Coronavirus: Agamben y la virulencia del estado de excepción

El filósofo italiano Giorgio Agambe en 2014. Fotografía de Andreas Solaro | AFP

23/06/2020

“La democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado”. Winston Churchill.

En 1964, se estrenó la película El evangelio según San Mateo, de Pier Paolo Pasolini. Algunos críticos la han aclamado como la mejor representación cinematográfica de la vida de Jesucristo. Es una obra de gran profundidad espiritual, realizada con un austero tratamiento estético. En ese film debutó un joven actor aficionado en el papel del apóstol Felipe. Se puede comprobar que el joven le brindó un rostro candoroso al personaje bíblico. Es difícil pensar que aquel artista improvisado se convertiría en una figura clave de la filosofía política actual: Giorgio Agamben (Roma, 1942). 

Además de ser amigo de Pasolini, Agamben fue alumno de Heidegger, frecuentó el circulo literario de Elsa Morante, tradujo extensamente a Walter Benjamin, y combinó los pensamientos de Foucault, Arendt y Schmitt, para crear una obra llena de penetrantes revelaciones sobre las relaciones entre la ley y la vida.

En un documento fechado 26 de febrero, nuestro autor dio unas declaraciones sobre la naturaleza del coronavirus. Ya desde el título se anunciaba su vocación: “La invención de una pandemia”. Y acotaba que lo que desarrollaría lo haría “frente a las medidas de emergencia frenéticas, irracionales y completamente injustificadas para una supuesta epidemia debido al coronavirus”. En otras palabras, descreía del poder letal del virus y, en consecuencia, descalificaba las acciones preventivas.

Agamben no encuentra el origen de la pandemia en causas biológicas: “Parecería que, habiendo agotado el terrorismo como causa de las medidas excepcionales, la invención de una epidemia puede ofrecer el pretexto ideal para extenderlas más allá de todos los límites”. La causa verdadera reside, según su criterio, en una conspiración. No afirma abiertamente dónde fue planificada.

Visto con la perspectiva de lo sucedido en estos meses, el autor italiano parece haber incurrido en un precipitado negacionismo. En su defensa se puede alegar que se apoyaba en un texto tranquilizador del Consejo Nacional de Investigación italiano donde se minimizaba la pandemia. 

Pero puede que exista una razón más profunda que su confianza en los comunicados sanitarios oficiales. La filosofía posee la virtud de organizar el conocimiento en conjuntos coherentes. Tal virtud puede convertirse en un vicio: “el espíritu de sistema”, así se llama peyorativamente a la tendencia de hacer que la conformidad con un aparato conceptual prevalezca sobre una apreciación justa de la realidad. A pesar de su amplia y profunda cultura, Agamben no dio muestras de comedimiento o de equilibrio. Para explicar esta imprudencia, podemos conjeturar que el reconocido pensador aplicaba la tesis que desarrolló en el Estado de excepción (2004).

Cuando la excepción se hace regla

En ese libro, Agamben toma como punto de partida los conceptos utilizados por el jurista alemán Carl Schmitt, quien define soberanía como el poder de proclamar la excepción.

A partir de allí, Agamben investiga el comportamiento de los gobiernos que aprovechan los momentos de crisis para aumentar abusivamente su poder. En tales casos, los derechos constitucionales pueden ser disminuidos, reemplazados y revocados en el proceso de extensión de poderes especiales por parte del ejecutivo. El estado de excepción concede a un gobierno el poder y la autoridad sobre los ciudadanos, mucho más allá de donde la ley lo ha permitido hasta ese momento. 

«En todo caso, el estado de excepción señala un umbral en el cual lógica y praxis se indeterminan y una pura violencia sin logos pretende actuar un enunciado sin ningún referente real”. (Estado de excepción, p. 83).

El estado de excepción es una paradoja. Es la fórmula legal a la que un gobierno se acoge para actuar fuera de la ley. En otras palabras, el régimen se da licencia a sí mismo para neutralizar a todo aquel que considere enemigo del Estado. Para tal propósito, contará con recursos que van desde la censura de prensa hasta formulaciones represivas más extremas. 

Agamben analiza cómo la suspensión de las leyes, motivada por un caso de emergencia,  puede convertirse en una situación que se prolongue mucho más allá de la coyuntura. Eleva al modelo de un estado de excepción continuo, la constitución de la Alemania nazi bajo el gobierno de Hitler. 

“Todo el Tercer Reich puede ser considerado, desde el punto de vista jurídico, como un estado de excepción que duró doce años. El totalitarismo moderno puede ser definido, en este sentido, como la instauración, a través del estado de excepción, de una guerra civil legal, que permite la eliminación física no sólo de los adversarios políticos sino de categorías enteras de ciudadanos que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político”. (Estado de excepción, p. 25).

Acá tiene lugar un curioso giro. Si bien Agamben extrae estas categorías del fenómeno del totalitarismo del siglo XX, no es para aplicarlas a las nuevas dictaduras totalitarias, sino para atribuirlas a las sociedades democráticas liberales de occidente. Al referirse a la orden militar emitida por el presidente George W. Bush el 13 de noviembre de 2001, Agamben escribe: 

«La novedad de la ‘orden’ del presidente Bush es que cancela radicalmente todo estatuto jurídico de un individuo, produciendo así un ser jurídicamente innominable e inclasificable.” (Estado de excepción, p. 27). 

Esto trajo como consecuencia que muchos de los capturados en Afganistán fueran llevados a la Bahía de Guantánamo sin juicio. Estos individuos, denominados con el eufemismo de «combatientes enemigos», quedaron en un limbo jurídico donde se les vulneraron sus derechos humanos. 

A Agamben le parece una infamia que las democracias puedan hacer uso del estado de excepción. No parece distinguir entre un uso justificado y otro que no lo sea. En una democracia saludable, el estado de excepción está regulado y, además, es transitorio. Existen emergencias difíciles de resolver sin utilizar ese recurso. El modelo de las democracias es Cincinato, quien, a ruegos del senado romano, asumió por dos veces la “dictadura”, magistratura con poderes especiales para afrontar una crisis. Cincinato abandonó voluntariamente el cargo cada vez que hubo pasado el peligro. 

Non sequitur

Agamben presenta dos características resaltantes. Por una parte, posee una verdadera pasión por los detalles. Trabaja con precisión de relojero conceptos escondidos dentro textos históricos; por otra parte, cae en la tentación de formular generalizaciones apresuradas. 

Tal vez, sea en su obra principal, Homo sacer I. El poder soberano y la nuda vita (1998), donde esta tentación se hace más evidente. Allí descubre, en un oscuro rincón de la antigua ley romana, la figura del condenado al que se le excluye de toda ciudadanía y hasta puede ser asesinado por cualquiera, es decir, es arrojado a la “nuda vida”, donde su existencia queda reducida a la animalidad. De ahí pasa a afirmar que toda la historia del pensamiento político occidental conduce al Estado moderno, donde el campo de concentración se convierte en el “paradigma mismo del espacio político  (…) y el homo sacer se confunde virtualmente con el ciudadano” (Homo sacer, p. 217).

Estos rasgos idiosincráticos pueden remontarse a las dos influencias más significativas de Agamben: Walter Benjamin y Martin Heidegger. Buena parte de la obra de Agamben puede leerse como una serie de notas al pie de página de los dos pensadores que más lo han inspirado.

Agamben fue editor de la impresión italiana de las obras completas de Benjamin, la cual consiste principalmente en ensayos donde se analizan, con sutileza, temas culturales y teológicos. Está claro que Agamben admira la concisión y el estilo aforístico del trabajo de Benjamin, lleno de paradojas y ambigüedades, puestas al servicio de una mística revolucionaria.  

El vínculo con Heidegger es más influyente. Como estudiante, en uno de los seminarios de posguerra del filósofo de la existencia, Agamben absorbió la ambición de proporcionar una descripción general de la historia de Occidente, y de usar esa historia para criticar al humanismo contemporáneo. 

En resumen, Agamben hereda, tanto de Heidegger como de Benjamin, por un lado, una atención cuidadosa a los detalles filológicos. Por el otro, la marcada tendencia hacia la inferencia audaz. A esto hay que agregar que ni Benjamin ni Heidegger son defensores de la democracia liberal. Benjamin identificaba el advenimiento de la era mesiánica con la revolución proletaria, mientras que Heidegger acogía el nazismo como la liberación de los valores ilustrados.

El color del cristal 

Las anteojeras de Agamben tienen enmarcados cristales con los colores del campo de concentración, el estado de excepción y la nuda vida. A través de esos cristales analiza la realidad actual. Eso lo ha conducido a sostener la tesis iconoclasta e injusta de que el campo de concentración se ha convertido en la institución central de las sociedades democráticas liberales. 

A partir de este horizonte de interpretación, es fácil comprender que el coronavirus aparezca, ante sus ojos, como una ficción instrumental de los políticos autoritarios para controlar a la población. Su apuesta, en tal sentido, es tan alta que llega a presentar al covid-19 como un cuento de terror para justificar el limitar las libertades, tal como afirma al final de “La invención de una epidemia”.

Es razonable evaluar las afirmaciones de Agamben sobre la pandemia. Por una parte, el virus ha demostrado su existencia a través de más de 9 millones de contagios y de casi 500.000 muertes a la fecha. Parece que no fue muy responsable invitar, especialmente a los sectores desprotegidos, a minimizar y relativizar el virus cuando aún no se conocía su verdadero alcance.

En definitiva, el covid-19 no resultó ser una ficción útil al poder, tal como pensaba el filósofo italiano. Lo que no evita que sí se pueda constituir en una realidad útil al poder. Con la excusa de la pandemia, el ultraderechista Víktor Orbán, primer ministro húngaro, logró obtener poderes extraordinarios, hasta que le fueron revocados a los dos meses, el pasado 16 de junio. El gobierno comunista de China también aprovechó la ocasión para atentar contra la democrática Hong Kong. Por otra parte, Jordania, Omán y Marruecos prohibieron los periódicos porque supuestamente colaboraban en la propagación del contagio. 

Todo esto nos lleva a preguntar si Agamben considera que estas evidencias empíricas confirman sus tesis o si, por el contrario, se mantiene en su tesis de que el campo de concentración representa a la civilización democrática liberal. De ser así, seguiría la misma estrategia de Heidegger, quien condenó a esa misma civilización en nombre del olvido del ser y el predominio de la técnica. 

La idolatría apocalíptica 

Nos parecen muy loables los desvelos de Agamben en favor de las libertades individuales y su desconfianza por la tentación autoritaria de los gobiernos. La duda es si realmente está preocupado por las personas o si su pulsión no confesa es encontrar razones que justifiquen el antihumanismo posmoderno. Hay que recordar que Agamben, basado en Foucault, sostiene que el humanismo es el fundamento del régimen ideológico contemporáneo y, por lo tanto, es cómplice de los crímenes y opresiones asociados con la biopolítica, dominio a través del cuerpo. 

«Solo porque en nuestro tiempo la política ha pasado a ser integralmente biopolítica, se ha podido constituir, en una medida desconocida como política totalitaria.» (Homo sacer, p. 152)

En tal sentido, pareciera atrapado en un fango conceptual del que no puede escapar. Por un lado, Invoca sentimientos humanistas; por el otro levanta un aparato conceptual antihumanista que descalifica a la democracia liberal. 

Todo esto nos conduce a preguntarnos, inspirados en Huxley, si los intelectuales que niegan la pandemia son verdaderamente compasivos, o si más bien son apóstoles de una idolatría apocalíptica donde los seres humanos se deben alinear en pos de proyectos mesiánicos.


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