Perspectivas

“Cual la generación de las hojas…”

Diomedes intercambia armas con Glauco. Cerámica en figuras rojas, ca. 420 a.C. Museo Regional Arqueológico de Gela.

04/02/2023

En el canto VI de la Ilíada ocurre algo insólito, al menos para nuestra forma de pensar. Glauco, soldado troyano hijo de Hipóloco y nieto de Belerofonte, se encuentra en medio de la batalla cara a cara con el aqueo Diomedes, hijo de Tideo. El primer impulso de Diomedes, enardecido en el combate, es volar a la yugular del troyano pero, prudente, se detiene antes y le pregunta:

¿Cuál eres tú, guerrero valerosísimo, de los mortales hombres?

Jamás te vi en las batallas, donde los varones adquieren gloria,

pero a todos vences en audacia cuando te atreves a esperar

mi fornida lanza. ¡Infelices aquellos cuyos hijos se oponen

a mi furor! Si fueses inmortal y hubieses descendido del cielo,

no quisiera yo pelear contra los dioses celestiales…

pero si eres uno de los mortales que comen los frutos de la tierra,

acércate para que encuentres pronto tu perdición.

Entonces Glauco le contesta:

Hijo magnánimo de Tideo, ¿por qué me interrogas por mi abolengo?

Cual la generación de las hojas, así también la de los hombres.

Esparce el viento las hojas secas por el suelo y la selva,

reverdeciendo, produce otras al llegar la primavera.

De igual manera, una generación humana nace y otra perece.

Pero ya que deseas saberlo te diré cuál es mi linaje, de muchos conocido…

Y le cuenta que es nieto del célebre héroe Belerofonte, que mató a la Quimera –monstruo con cuerpo de cabra, cola de dragón y cabeza de león- y domó a Pegaso, el díscolo caballo alado. Diomedes se da cuenta en seguida que sus dos familias han sido amigas por generaciones, ya que Belerofonte fue huésped de Eneo, su abuelo, el rey de Calidón, durante veinte días. Ambas familias están unidas, pues, por viejos vínculos de hospitalidad, que ampara el mismo Zeus. Entonces ambos guerreros se estrechan afectuosamente las manos en señal de amistad e intercambian armaduras: de oro eran las de Glauco (“Zeus Cronida le hizo perder la razón”, comenta en voz baja Homero) por las de bronce de Diomedes. Es interesante notar cómo el estricto código ético de los héroes homéricos prioriza claramente los lazos de hospitalidad, aun en el campo de batalla. Pero esto no es lo que nos importa ahora.

Que las palabras de Glauco quedaron resonando en la tradición de la poesía griega lo prueban algunos versos de la lírica posterior. Mimnermo de Colofón, que vivió un siglo después que Homero, escribirá estos dísticos elegíacos:

Nosotros, como las hojas que brotan al tiempo florido

de la primavera y que de súbito abren al sol,

así de la flor de la edad gozamos lo poco que alcanza

un palmo, sin nada saber del bien ni del mal

que nos reservan los dioses…

Mimnermo nació en Colofón, en Jonia, en la costa oriental del Egeo, muy cerca de Esmirna y de Éfeso. Escribió elegías sobre la brevedad de la vida, los goces de la juventud y los sufrimientos de la vejez. “¿Y qué vida, qué goce, quitando a Afrodita dorada?”, escribió en otro de sus poemas. Una generación más tarde, entre los siglos VI y VII a.C., Semonides de Amorgos escribía yambos. Nació en Samos, una isla también frente a la costa asiática del Egeo, aunque pronto partió a la cercana Amorgos como parte de una expedición. Hoy lamentablemente recordado por el Yambo de las mujeres (una composición satírica que compara a las mujeres con los animales), Semonides escribió otros yambos y elegías, cultivando los grandes temas de la lírica: el amor, el goce, la alegría y el sufrimiento, la fugacidad de la vida. Esta pequeña joya debe servir para reivindicar su sensibilidad poética:

Lo más bello lo dijo el hombre de Quíos:

“cual la generación de las hojas, así también la de los hombres”.

Pocos son los mortales que le prestan oído

y guardan este verso en su corazón, porque en todos vive

la misma esperanza que brota del pecho de un joven.

Goza el hombre de la amable flor de los años,

lleva el ánimo ligero y persigue imposibles,

no piensa que vendrá la vejez ni tendrá que morir,

y mientras tiene salud no piensa en las enfermedades.

Necios los que actúan así, sin saber

que para los mortales es breve el tiempo de la juventud

y de la vida. Pero tú, sabiendo que la vida tiene un término,

deja que el alma goce de los bienes.

Quíos es una isla frente a la costa de Jonia. Se trata de una de las siete patrias, junto a Esmirna, Colofón, Atenas y otras, que afirman ser la cuna del poeta ciego. Es obvio que “el hombre de Quíos”, Khîos anér, no es otro que Homero.

Aun si Semonides no las hubiese citado, la alusión a las palabras de Glauco en el canto VI de la Ilíada es evidente. Cuántas reflexiones a partir de esta frase en apariencia inocente. La vida de los hombres como algo tan efímero y leve, tan insignificante como las hojas de los árboles barridas por el viento, imperceptible aunque inexorablemente destinadas a ser sustituidas por otras que hará brotar la próxima primavera. Se trata de una imagen poderosísima, todo un topos lírico a la vez que una de las metáforas más ilustres de la tradición poética, mediando sutilmente entre la crueldad y la delicadeza. Lo trascendente expresado de la forma más intrascendente, y viceversa. Toda una cavilación sobre el tiempo y la fragilidad de la existencia humana, su naturaleza incierta y azarosa.

Escribió el poeta Paz Castillo en su soneto Las hojas secas:

Una brisa ligera estremece la fronda.

 Ruedan las hojas secas por la larga avenida.

¿A dónde van?… ¡Quién sabe a dónde va la ronda

de las hojas viajeras!

Y Eugenio Montejo en Los árboles:

Es difícil llenar un breve libro

con pensamientos de árboles.

Todo en ellos es vago. Fragmentario.

¿Qué hubiera pasado si Glauco no se hubiera topado con Diomedes, sino con otro aqueo? Da qué pensar el que Homero haya querido poner esas palabras en boca de un guerrero, uno que prefirió estrechar la mano de un viejo amigo de su familia en vez de matarlo. Pero así es la poesía.


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