Literatura

De “Ficciones y confesiones”

17/12/2022

Hotel CUmboto. Fotografía de José Alfredo Sabatino Pizzolante | Memorabilia Porteña

Cumboto es muchas cosas en mi vida. Entre otras, mi primer hotel de playa, mi primer encuentro con un escritor profesional; mi primer intercambio de palabras, a los siete, con la que iba a ser mi esposa, y mi primer intento de escribir una obra literaria, una lamentable adaptación del Prometeo de Esquilo, de la cual, por fortuna no queda el recuerdo. Pocos lugares tan relacionados con mi existencia, como se puede ver. También allí, a los diez años, conocí a José, nieto de esclavos africanos traídos de Martinica. Su mirada, fija en una costa perdida que nunca conoció, ha estado conmigo desde entonces. Una mirada no distinta a la de último norteamericano que conoció la esclavitud en la foto de Richard Avedon. El secuestro ancestral dejó en blanco esas pupilas que nunca entendieron lo que, en mala hora, les ocurrió. Si una mirada puede ser metafísica esa era la suya. José, sin embargo, no era un melancólico, su dolor era de otro tipo. Lo que los griegos, como buen pueblo marinero, conocían bien y llamaban nostalgia, el dolor ante la imposibilidad del regreso. José nunca supo el lugar preciso del cual fueron arrebatados sus antepasados, solo sabía que en algún lugar de Africa, estaba su país, a pesar de haber nacido en  Cumboto, donde se encontraba el hotel en cuya cocina trabajaba. Cumboto, en mi época, era el nombre de una playa y un hotel. El coco era el único árbol que se atrevía a crecer en esas tierras. Altos cocoteros con la mirada fija en una costa distante sobre el mar malhumorado y violento, ruidoso y blanco, que desanimaba al que tratara de bañarse en sus aguas.   Mucho antes, desde mediados del siglo XIX hasta comienzos del XX, fue también una extensa plantación de cocoteros de donde se extraía el aceite que era exportado a Europa. “Este lugar todavía huele a esclavitud”, decía mi madre, nacida en el vecino Puerto Cabello, y egresada como maestra de la Escuela Normal. Para mí, Cumboto era el gran teatro de los sueños. Piratas, amigas de doradas trenzas, submarinos nazis, destructores norteamericanos, arriesgados hidroplanos y subsuelos llenos de oro y plata. La soledad como grata compañía, y el resto era la gran realidad imaginada. Con los años he perdido, como todos, muchas cosas, pero nunca me he permitido perder mi Cumboto. Al contrario, lo cuido, como el jardinero de Shakespeare cuidaba el jardín de Ricardo II. “Cuando yo tenía tu edad, jugaba agarrando cangrejos que la abuela guisaba y comíamos con funche”, me dijo José cuando lo conocí en la playa del hotel después del almuerzo. José trabajaba en la cocina desde la apertura. “Cuando le dije a los dueños que yo había nacido aquí cerca, me dieron empleo enseguida”. Al terminar con los servicios, José caminaba por los rincones menos transitados. De noche, después de fregar los platos y cerrar la cocina, cogía una vieja silla (“Esta silla me la regaló el primer dueño del hotel”) y se sentaba solitario frente al mar detrás del edificio. “Mi abuela no hablaba español, el único que la entendía era mi padre. Escucha bien y aprende, José, algún día volveremos a Africa y eso es lo que vamos a hablar”. En Cumboto nunca hubo una iglesia, que yo recuerde, ni siquiera una capilla. Con la edad, comencé a sentir la sensualidad de aquel espacio propicio para el eros. Allí, en la adolescencia, conocí la gramática del amor y sus indescifrables declinaciones. A los trece años me enamoré, durante una Semana Santa, de una muchachita que vivía en otra ciudad y más nunca supe de ella. Sentí, por primera vez, que el amor era una experiencia alienada, divorciada de lo colectivo que me había protegido hasta ese momento. Años después, en el mismo hotel, con otra protagonista menos efímera, la ilusión se transformaría en sexo amoroso y curador.

“Cuando yo era menor que tú, mi padre se escapó de la plantación, se convirtió en cimarrón y se escondió con otros como él en las montañas de San Esteban. Lo acusaban de haberse acostado con una de las blancas de la familia del propietario. Mi madre lo negaba y decía que era la mujer blanca la que le enviaba regalos. De noche lloraba y conocí lo que era la impotencia. No podía hacer nada, y hubiese hecho todo lo posible, hasta perder la vida, para evitar aquel llanto. Los blancos me lo han quitado todo, Joseíto, mi país, mi familia que se quedó en algún lugar de Africa, y ahora tu papá”. Pasados unos años, se reveló su inocencia y pudo regresar a los cocoteros. “Cuídate de los blancos, José, cuando no te maltratan son peores”. Yo trabajo en el hotel desde que lo abrieron. Vino el presidente con su esposa, hubo un baile y bebieron y comieron. Siempre he trabajado en la cocina. José no escribía poesías pero recitaba versos que componía con frecuencia:

 

No me sirve tu coleto
para limpiar el suelo,
está ensangrentado
y yo así no lo quiero,
en cambio a las estrellas
las pulo con mi pañuelo.

 

Otras veces, cuando estaba solo en su silla detrás del hotel, lo escuchábamos cantar en voz baja canciones tristes en la lengua que le enseñó la abuela. Nadie entendía lo que significaban esas letras, pero, por alguna razón aquel tono oscuro me atemorizaba.

 

Kumambó, yambó kumambó,
roi de la nuit et de l’enfer,
offre-moi  un bel coteau,
kumambó, yambó kumambó,
pour la gorge de l’etrangère
offre-moi un bel coteau.

 

Yo prefería las que componía en castellano:

 

José tiene un caballo
que se encontró en Martinica,
lo tiene comiendo cocos
en una playa cerquita.

……

Por las playas de Cumboto
camina José solitario,
con su sombrero de paja
y un saco de vasos rotos.

……

En Martinica está el abuelo
donde duermen las estrellas
,en una cueva pirata
vive con una de ellas.

 

Algunas imágenes me recordaban las incoherentes expresiones de mi tía Yolanda: “Mamá esta resfriada/porque no come perico/ sino la luna salada/con un poco de refrito”. Pero José sabía muy bien lo que quería decir en sus poemas y me aclaraba su significado. “Las estrellas son mujeres, por eso es que el abuelo vivía con una de ellas. El saco de vasos rotos es la vida, ojalá tu saco sea más chiquito que el mío, Nené”. Y así era como me llamaba, Nené, con un tono paternal que no me gustaba del todo. Mi madre: “Tú tienes un papá, el pobre José no tiene hijos”. Nunca, y me arrepiento, anoté sus poesías en un cuaderno. Por esos años de mi adolescencia, mi poeta “personal” era Bécquer, y las sencillas coplas de José no me parecían dignas de mucha atención. Componía sin parar, “cuando la paraulata se me mete en la cabeza”. Aunque sabía leer y escribir, lo de él era la más pura y envidiable tradición oral.

Cumboto fue nuestra morada durante muchas semanas santas. A mi padre le encantaba el bar, donde apuraba escocés con agua de coco. Un día nos dijo, “Ese señor que está allí es Ramón Díaz Sánchez, un gran escritor que escribió una novela llamada Cumboto, deberían leérsela”. Fue lo que hizo mi hermana Alicia, mientras yo postergué su lectura hasta bachillerato. Cuando mi hermana se lo dijo, la invitó a su mesa y le enseñó los trucos del dominó. El viejo maestro estaba encantado con Alicia, en aquel entonces Alicita, bella e inteligente. También me senté en varias oportunidades a su mesa, pero me temo que no desperté ningún interés. Cumboto es una gran novela injustamente desestimada por la crítica literaria latinoamericana. En cambio, el Premio Nobel italiano Eugenio Montale reconoció y escribió en Il corriere della sera, que se trataba de una novela llena de realismo mágico, escrita con un sostenido lirismo. No sé si Díaz Sánchez se enteró del comentario del poeta. Cumboto describe la vida en la plantación de cocos de los blancos propietarios y esclavos como el abuelo de José. Algunas de sus páginas tienen la musicalidad de las mejores poesías eróticas escritas en castellano en tiempos modernos. Llegó un momento en el cual mi padre decidió ir a otro lugar para Semana Santa. A Cumboto regresábamos esporádicamente. En una ocasión, fui solo con mi padre. Apenas llegamos, le pregunté por José a su amigo de toda la vida, el canario que limpiaba la piscina. Sin dejar de recoger las hojas flotando tibiamente en el agua azul, me respondió, con una triste sonrisa, que José, por fin, había regresado a su Africa. De vuelta a Valencia, le conté a mi padre que José se había ido a Africa y nadie sabía por cuánto tiempo. “Yo también pregunté por él, Alejandro. La historia no es así. La gerente me dijo que una noche, hace un par de años, lo encontraron muerto, de un paro cardíaco, en la silla donde se sentaba a mirar el mar”. Y yo me lo imaginé en la costa perdida, contento, sentado en su silla frente al mar, puliendo estrellas con su pañuelo.


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