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En la primera mitad del siglo III a.C. Cartago era la capital de una próspera república comercial. Sus posesiones abarcaban todo el Mediterráneo occidental, desde Libia hasta Cádiz, más allá de las Columnas de Hércules, que ahora llaman Gibraltar. Fundada por los fenicios de Tiro cinco siglos antes en una abrigada bahía a unos 17 kilómetros de lo que hoy es Túnez, Cartago no sometía militarmente a sus territorios, sino que los incorporaba a una activa red comercial que buscaba abrir siempre nuevos mercados. Así, en poco tiempo se convirtió en una de las ciudades más ricas del mundo antiguo.
Las excavaciones arqueológicas han develado que Cartago tenía dos puertos, uno comercial y otro militar, ambos artificiales y comunicados por un canal navegable, lo que nos da una idea del desarrollo que llegó a alcanzar la ingeniería cartaginesa. El puerto militar podía albergar hasta 220 barcos, era circular y en el centro se alzaba una isla, también artificial, sede del almirantazgo. La ciudad estaba protegida por una triple muralla de 25 metros de altura y 10 de ancho, y su interior estaba cruzado por anchas avenidas que comunicaban los elegantes barrios, con edificios de hasta siete pisos, sistema de aguas servidas y baños públicos. Estrabón en su Geografía dice que llegó a tener 700.000 habitantes, toda una megalópolis en el mundo antiguo, justo antes de que fuera destruida por Roma.
Claro que una ciudad como Cartago tenía que ser un formidable obstáculo para las pretensiones expansionistas romanas. Unificada la península itálica, a Roma se le planteaba ahora el tremendo reto de la supremacía sobre el Mediterráneo. Eso lo sabía bien Catón el Viejo, el enfurruñado senador que no se cansaba de repetir delenda est Carthago (“Cartago debe ser destruida”) en todos sus discursos. Es lo que cuenta su biógrafo Plutarco, pero también refieren otros historiadores como Floro en su Epítome de todas las guerras y Plinio el Viejo en su Historia natural. Catón, conocido también como “el Censor”, era un vehemente campeón del conservadurismo. Defendía la vuelta a las austeras costumbres de los primeros romanos y por supuesto sentía especial repugnancia por el lujo y la opulencia en que vivían los cartagineses. Pero seamos sinceros: la verdadera causa de la rivalidad entre ambas ciudades era la disputa por el dominio de las extensas y ricas costas al oeste del Mare Nostrum, como llamaban los romanos al Mediterráneo.
Doblegar a una potencia marítima como Cartago no podía ser sencillo. Fueron necesarias décadas y mucha sangre para conseguirlo. Tres guerras, llamadas «Púnicas» por el nombre que los romanos daban a los ancestros de los cartagineses (Poenici, fenicios), se extendieron durante casi un siglo, desde el año 264 al 146 a.C. No podría yo abundar aquí en el recuento de las hazañas y desventuras ocurridas en cada una de las tres contiendas, que para eso Polibio las narra muy bien en su Historia, por lo menos las dos últimas. Más bien me concentraré en cómo terminó todo. En el año 147 a.C., penúltimo de la guerra, 80.000 legionarios romanos que habían desembarcado el año anterior en las costas cartaginesas aún no habían conseguido romper la defensa de la ciudad. Entonces el Senado envió a un general, Publio Cornelio Escipión Emiliano, nieto del legendario Escipión el Africano, para que se hiciera cargo de la ofensiva. Escipión Emiliano decidió imponer un asfixiante cerco a Cartago, y esperó.
En la primavera del año siguiente ya la ciudad se mostraba debilitada por el hambre y las enfermedades, y los romanos se sintieron en condiciones de asaltarla. Dicen que la toma fue cruenta en demasía. Se combatió encarnizadamente casa por casa, calle por calle, según cuenta Polibio, quien además presenció los hechos. Uno por uno cientos de miles de cartagineses fueron masacrados y sus casas incendiadas. Al sexto día el caudillo cartaginés, Asdrúbal, que había resistido junto a otros 50.000 en el templo de Eshmún, se rindió ante Escipión y cayó de rodillas para rogar por su vida. Escipión no les hizo matar, pero ordenó que fueran vendidos como esclavos. Entonces la mujer de Asdrúbal, muerta de vergüenza, se suicidó, lanzándose a las llamas junto con sus hijos. Polibio también cuenta que esa noche Escipión, al ver toda la destrucción que él mismo había causado, lloró amargamente recordando aquellos versos del canto IV de la Ilíada:
«Llegará un día en que la sagrada Ilión haya perecido,
y Príamo, y el pueblo de Príamo, el óptimo lancero».
Una semana ardió la ciudad, pero aquello no fue suficiente. La orden del senado era arrasar Cartago desde sus cimientos, que no quedara piedra sobre piedra ni memoria alguna de ella. Entonces los soldados romanos, con saña incalificable, durante diecisiete días se dieron a la tarea de remover sus escombros humeantes, abrir surcos en la tierra y sembrarle sal para que nunca más pudiera brotar nada de sus entrañas. Cartago, o lo que quedó de ella, fue finalmente convertida en la provincia romana de África.
La historia del fin de Cartago nos lleva a pensar en cuánta destrucción es necesaria para acabar con un país. Cuánta saña y crueldad se precisan para doblegar a un pueblo. Cuándo sabemos que hemos tocado fondo, y hasta dónde es capaz de llegar un general que se “limita” a obedecer órdenes. En fin, cuántos crímenes puede cometer un soldado que simplemente alega cumplir con un mandato. Pero esto último ya tiene que ver con la ética y la calidad humana, y es tema para otra reflexión.
Mariano Nava Contreras
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