Fotografía de Karim Jaafar | AFP
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“Es una bestia”, decía uno. “Es una bestia”, decía otro. “Es una bestia”, decía alguien más, mientras Cristiano Ronaldo iba con el balón en los pies. Había dejado a un rival atrás o se alejaba de la cancha como un asesino en serie que no voltea a mirar el cadáver. Uno que solo tenía 11 años y que, a la par con los elogios, también escuchaba críticas hacia su físico.
Hay que imaginarse a un espantapájaros vestido de futbolista, no el portento físico que opositó con Lionel Messi a mejor jugador del mundo durante una década. El muchacho iba de aquí para allá, asombrando con su talento, hasta que comenzó a escuchar, junto con el “bestia, bestia, bestia”, que su tamaño no era el adecuado, o que quizá su tren superior podría ser más robusto y sus piernas más fuertes para ganar por aire las pocas batallas que no podría ganar por tierra.
Cristiano Ronaldo guardó cada comentario en su mente y se hizo una promesa: esforzarse tanto que su físico acompañara a un talento que quizá aún no era visto como generacional pero ya asombraba. Entonces, se dijo: dejaré de jugar como un niño, dejaré de actuar como uno, para ser el mejor del mundo. Seguía teniendo 11 años.
Entre 1996 y Qatar 2022 hay mucho más que 26 años de diferencia. Cristiano Ronaldo se hizo jugador profesional, pasó por Sporting de Lisboa, Manchester United, Real Madrid y alguno más. Los aficionados de esos clubes vieron el auge y la explosión física y deportiva de aquel niño que no quería ser visto como alguien que solo tenía talento, sino que deseaba ser esa palabra que tanto escuchaba: “bestia”.
Una que durante su primera etapa competitiva podía tomar la pelota en cualquier área de la cancha y lanzarse a correr hacia el arco rival sin encontrar mayor oposición. Su juego le permitía a sus equipos sostener repliegues bajos o sistemas en los que el balón no estuviera bajo control absoluto. Era otro tiempo, también. El Fútbol Club Barcelona estaba por revivir la devoción por la pelota, como algunos otros equipos y entrenadores lo habían dicho y ejecutado antes. Solo que, en Camp Nou, puede que lo hicieran como ninguno otro. Cristiano Ronaldo había llegado a esa cima en la que se prometió estar, para encontrar que todo aquello no bastaba.
En oposición, un equipo que entendía el éxito colectivo a partir de la suma de asociaciones antes que por el estado del tono muscular. Juan Villoro lo describió así, en Revista Soho: “El perfeccionamiento físico de Cristiano refleja su soledad en el campo. Los grandes hechiceros tienen cómplices y les sacan provecho a sus defectos”. Estas oraciones admiten algún matiz, como su relación con Karim Benzema, Mesut Özil o Marcelo en Real Madrid. Pero la esencia permanece: en un juego de niños, el portugués quería dejar de serlo; cuando lo logró, ya no le quedaba más escalón posible que ensimismarse en ese deseo hasta ser consumido por él.
El niño de 11 años encontró, en ese viaje, clubes en los que la tradición impone ganar, no solo estar entre los primeros. Ganar. Él, sintiendo que había atravesado todos los senderos necesarios para ser el mejor, se encontró en un equipo rodeado, también, de otros que quizá escucharon lo mismo cuando crecían: “Es una bestia”. Cristiano Ronaldo salió de ese equipo, Real Madrid, con cuatro Copas de Europa colgando en la mochila, junto con una Eurocopa con Portugal, sintiendo que no debía nada a nadie. Que podía ir por aquí y por allá, sin escuchar cuestionamientos sobre su físico ni sobre su vitrina, repleta de trofeos colectivos e individuales. Suficiente metal brillante para mirarse, pensar en él y decirle “bien hecho” al niño que se convirtió en lo que deseó.
Espoleado por esa idea, por aquellas voces a las que quizá llegó a maldecir, que resumían todo en su físico, como si sostener ese estado de bienestar corporal no requiriese disciplina y compromiso ciego, llegó a Qatar 2022 para convertirse en el único futbolista que ha anotado en cinco Copas del Mundo y e intentar ganar el trofeo. La escena en la que se atribuye un gol de un compañero sirve de retrato: esa voracidad en el área le permitió anotar goles impensados y, al mismo tiempo, sumar tantos críticos como aquellos cadáveres dejados sobre el campo. Su sueño de ganar este torneo, el más importante en el plano de las selecciones nacionales, también tiene relación con ese comportamiento.
Cristiano Ronaldo confronta a quienes le siguen y a quienes no. En esa oposición de estilos, con Lionel Messi, se produjo uno de los choques filosófico-deportivos contemporáneo más importante del siglo veintiuno. Un diálogo imposible de sostener si no fuera por la obsesión de ambos en superarse, en ser cada vez mejor en las fases del juego comprendidas y en las que no. Con el tiempo, la bestia aprendió a ubicarse mejor, hallando espacios dentro y fuera del área, viendo oportunidades donde otros observaban vacíos, atendiendo con la lectura del juego e inteligencia lo que el físico poco a poco dejaba de darle.
Desde hace un puñado de años, aquel que corría se fue resumiendo a estar cada vez más cerca del área para sobrevivir. Su influencia en el juego se fue reduciendo, mientras su leyenda seguía sumando algún trofeo más. Entonces, ¿cómo oponerse a su propia épica, al relato de quien se venció a sí mismo, ahorcando su niñez, para llegar hasta donde quiso, transformando la historia de los clubes en los que más brilló y alegrando a una nación?
Improvisando una respuesta, puede que Cristiano Ronaldo sienta que solo el tiempo se imponía ante él. Ese, que vence a todos los atletas sin importar disciplina y compromiso, ya ha llegado. Luego de Qatar 2022, da igual que el portugués no pueda ganar la Copa del Mundo, luego de ser eliminado por Marruecos en los cuartos de final del torneo. Sin embargo, su recuerdo va más allá de su no alineación como titular en los últimos dos encuentros de la competición. Su legado deportivo, posicionado como uno de los dioses contemporáneos del juego, es capaz de influir en distintas generaciones y escapa a los trofeos.
Este final, con él yendo entre lágrimas hacia los camerinos luego de la eliminación, carece de la épica deportiva a la que tanto se le asocia. Pero ofrece, a su relato personal, una ironía propia de este deporte: quien se elevó sobre otros como una suerte de titán también sabe llorar.
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