempre en forma de visiones), el imaginario nocturno es el vehículo de tentaciones y perturbaciones”. Lo más estimulante del ensayo de Guidorozzi es la actualización de tesis que han comenzado a cuestionarse sobre la manera de la que hemos entendido hasta ahora la irracionalidad griega.
María Fernanda y los rusos
Me entera René Molina de la próxima apertura en Caracas de un cuso de María Fernanda Palacios dedicado a la literatura rusa. Conozco, desde la Escuela de Letras, la personal o, mejor dicho, existencial interpretación que María Fernanda ha hecho del canon de la literatura rusa moderna. Una exégesis que surge, no solo del estudio, sino del apasionado diálogo con los grandes autores rusos del XIX y XX. Puede ella decir, con Quevedo, que vive en conversación con los difuntos, cuyos nombres son Fedor, Nicolás, León, Alexander (Pushkin), Ossip, Boris, Nadezhda, Nikolai, Sergei, Marina, Iossif, Bella. La música que se escucha es la de los Cuartetos para cuerdas de Dimitri en la versión de Borodin. Me imagino a todos estos poetas llenando un anfiteatro en las alturas de las montañas Urales para oír a la profesora Palacios hablando sobre ellos.
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Milán, martes 20 de noviembre de 2018
Macbeth y yo
Cada vez que debo preparar un libro para su publicación me siento como Macbeth antes de despachar a su señor, el gran rey Duncan. No es que el esforzado y ambicioso general sintiera temor ante la empresa. Nada de eso, lo único que deseaba en realidad era que la acción ya hubiese sido llevada a cabo. Es lo que siento ante la posibilidad de dar a conocer mis poesías. Tengo la impresión de que estoy abandonando a viejos compañeros de ruta quienes, en su cuaderno negro Rhodia, han viajado conmigo, de un lado para el otro y que, esto lo sé bien, nunca me abandonarían de la manera que pienso hacer con ellos, exponiéndolos a la mirada ajena, obligándolos a perder su privacidad, porque aun cuando algunos ya han aparecido en revistas, la experiencia dista de ser lo mismo. Siempre ha sido así. Cuando, en 1974, publique Espacios, mi primera colección, la limité a doscientos ejemplares, distribuidos con limitado entusiasmo. Hoy siento lo mismo, cuando me dispongo a abandonar a viejos camaradas. Como Macbeth, no es tanto el temor a publicarlos, lo que quisiera es que ya estuviera hecho.
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Milán, miércoles 21 de noviembre de 2018
La llegada inminente del invierno agudiza mi angustia del tiempo. Ya bastante mezquinos son los días cuando terminan hacia las seis, pero cuando la luz del sol desaparece a esta hora, a las 4.45 pm, la sensación del fugit irreparabi tempus es francamente deprimente, insoportable. Puedo seguir con mi trabajo, y de hecho lo hago, pero para mí, que soy un pájaro madrugador, que me gusta comenzar a escribir a las 6 am, tener que hacerlo en horas de la noche, aun cuando se trate de una pseudo noche, es, por decir lo menos, incómodo. Con la llegada precoz del “buio”, como, de manera tan plástica, nombran los italianos la oscuridad, queda uno con la sensación de que alguien se ha robado el último rollo de la película, terminando antes de lo programado. Es probable que esta tan acentuada sensación de la fugacidad del tiempo, anime a los escritores de estas regiones a trabajar más, a aprovechar el poco espacio que les ha sido donado y a reconocer que “el tiempo es el enemigo”. He llegado al acuerdo conmigo mismo de que solo después de trabajar (escribir a mano, corregir, pasar en limpio, volver a corregir; regresar a las plumas, transcribir) al menos cinco horas cada día, puedo oponerme, con los discretos medios con los que he sido dotado, al acoso de la brevedad de estos días. No me preguntes cómo pasa el tiempo.
Más griegos y más Dodds
Como se sabe, el único cargo de docente universitario que requiere de la aprobación de un rey es el de profesor de griego de la Universidad de Oxford, una rutina que se mantiene desde hace siglos, y que es otra muestra del interés de los ingleses por la cultura fundadora. Lo que en apariencia es un simple atributo, uno más de la corona, puede convertirse en una decisión de singular trascendencia, un gesto que puede definir la orientación de los estudios clásicos en Inglaterra y en buena parte de Occidente. Una de esas oportunidades en las cuales la intervención de Su Majestad fue decisiva ocurrió en 1936, cuando el monarca tuvo que intervenir para aceptar o no, la inclusión de un irlandés, independentista, para mas señas, en la triada de los candidatos a optar a la cátedra vacante.
En efecto, al lado de un inofensivo J.D. Denniston y del muy conocido y favorito C.M. Bowra, apareció el nombre del joven Eric Robertson Dodds, el cual, en contra de todo pronóstico, resultaría nombrado Regius Profesor. En la escogencia del profesor Dodds habría sido decisiva la influencia del profesor Gilbert Murray, hasta ese momento titular de la cátedra, cuyas novedosas interpretaciones del legado griego eran afines a las de Dodds; afinidades electivas, como diría Goethe. Esto lo recuerda el profesor Riccardo di Donato en un estimulante estudio incluido en L’eredita della letteratura greca dalla tarda antichita a oggi. Y lo hace no solo para referirse al inefable Dodds, sino para destacar justamente el papel de C.M. Bowra en el surgimiento de una aproximación sociológica a la cultura griega.
Comenta di Donato, lo cual es una revelación, al menos para mí, la inclusión de Bowra en el sexto anuario de la Zeitschrift fur Sozialfforschung, órgano oficial de la Escuela de Francfort en su exilio norteamericano. De su mismo título se puede adivinar la orientación, discretamente contextualista, como todo lo que escribió, incluyendo su brillante Heroic Poetry, de Bowra. Y ahora es posible apreciar en toda su dimensión la importancia de la decisión del monarca británico al escoger a Dodds. De haber sido lo contrario, nuestra apreciación de la cultura griega sería otra, menos nietzscheana y más marxista, en el mejor sentido, que es el de Adorno, Horkheimmer, Marcuse y demás pensadores que compartieron páginas en la sexta entrega del Zeitschrift. El ensayo de Di Donato es una lúcida síntesis de los intereses de esta tendencia, tan opuesta a la más difundida y excitante del Regius Profesor.
Espacios
No existen espacios ideales para el escritor. Para algunos, la mayoría, es su biblioteca. Y uno piensa en Alfonso Reyes o Enrique Bernardo Nuñez en las respetables estancias de sus bibliotecas. Otros, como los chicos de la Rive Gauche de la post-guerra, en esa celebrada muestra de exhibicionismo, lo mejor eran los cafés que, mientras más concurridos, mejor. Una costumbre adoptada de los vieneses de los años treinta, que describe Zweig en su Mendel. Para otros, cualquier espacio es bueno, lo único necesario es el lápiz y el papel y, en estos días, la toma de corriente para sus computadoras. Lo cierto es que se trata de escogencias privadas, rodeadas de supersticiones y limitaciones. Lo único verdaderamente insoportable, es que se lo impongan al escritor más allá de su voluntad. El, “siéntate aquí y escribe”, es el camino recto para la frustración y esterilidad. Puedo escribir, por mi parte, donde sea, entre ollas y calderos, en el asiento de atrás de un carro, en un avión o autobús, en el parque o en una biblioteca acogedora, lo único que no podría, ni puedo, soportar, es el “siéntate aquí y escribe”.
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Milán, jueves 22 de noviembre de 2018
Heidegger en bachillerato
En el Manual que utilizan los estudiantes del tercer año de los estudios de arte en la Accademia di Brera, escrito por Elena Barbaglio y Mario Diegoli, que abarca una descripción de los mejores diseños artísticos desde el ventilador eléctrico de Peter Behrens, de 1908, hasta las sillas de plástico de Philip Starck, se incluye una acabada síntesis de las opiniones de Heidegger sobre el “sentido de habitar”, basada en ensayos como “Construir habitar pensar” o “El arte y el espacio”. Concluyen los autores su revisión de Heidegger con estas líneas dignas de memoria: “El hombre no puede sustraerse en su habitar sobre la tierra, ya sea midiendo su distancia del cielo, ya sea relacionándose con los cuerpos celestes. Poetizar es medir. Habitar poéticamente significa habitar cerca de la esencia de las cosas, medir para construir”. La edad promedio de estos estudiantes es dieciséis años. La misma que tenía yo cuando mi profesor de literatura en el liceo “Pedro Gual”, de Valencia, me expulsó del aula por criticar la lacrimógena María del colombiano Jorge Isaac.
Ron Carter en Milán
Hablando de su padre, el hijo de Thelonius Monk, opinaba que nunca tantos músicos de talento se habían reunido en un mismo lugar al mismo tiempo. Se refería al Nueva York de los cincuenta y sesenta. Y recordaba los nombres de los artistas, que de niño, llegaban a su casa a conversar, ensayar y, sobre todo inventar, con su genial padre. Y mencionaba a Parker, Cannoball y Nat Aderley, Miles, Evans, MacCoy Tyner, Coltrane o Rollins. Un grupo al que más tarde se incorporaría el más joven bajista Ron Carter, quien sería llamado por Miles Davis para formar parte de su legendario Quinteto, al lado de Herbie Hancock, Wayne Shorter y Tony Williams. A sus ochenta y un años, Ron Carter es uno de los últimos sobrevivientes de una generación irrepetible, en la cual el genio de sus miembros se daba por descontado. Algo que sentí cuando la generosidad de Constanza, en primer lugar, y luego el insobornable azar, me privilegiaron con la ocasión de asistir a uno de sus recitales y, después, con la experiencia de estar por unos instantes de pie, al lado del maestro. Nunca había estado, con la excepción de Nelson Mandela (al cual pude dar la mano y saludar), tan cerca de lo que llaman una “leyenda viva”. Carter, aparte de su giacomettiana elegancia, con la mirada inteligente de los hombres inteligentes, es parte esencial de la historia del jazz moderno (nadie ha grabado más discos). Un intérprete que había vivido en tierra de gigantes y pudo superar, entre los pocos, los riesgos de lo que para muchos fue una temporada en el infierno.
Para su presentación en Milán, Carter se hizo de un trío de virtuosos, brillantes intérpretes, que lo acompañó a lo largo de los ochenta minutos de la presentación, ejecutando cuatro complejas piezas del bajista. En la segunda de las composiciones, el maestro se reservó 12’30” para un solo que fue una clase magistral (ha sido profesor en varias universidades norteamericanas), sobre las posibilidades del jazz contemporáneo. Después de evocar los orígenes en el estuario del Mississippi, Carter nos recordó sus incursiones en la música brasileña, y hasta allí las narrativas. A partir de citas de la Variaciones Goldberg, el artista, todavía en solitario, se entregó a una reflexión sobre los alcances de la belleza pura; ya no producía sonidos, los escribía, como Mallarmé escribía sus silencios y palabras. No menos impresionante fue la generosidad, la lucidez desprovista de arrogancia, con la que hablaba a su público. Lucirse era lo de menos, lo que deseaba era que entendiéramos que es de necios sostener diferencias entre la escritura de jazz y la de la música académica. Ya no son pocos los virtuosos de música “clásica” que han incluido en sus programas piezas de Bill Evans, para mencionar el más conocido. A eso vino Carter a Milán, a recordarnos que no hay música académica en el siglo veinte sin la gravitación del jazz. Y que lo mismo le sirve a un compositor, para reflexionar sobre los grandes temas, un clavecín bien temperado, que un pulido contrabajo como el que trajo Ron Carter a una memorable noche milanesa.
Entre Ángeles
Ayer una charla de Constanza en la Biblioteca Angélica, en medio de sus casi 3000 manuscritos en latín y griego, 1500 incunables, otros tantos miles de cinquencetini (libros impresos en el siglo XVI) y número parecido de mapas y cartas. La Angélica es la segunda biblioteca pública de Europa (1604) después de la oxoniana Bodleiana (1602) y un poco antes de la Ambrosiana de Milán (1609). La Angélica es el sitio obligado para los estudiosos de la obra de san Agustín quien, moderno como era, se habría interesado en lo que Constanza tenía que decir los avances de la ciencia médica en el tratamiento de afecciones autoinmunes.
Alejandro Oliveros
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