Perspectivas

Descifrar el signo: Rafael Cadenas y el Cratilo de Platón

Rafael Cadenas retratado por Ernesto Costante | RMTF

10/04/2020

«La palabra no es el sitio del resplandor, pero insistimos, insistimos,

nadie sabe por qué».

Rafael Cadenas, Recuento

“Si un árbol es un milagro, no lo es menos un deseo, una palabra”, dice Rafael Cadenas al comienzo de su ensayo En torno al lenguaje (Caracas, 1984). En esta frase, cuya intención final busca inquirir sobre el estatuto ontológico del signo, el poeta pareciera homologar, equiparar la morada y el refugio del signo, con la existencia plena y desnuda que se convierte en milagro. Igualar la realidad natural y material del árbol y la del sentimiento que lo aprehende con el vehículo que trasiega, es verdad, trabajosa y prodigiosamente, entre la realidad objetiva y la subjetiva. Eso que completa la callada verdad de la existencia y la convierte en epifanía. Aquello que, y seguramente esta frase placiera a Descartes, realiza la existencia de las cosas al permitirles ser pensadas y dichas. Cadenas se inscribe, pues, en esa estirpe de poetas que se ha dado a la tarea de meditar acerca de la palabra. Muchos filósofos han teorizado acerca de la literatura, pero cuando un poeta medita acerca de la palabra las cosas son diferentes.

Fue también el caso de Platón, como se sabe. Y consta que también fue poeta. Se conservan algunos dísticos que se le atribuyen y su obra conocida no puede ser cabalmente valorada si no se aprecia en su altísima factura e intencionalidad estéticas. Pero sabemos que Platón fue también un esmerado teórico entre cuyas preocupaciones fundamentales se cuenta la meditación sobre los poderes de la palabra, el lógos, y sus implicaciones. Así, si en el Gorgias se plantean las consecuencias éticas del discurso y el lugar de la retórica en el seno de la polis, en el Ión el filósofo vuelve al ancestral concepto del origen y la naturaleza de la poesía. Allí rescata las antiguas creencias sobre el “entusiasmo” y el papel de la divinidad en el proceso creativo. Sin embargo, es en el Cratilo donde el filósofo indaga acerca de la relación existente entre la palabra y la cosa.

Cuando Platón plantea el dilema de si la palabra tiene conexión ontológica con la cosa, en realidad lo que esta planteando es una refundación gnoseológica basada en la necesidad de superar lo que después Saussure llamó “la arbitrariedad del signo”. Por el contrario, para Platón era necesario que entre el signo y la cosa se estableciera una relación que trascendiera la arbitrariedad. Platón había comprendido que de otra manera el desarrollo de la ciencia empírica y por tanto de la filosofía racional, su edificio filosófico, quedaba muy comprometido.

En el Cratilo, Platón dice que hay dos tesis opuestas que buscan explicar esta relación: para unos, entre la cosa y la palabra existe una relación ontológica y natural, katà physin, pues “hay algo” de la cosa contenido en su nombre. Según esto, los poderes del lógos no son autónomos, pues están sujetos a un estatuto ontológico que los regula y somete al inflexible criterio de la verdad. Así pues, “quien conoce los nombres conoce también las cosas” (Crat. 435 d). Para otros, la relación entre la palabra y la cosa está dada por el uso y por la convención, katà nómon. Por tanto, no hay nada de la cosa en la palabra y la relación entre ambas es arbitraria, un capricho refrendado por el uso.

No hay, pues, criterio que sujete el poder de la palabra, el cual se torna omnímodo a la vez que voluble. Es el hombre quien otorga nombre a la cosa, pues según aquella tesis central de la sofística desde Demócrito, “el hombre es la medida de todas las cosas”. La polémica contra los sofistas es tácita pero evidente. Más allá de la arbitrariedad del signo, que la sofística sostiene abiertamente, su relativismo extremo tornaría imposible el avance de la ciencia desde sus bases empíricas. En su diálogo, Platón no se muestra abiertamente partidario de ninguna de ambas tesis, razón por la que el Cratilo ha sido calificado por los estudiosos como un diálogo “aporético”. Sin embargo el mismo filósofo se encarga de dejar bien claras las ventajas y las desventajas de cada una de ellas. En realidad, después de los avances de Hipócrates y de la escuela de Cos en el campo de la medicina, ya a los sofistas se les ha hecho tarde para quemar sus naves, aunque Saussure, tantos años después, termine dándoles la razón.

No es otro el motivo por el que Platón se ve forzado a expulsar a los poetas de su República, si es que quiere ser coherente con su propia ontología y su gnoseología. Si para unos X es frío y para otros es caliente, si para unos X es blanco y para otros es negro, y todos están en lo cierto, entonces la ciencia simplemente no puede avanzar. No existiría criterio de verdad ni de mentira, y todo el conocimiento se vería atascado en el fango de la indefinición y de un paralizante relativismo. Platón, para salvar el pensamiento racionalista, tiene que reaccionar contra estos sofismas y termina sacrificando a los poetas, muy a su pesar pues debe sacrificar también un poco de sí. El criterio de la verdad es y sólo puede ser uno, y no será, precisamente, el de la mímesis poética.

En todo caso, uno de los caracteres más llamativos del ambiente intelectual que reina en la Atenas del siglo v es precisamente la conciencia acerca de los poderes del lógos, que se traduce no sólo en el conocimiento del uso y el abuso que se hace de él como herramienta de poder, sino también en el desarrollo de un discurso crítico en torno a sus propiedades. Un lógos en torno al lógos, así como también existe un lógos en torno a la pólis llamado política. La ciencia del lógos se denomina por tanto “lógica”, pero también “retórica” y “poética”, y por qué no, también política en cierta forma. Este discurso crítico entraña la conciencia de los poderes del lógos, pero también de los peligros de su perversión, pues conlleva, cosa que más tarde pudieron confirmar dolorosamente los atenienses a través de su propia historia, formidables riesgos éticos. Política y lógos forman el lado oscuro de una alianza terrible y esencial.

Así pues, la reflexión acerca de las funciones del signo como elemento de mediación entre la cosa y la inteligencia que la aprehende resulta esencial en la comprensión de los poderes del lógos y sus perversiones. El signo deviene, pues, vehículo, y por ello mismo usufructúa los bienes de la intermediación. En tanto que poder mediatizador ejerce una tiranía dulce pero implacable, impone deudas, exige sacrificios, pero sobre todo constriñe nuestra existencia y nuestro pensamiento a una dialéctica terrible y seductora. La meditación acerca de los poderes del signo se convierte pues en patrimonio de todo el que trabaja con la palabra.

Seducido por estas reflexiones, en su En torno al lenguaje Rafael Cadenas expresa:

“El lenguaje es inseparable del mundo del hombre. Más que al campo de la lingüística, pertenece, por su lado más hondo, al del espíritu y al del alma. En otras palabras, no puede hablarse separadamente de un deterioro del lenguaje. Tal deterioro remite a otro, al del hombre, y ambos van juntos, ambos se entrecruzan, ambos se potencian entre sí. Por eso en la defensa del hombre ha de incluirse la del idioma, y la de éste no reducirse a sus fronteras específicas”.

Al igual que Platón en el Cratilo, nuestro poeta es consciente de la multidimensionalidad del lógos y su esencial papel en la conquista de la verdad y el avance de las ciencias. Sin embargo, Cadenas no deja de culpar al radical  cientificismo con que la lingüística, en un exceso fenomenológico y su fanático apego al dato positivo, ha marcado los estudios acerca del lenguaje, sin permitir apreciarla en la vastedad de sus implicaciones, en la insospechada riqueza de sus disímiles trascendencias (“en realidad, el lenguaje siempre se trasciende a sí mismo”, dice poco más adelante). En algún punto contactan antiguos y modernos peligros, y es que según nuestro poeta, los excesos de una permisividad lingüística podrían llevar a un relativismo sofístico.

Si en aquella Grecia de Platón los peligros del lenguaje estaban encarnados en el relativismo de los sofistas, las paradojas de la modernidad hacen que un exceso cientificista sea capaz de condenar al lenguaje a un empobrecimiento cimentado en una miopía fundamentalista, al servicio de la razón ilustrada y tecnocrática: el reduccionismo epistemológico que nos imponen las lecturas “científicas” en torno al lógos. Dice así el poeta:

“El lenguaje va quedando reducido actualmente a una de sus funciones, a la más rudimentaria, la instrumental para el intercambio más ligero. La expresiva, vale decir, la que tiene que ver precisamente con el alma, sufre, por desuso, una atrofia alarmante. ¿Cómo se puede conversar si el idioma padece una merma de su dimensión anímica?

Las fuerza que se han alzado contra el hombre y que están fuera y dentro de él, son las mismas que atentan contra el lenguaje”.

Ambos peligros, el de aquellos y el de estos tiempos, se ciernen cebándose en el vehículo que nos comunica con el entorno.

En un verso intuitivo y revelador nos dice Cadenas: “Emergimos de una narración para habitar. Antes de ser nosotros, fuimos personajes”, como si más allá del lógos estuviera la patria primigenia, el origen esencial de donde proceden todas las realidades. Como si antes que carne hubiéramos sido ideas, palabras, sentimientos. Como si hubiéramos habitado un útero conceptual del que brotamos a la naturaleza vueltos sonidos, imágenes, olores, tacto, pasiones y afectos. Ideas, solo ideas, pues. Nada hubiera agradado más a Platón que escuchar esta metáfora.


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