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“Nuestras mejores bendiciones nos vienen por medio de la locura”
Sócrates, en Fedro
Varios países latinoamericanos celebraron al inicio del penúltimo mes de este particular 2020 -año atravesado por la sombra de la muerte-, el Día de Muertos. En Venezuela no existe la tradición de hacer de este día una festividad. No obstante, en nuestro país el día de los muertos se padece cada día del año desde hace ya décadas. La muerte se ha convertido en una atroz cotidianidad. Sea por vía de la violencia -tanto la producida por la represión policial a los múltiples manifestantes que abundan en todo el territorio nacional, como la ocasionada por la delincuencia, cuya última expresión es ese crimen organizado llamado pranato, o su otra versión conocida como colectivos-, sea por el hambre -que cada vez cobra más vidas de ancianos y niños-, sea a causa del suicidio -fenómeno que ha aumentado exponencialmente en los últimos años, y que en los primeros seis meses del 2020 iba por sesenta y cuatro personas, según reporte del Observatorio Venezolano de la Violencia-, o sea por la última amenaza a la vida que ahora enfrentamos con el enemigo viral y que hasta el 1 de noviembre había ocasionado la muerte de setecientas noventa y ocho personas, según datos de la Universidad John Hopkins.
Pero hay otras muertes ocurriendo con pasmosa frecuencia a lo largo de este diezmado territorio. Entre las más graves, la de las prácticas democráticas en sus diversas expresiones: posibilidad de convivencia en diversidad, acceso a la justicia, ejercicio libre y legítimo de elecciones, libertad de prensa, para nombrar solo algunas. Y hay más. La ausencia de sentido ante el descalabro sostenido -y sin aparente detenimiento- a escala nacional de la experiencia de país.
Por eso necesitamos insistir en recuperar algo de sentido, algo de cordura, en medio de lo demencial. No podemos vivir en medio de la muerte de las formas civilizadas indefinidamente.
Recurramos una vez más a los mitos, ya que siguiendo a Joseph Campbell “No sería exagerado decir que el mito es la entrada secreta por la cual las inagotables energías del cosmos se vierten en las manifestaciones culturales humanas”. Reencontrémonos con Dionisos, ese dios extraño que representa la locura, la tragedia -por lo tanto, el sufrimiento- y la embriaguez extática. Atributos más que pertinentes en nuestra existencia actual, pues locura y tragedia son nuestros constantes acompañantes. Junto a la embriaguez, pero no la extática. Adelantemos, no obstante, que Dionisos encarna una locura divina, la ritual, una de las cuatro posibilidades entrevistas por Platón. Las otras, la locura profética que proviene de Apolo, la locura poética dada por las Musas y la locura erótica inspirada por Afrodita y Eros.
En el origen del nacimiento de Dionisos está impregnada ya la imagen de muerte, de lucha, de tragedia, y de algo más… Tal como lo cuenta el himno órfico, este niño divino, hijo de Zeus y de su hija Perséfone, proviene de la unión de dos cualidades opuestas. Por un lado, Zeus representa la luz y el orden; mientras su hija, al ser la reina del mundo subterráneo, personifica las fuerzas oscuras del reino de los muertos. Hay, sin embargo, un origen más significativo para Dionisos; el que atribuye su nacimiento a la unión de Zeus con una mujer mortal, Sémele, hija del rey Cadmo de Tebas, y de Harmonía. Hera, la celosa esposa del dios regente del Olimpo, iracunda ante esta nueva infidelidad, haciéndose pasar por nodriza engaña a la bella hija de Cadmo y la insta a pedirle al dios que se le revele en toda su majestad. Zeus, conociendo los terribles efectos de tal petición, trata de persuadir a la joven mujer, pero atado a un juramento previo, cede. Y aquella mujer mortal, preñada de seis meses, queda calcinada ante la apoteosis de su amante. Y es esta genealogía la que permite conectar con el segundo nacimiento del divino niño: su padre, mientras Sémele arde, rescata a su hijo y se lo cose al muslo para que complete allí la gestación y adquiera la condición de dios, doblemente nacido. La unión de lo terrenal y de lo celestial dando frutos.
Este divino infante, con un nacimiento así de trágico, más adelante continuará experimentando el sufrimiento, puesto que su sino será la paradoja entre el éxtasis y el dolor. Siendo aún niño, Dionisos cae presa del ardid de los titanes -fuerzas sin forma, desmesuradas, pre-olímpicas-, quienes lo seducen con juguetes para luego desmembrarlo y devorarlo: lo excesivo, las fuerzas sin límites, engullendo las posibilidades divinas. Solo el corazón del niño pudo ser salvado del horrendo banquete por Atenea, para luego ser comido por el propio Zeus, y posibilitar así un nuevo nacimiento. Luego, el poderoso padre del niño masacrado, con la fuerza de sus rayos, fulmina a los titanes y los reduce a cenizas. El mito se adentra a nuevas profundidades: de estos restos, impregnados tanto de los titanes como del cuerpo de Dionisos sacrificado, crea Zeus a la raza humana. Según esta simbología tenemos, entonces, en continua oposición en nuestra naturaleza lo dionisíaco y lo titánico, que es lo mismo que decir que somos propensos a una irracionalidad lindante con la locura –o, claramente, demencial- o de elevarnos a un frenesí místico bajo el influjo de este dios. Sin embargo, Dionisos es también capaz de otorgar a los hombres una extraña quietud. De nuevo, la paradoja.
Veamos algunos significados de profundas consecuencias, tanto a nivel psicológico como a nivel social, de estas tremendas imágenes. En esta lucha de opuestos, los titanes de un lado y el divino niño del otro -la vida incipiente, llena de futuro, de posibilidades creativas- es desmembrada atrozmente y engullida. Aunque vemos cómo esa misma tragedia produce un nuevo orden y propicia nueva vida: la furia de Zeus, que fulmina a los titanes -al titanismo- está estableciendo límites, poniendo orden, deteniendo la extrema irracionalidad, y, al mismo tiempo, está propiciando el renacimiento de Dionisos.
En el ámbito individual, estas fuerzas hacen aparición cuando la desmesura, la falta de límites, lo desproporcionado, o absolutamente irracional -la locura titánica, no la divina-, es lo que rige nuestro vivir. Pero, sobre todo, cuando estamos tomados por el orgullo desmedido o la arrogancia: no olvidemos que uno de los más conocidos titanes, Prometeo, fue horriblemente castigado -ser encadenado a una roca del Cáucaso donde un águila devoraría su hígado, que se renovaría durante la noche, para de nuevo sufrir el mismo tormento al día siguiente- precisamente por la arrogancia de robar el fuego sagrado, mediante engaños, para regalárselo a los hombres. El castigo a este usurpador representa, de nuevo, una manera de repeler la transgresión. En uno de los diversos relatos de la vida de Dionisos se narra cómo en una ocasión fue capaz de transformarse en serpiente y escapar de los ataques de los titanes. Necesitamos aprender a protegernos, en las honduras de nuestra propia interioridad, cuando lo titánico -ajeno o propio- amenaza.
Otro tanto ocurre a nivel social, en sus diversos ámbitos. ¿Reconocemos algunas de estas características propias de la mentalidad titánica en ciertos oficiantes de la política?: “Implica toda clase de estratagemas, desde la mentira hasta la ideación de las más hábiles invenciones; pero incluso estas invenciones siempre presuponen alguna deficiencia en la forma de vida del embaucador” (Karl Kerényi, Prometeo). ¿Adivinamos aquí el origen de gran parte de la constante decepción, alejamiento, indefensión o rabia en las cuales la ciudadanía se sume frente al desempeño de sus líderes?
Y si no fuera suficiente con ello, baste tener en cuenta la afirmación del filólogo sueco Martin Nilsson, según la cual la “mentalidad primitiva es una descripción bastante justa de la conducta mental de la mayor parte de los hombres de hoy, excepto en sus actividades técnicas o conscientemente intelectuales”. Matizando esta mirada, hoy nos encontramos, sin embargo, con que la tecnología, a pesar de sus innegables beneficios, se impone peligrosamente, especialmente durante los largos meses del confinamiento, y que las aplicaciones digitales ganan cada vez más sofisticación y poder de seducción; con que la vida se ha convertido en una relación desmesurada -adictiva- con los mundos virtuales, mientras la relación con la realidad tangible, con el mundo de lo sensorial, con los tiempos kairós, está siendo devorada. Y cómo no mencionar lo que está ocurriendo con la interioridad de los seres humanos, cada vez más ausente, en esta vida volcada casi demencialmente hacia afuera. Vemos, igualmente, qué duda cabe, al ámbito intelectual entronizado desde hace siglos -de manera evidente luego del cogito ergo sum- produciendo una calamitosa desconexión con el cuerpo y las emociones -con Dionisos-, con las inevitables secuelas de desdicha y enfermedad. En otras palabras, ni siquiera estos ámbitos que Nilsson rescata están a salvo del primitivismo, o de la insania.
Hay que insistir: la locura titánica que hoy vemos desatada es diferente de la locura divina encarnada por Dionisos. Hay locura en las masas que, en cualquier latitud y tiempo, siguen ciegamente a un primitivo titán poseso de desmesura y arrogancia, ajeno a cualquier forma civilizada. Había locura extática en los seguidores del dios que a través de la danza y el vino -su creación y regalo- conectaban con estados alterados que los alejaban de formas excesivamente reguladas o ya petrificadas, que les permitían sentir intensamente el cuerpo y las emociones, que les otorgaba el delirio placentero, aunque también el terror. Dionisos aleja la rigidez, el aferramiento a la dignidad, y para propiciarlo conecta con el lado caótico de la existencia, con la muerte, con el renacimiento, y, sobre todo, con la locura -no patológica- como permanente acompañante de la vida.
No toda muerte es ritual, u otorgadora de sentido, o portadora de renovación. En absoluto. Las muertes que estamos atestiguando con horror cotidiano pertenecen a otro ámbito. Representan el simple descuartizamiento de vidas y de instituciones, de los modos civilizados de convivencia. Recordemos que fue Atenea -hija de Zeus, protectora de Atenas, de la polis, de la civilidad, aunque también auspiciadora de la guerra- quien rescató el corazón del dios que fue despedazado. Y tengamos en cuenta que fue el mismo Zeus quien puso freno a los titanes. Mantener a raya lo titánico en la naturaleza humana -o en sus construcciones sociales- requiere un esfuerzo permanente y enorme. Salvar el corazón del cuerpo social, permitir el renacimiento del niño divino, a partir de lo que hoy ha quedado reducido a cenizas, exige la aparición de un liderazgo del tamaño de semejante gesta y de una ciudadanía capaz de transformar el sufrimiento en sabia fortaleza. Sabemos con certeza lo que no necesitamos. Roguemos a los dioses para que nos miren con ojos piadosos y nos rescaten antes de que sea demasiado tarde y no queden ni cenizas. “El resto es selva”.
Elizabeth Rojas Pernía
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