Un fanático fotografía las placas de los jugadores inscritos en el Salón de la Fama y Museo del Béisbol Nacional de Cooperstown. Fotografía de Jim McIsaac | Getty Images North America | AFP
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En verdad, el béisbol no nació en Cooperstown, pero eso ya no importa. Ahí está el templo de los inmortales y basta con pasear por su calle principal para saber que aunque ahí no nació, es el hogar de adopción donde se le ama y valora como si hubiese sido cierto.
Los historiadores se encargaron de demostrar fehacientemente que en Cooperstown, Nueva York, nunca tuvo lugar el primer juego de béisbol y mucho menos que el general Abner Doubleday haya tenido el tiempo, en plena Guerra de Secesión, de sentarse a organizar las reglas del naciente deporte de los bates y las pelotas.
El mito surgió cuando un honorable vecino del pequeño pueblo aseguró tener la pelota con la que se jugó por primera vez en 1839 y la exhibió en el Country Club de Cooperstown. Pronto comenzó a recibir otros objetos históricos y Ford Frick, entonces presidente de la Liga Nacional, apoyó la idea de la Fundación Clark de edificar allí un museo para al pasatiempo nacional que debía tener un salón dedicado a recordar para siempre a los mejores.
La Fundación Clark, con financiamiento de la empresa de máquinas de coser Singer, inició la construcción del mítico lugar y el 12 de junio de 1939 abrió sus puertas con la inducción de los elegidos entre 1936 y 1939.
El 29 de enero de 1936, la Asociación de Escritores del Béisbol de América y un comité especial decidieron elegir a los primeros habitantes del Salón de la Fama que estaría listo tres años más tarde, en 1939.
La Primera Clase estuvo integrada por: Ty Cobb, Babe Ruth, Honus Wagner, Walter Johnson y Christy Mathewson. Luego los elegidos en 1938: Alexander Cartwright, Pete Alexander y Henry Chadwick; y los de 1939: Eddie Collins, Willie Keeler, George Sisler, Al Spalding, Charles Comiskey, Cap Anson, Buck Ewing, Candy Cummings, Charles Radbourn y Lou Gehrig.
Cooperstown es un destino con el todos sueñan. Nosotros, normales los mortales, podemos llegar sin desvíos guiados por el satélite, pero para quienes son albergados en la galería del Salón de la Fama es un poco más difícil. Deben ser los mejores entre los mejores por mucho tiempo. Deben tener números y hazañas superiores, actuaciones especiales y aportes indiscutibles al béisbol en el terreno, en el dogout, delante de un micrófono o desde una oficina.
A cuatro horas de Manhattan, en el recorrido por la autopista, cuando van apareciendo las señales de ir en la ruta correcta emocionan a quienes aman el béisbol.
Es un lugar precioso. En la calle principal está la hermosa casa que sirve de sede al Museo y Salón de la Fama del Béisbol. Para disfrutarlo en detalle, es necesario disponer de por lo menos 4 horas para recorrer cada sala, ver sus videos, vitrinas, biblioteca, librería, tienda y, por supuesto, el magno espacio de la galería de placas de los hombres inmortales.
Lo mejor es comenzar por el teatrino para llenarse de imágenes inolvidables y sonidos del béisbol.
Después sigue el recorrido sala por sala, conociendo más sobre Babe Ruth, las Ligas Negras o Jackie Robinson; con uniformes y objetos del béisbol femenino, fotografías y reliquias impactantes, como la famosa media manchada de sangre que usó Curt Schilling en la Serie de Campeonato de 2004, cuando los Medias Rojas acabaron con la “maldición del Bambino”.
La sala Viva béisbol está dedicada a nuestra pelota, ligas, figuras y equipos emblemáticos del béisbol en América Latina. Ahí están los zapatos que usó Armando Galarraga el día que un error arbitral le arrebató a él y a la historia oficial un juego perfecto.
Otro espacio se dedica al cine. Son decenas de películas de béisbol, desde sus primeros innings. Incluye todo lo hecho, y destaca el humor y el ingenio de ¿Quién está en primera?, de Abbott y Costello, un clásico que siempre hace reír.
También las artes plásticas, óleos, fotografías y esculturas alucinantes tienen un lugar en el templo.
Al culminar el recorrido por el Museo, está el Salón de la Fama, el sagrado recinto donde habitan los inmortales del juego. En sus paredes de madera se exhiben las placas de todos los promovidos desde 1936, quienes jugaron un gran béisbol, respetables umpires o ejecutivos arriesgados, como Branch Rickie, el hombre que cambió la historia del juego cuando decidió derribar la barrera del racismo contando con Jackie Robinson.
Para los venezolanos es especialmente emocionante ver la placa de Luis Aparicio. Se entiende la dimensión de su aporte, la excelencia de su juego, todo lo que significa haber llegado allí.
Dos esculturas tamaño real de Ted Williams y Babe Ruth, bates en mano, fungen como guardianes.
Y aunque desde el principio del trayecto ya se advierte que el béisbol no se originó allí, irremediablemente hay que celebrar el dato errado, porque nadie puede discutir el acierto de haber edificado el Museo y Salón de la Fama en ese pueblo bellísimo donde el béisbol es una celebración inolvidable.
Como lo dice su lema principal, el Museo Nacional del Béisbol y Salón de la Fama de Cooperstown tiene por objetivo: «Preservar la historia, honrar la excelencia y conectar generaciones».
Misión cumplida.
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Referencias:
Baseball Almanac.
Baseball Hall of Fame.
National Pastime.
Baseball Reference.
Mari Montes
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