Cuando tu patria ya no existe. Yorgos Seferis y Esmirna

03/04/2021

Esmirna, septiembre de 1922

Dondequiera que viajo, Grecia me hiere.

El 9 de septiembre de 1922 las tropas turcas al mando de Mustafá Kemal ocupaban la ciudad de Esmirna, poniendo fin a la guerra que había comenzado tres años antes. No lo sabían, pero también era el fin de más de dos mil setecientos años de civilización griega en la costa oriental del Egeo. Jonia, donde había nacido la filosofía y la literatura; Esmirna, que presumía de haber sido la cuna de Homero, caían en manos de los musulmanes. Y también era el fin de siglos de coexistencia pacífica entre dos etnias y dos religiones. Al día siguiente entraba en la ciudad el mismo Mustafá Kemal. Dicen que se cometieron espantosos desmanes de parte de uno y otro bando. Para completar, el día 13 por la tarde se desató un incendio voraz que destruyó gran parte de la ciudad, especialmente los barrios griego y armenio. Quién lo provocó, nunca se sabrá. Las fotografías muestran los botes fondeados en la bahía, tratando de rescatar a griegos y armenios que se lanzaban al mar mientras la ciudad era arrasada hasta los cimientos. Los meses siguientes, un millón seiscientos mil griegos tendrán que abandonar Jonia para siempre. En adelante, los griegos recordarán ese día como “la catástrofe del Asia Menor”.

Apenas veinte años atrás nadie hubiera podido imaginar tal destrucción. Esmirna era entonces una ciudad floreciente, una brillante urbe comercial con más población griega que la misma Atenas. Su abrigado puerto y su excelente ubicación en el Egeo favorecían el intercambio de mercancías, pero también humano y cultural, una verdadera ciudad multiétnica y multicultural. Hacía mucho tiempo que era así. En su Diario de viajes, Francisco de Miranda cuenta que recaló y pasó unos días en este puerto otomano camino de Estambul a finales del siglo XVIII. Miranda describe por igual la belleza de sus mezquitas y de sus iglesias.

Allí nació poco más de un siglo después, en marzo de 1900, Yorgos Stilianú Seferiadis. Su padre, Stelios Seferiadis, era un reconocido jurista y profesor universitario, y dicen que el mejor traductor de los versos de Byron. Las memorias y las cartas familiares hablan de la infancia feliz de Yorgos en la casita de la playa de Burlá, muy cerca de Esmirna, incluso cuando ya comenzaban a formarse los primeros nubarrones. El 1912 estalla la Guerra de los Balcanes y el 5 de octubre Grecia ataca a Turquía, lo que origina una serie de represalias contra los habitantes griegos de las ciudades otomanas. Ante el incierto panorama, la familia decide partir para Atenas, en cuya universidad el profesor Seferiadis ha conseguido trabajo. A los catorce años el futuro poeta debe despedirse de su patria.

La estancia ateniense de Yorgos será muy corta. En 1917 parte de nuevo, ahora a París, donde permanecerá hasta 1924 asistiendo a clases de derecho en el viejo edificio de Sorbona en Saint Germain. Allí tuvo que enterarse de la desgracia que se había abatido sobre su tierra. Muchas veces he pensado en lo que tuvo que sentir el poeta al enterarse de que su ciudad ya no existía, al pensar que ya no tenía a dónde volver. La respuesta está en sus propios poemas, pero también en otros testimonios, algunos también del propio Seferis. Durante la Segunda Guerra Mundial escribirá: “personalmente, crisis intelectuales y emocionales he tenido muchas (…) pero el hecho que más influyó de todos es la catástrofe del Asia Menor”. Años después, en una entrevista, su hermana Ioanna confirmará esas palabras: “se hundirá él también en el exterminio de Jonia, en lo inaceptable. Durante toda su vida aspirará gota a gota el veneno del desastre”.

¿Qué hacer si quieres ver de nuevo el lejano paisaje de tu infancia? ¿Cómo podrás volver a una tierra que ya no existe? En su diario Yorgos escribe cada vez que sueña con Esmirna. El 25 de agosto de 1925 anota: “Sueño hoy al alba. Estaba en la Skala frente a nuestra casa, en la muralla. El tiempo estaba oscuro y no sentía alrededor ni un alma humana. Veía el vaporcito que regresaba para volver a la isla de San Juan. Serían como la una o las dos, mediodía, la hora acostumbrada. Yo tenía una inquietud indefinida, como cuando uno busca algo que le falta…” Y el 11 de octubre de 1962: “Sueño la noche pasada. Esperaba la llegada en un lugar indefinido que se parecía a Skala, los vapores de Esmirna”. 

 

Por el contrario, en sus poemas Seferis apenas nombra una vez a Esmirna, pero tampoco hace falta. En muchos de ellos, del tema que sea, hay una referencia a la pérdida y a la nostalgia, esa palabra tan griega. Así en el poema XVIII de su Mythistórima:

Cuanto amaba desapareció con las casas
que eran nuevas el verano pasado
y se derrumbaron con el vendaval del otoño.

O en La casa junto al mar:

La casa junto al mar
Las casas que tenía me las quitaron. Ocurrió
que eran tiempos nefastos; guerras destrucciones exilios…

O en aquel otro, El naufragio del Zorzal, donde hace decir a Sócrates:

Si me condenan a beber veneno, gracias;
la justicia de ustedes será mi justicia; a dónde podría ir
vagando por países extranjeros como un canto redondo.
La muerte la prefiero;
Quién lleva la mejor parte dios lo sabe.

Finalmente en julio de 1950, treintaiséis años después de haber partido, veintiocho después de la catástrofe, Seferis quiso volver a Esmirna, solo para confirmar que no quedaba nada de la tierra donde había nacido y pasado su infancia: “Y al amanecer desde la ventana el mar (…) Eso fue todo. Recordé las ánforas funerarias de Cos. Un ánfora semejante debe ser para mí Esmirna –uno no regresa-. Esmirna ha perdido su sombra, como los fantasmas”, apuntó en su diario. 

Quizás pocos países sufrieron tantas guerras durante el siglo XX como Grecia, y pocos poetas supieron del exilio y la errancia como Seferis. Eterno prósfuga (refugiado), vuelve a Atenas al terminar sus estudios en París para ser nombrado al poco tiempo vicecónsul en Londres. Fue también diplomático en Albania, Siria, Líbano, Chipre, Jordania e Irak, y después de nuevo embajador en Londres. Como miembro del Ministerio de Exteriores, debió acompañar al gobierno en el exilio cuando Alemania invadió a Grecia en 1941, primero a Creta, después a Alejandría y El Cairo, finalmente a Pretoria e Italia. Después de la liberación vuelve a Atenas solo para contemplar cómo su país se vuelve a hundir en otra lucha sangrienta, esta vez fratricida. Es la guerra civil. Así comenta horrorizado desde su ventana: “Aviones ametrallando. Grecia, pobre Grecia: un cuerpo crucificado y todos lo clavan, enfurecidos”.

La muerte debió hallarlo en medio de otro exilio, pero ya estaba demasiado cansado de maletas y huidas. Por eso prefirió el silencio, que es el exilio de los poetas. Fue cuando la Dictadura de los Coroneles. Pensó que el Premio Nobel, que le habían concedido en 1963, le daría algún auditorio, algún peso ante los opresores, entonces se animó y escribió un manifiesto en contra de la dictadura. La respuesta no se hizo esperar. Se le retiró el tratamiento de embajador y el pasaporte diplomático. No hubiera sido necesario. Como el viejo Sócrates de su poema, tampoco quería irse.


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