"Muchacha leyendo en un sofá", Isaac Israels circa 1920
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Jorge Luis Borges afirmó una vez que un libro no existe hasta que no da con su lector. Subrayemos el carácter individualísimo que allí se le está dando a esa relación. Es como si cada lector fuera único y responsable de la existencia de ese libro, no importa que miles de ediciones de ese mismo libro se hayan publicado a través de los siglos. La frase de Borges me sugiere, por ejemplo, que también El Quijote, El origen de las especies o La democracia en América deben dar con “su” lector, y que solo entonces esos libros empezarán a existir en el mundo de una persona.
Se entiende que no hablo aquí de esa otra forma de existencia “consagrada” que ofrecen los catálogos bibliográficos, las antologías, la historia o los manuales de una disciplina, ni hablo de la celebridad o la fama póstuma, ni de la enorme variedad de etiquetas culturales que sirven de relleno o de barniz a nuestras habitaciones mentales. Si vamos a hablar de la relación única con un lector hay que dejar fuera todo lo relativo a la industria o al mercado del libro. No interesa aquí el número de lectores que tiene un libro, ni el tiempo que pasa en la mesa o la vitrina de las librerías, ni los premios que gana. Hablo de un leer que no cabe en ninguna campaña de promoción de la lectura “en general”. Se trata de tomar distancia frente a cierto consumismo cultural que invita a leer libros como quien compra cereales, vitaminas o detergentes. Se trata, también, de sospechar de antemano de todo programa que de manera abierta o encubierta atrofia la conciencia del lector con criterios pedagogizantes y/o ideologizantes.
Quiero hablar de lo que impulsa, sostiene y prolonga esa relación única entre un libro y su lector.
Una película reciente, El lector (The reader), roza este asunto. Nos muestra un alma que despierta escuchando la voz que encierran los libros: «Habla, Musa, de aquel hombre astuto que erró largo tiempo después de destruir el alcázar sagrado de Troya»… La voz que sale del libro es la que convierte en única esa relación, esa voz es la que se hace escuchar, la que habla al alma, la que crea una relación. ¿Será casualidad que relatar y relación tengan una misma raíz? Creo que si nos olvidamos de las diferencias de género, todos los libros, cuando dan con su lector, rompen a hablar y a contar, comienzan a relatar algo, dejando salir una voz propia que establece una relación única y distinta con cada lector.
Tanto Borges como la película El lector cuando hablan de libros hablan sobre todo de literatura, pero tengo la impresión de que todo libro verdaderamente significativo es capaz de establecer esa relación personal y única. Es decir, todo libro que vale la pena, cualquiera sea su asunto o su género, esconde una voz y contiene un relato. Lo que se queda con nosotros de los libros de filosofía o de historia, aun de ciertos manuales escolares, es el peculiar acento o entonación con que nos exponen su saber. Pero es en la literatura donde hallamos esa capacidad mayor para despertar el alma humana. Son libros cuyo saber nos expone (nos descubre) ante nosotros mismos.
Creo que a esto se refería Kafka cuando anotaba que un libro debía ser como un hacha para el mar helado que hay en nosotros. En otra parte habla sobre la alegría de sentir un cuchillo que le escarba el corazón.
Solo escuchando las voces de Homero, Mark Twain, Shakespeare, Chejov… notaremos en el film la fuerza y la belleza del hachazo que recibe el mar helado de quien escucha esas lecturas, y solo así la historia de este raro “lector” cobrará un sentido distinto al que la simple anécdota biográfica le otorga. Pero esto no es una reseña cinematográfica y el film tiene un espesor que no intentaré desplegar.
Entre paréntesis: la película El lector vale la pena. Se hacen pocas películas así. Por eso no me sorprendió que el director de esta película fuera Stephen Daldry y que David Hare escribiera la adaptación de la novela de Bernhard Schlink (Der Vorleser,1995 ) ya que ambos realizaron aquella otra rara y notable película sobre literatura y vida: Las horas. Pero, ya lo dije, esto no es una reseña cinematográfica. Cierro el paréntesis.
No es fácil saber qué es lo que sentimos ante una obra de arte, ni siquiera es fácil saber si sentimos algo. Creo que la mayoría de las veces ni nos enteramos, pero algo dentro de nosotros está registrando eso que sentimos sin que nuestra conciencia se de por enterada. La voz del libro, esa voz que se dirige a cada uno de nosotros a través de los siglos, a la que seguramente no comprendemos del todo, roza al mismo tiempo nuestras sensaciones y nuestra memoria: acaricia y golpea, encanta y sorprende, aviva lo vivo en nosotros…
Aunque Marcel Proust no se imagine un hacha cuando escribe, su trabajo también socava y agrieta lo evidente:
Este trabajo del artista, ese trabajo de intentar ver bajo la materia, bajo la experiencia, bajo las palabras, algo diferente, es exactamente el trabajo inverso del que, cada minuto, cuando vivimos apartados de nosotros mismos, el amor propio, la pasión, la inteligencia y también la costumbre, realizan en nosotros cuando amontonan encima de nuestras impresiones verdaderas, para ocultárnoslas enteramente, las nomenclaturas, los fines prácticos que llamamos falsamente la vida.
El asunto no es estar alfabetizados, el asunto es escuchar lo que se abre paso dentro de nosotros desde el libro. El asunto es el alma humana. Esas voces la despiertan:
Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
como se pasa la vida.
…
Y al despertar vemos el mar helado y el hacha. Y comprendemos que eso de “humanizar” como que tiene dos filos.
Citas: Joge Luis Borges: El libro, en: Borges oral | Homero: La Odisea | Franz Kafka: Diarios | Marcel Proust: En busca del tiempo perdido. Vol 7. El tiempo recobrado| Jorge Manrique: Coplas a la muerte de su padre.
***
Este artículo fue publicado originalmente en Prodavinci el 14 de mayo de 2009
María Fernanda Palacios
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