Perspectivas

Confinamiento y vida privada

Fotografía de Hector Retamal | AFP

16/01/2021

La Revolución Industrial en Inglaterra (siglo XVIII) trajo cambios para la vida emocional del individuo. A partir de ese momento surge el concepto de propiedad privada y sus consecuencias: la vida privada y la pública. Germina su lenguaje, sus divisiones, en principio prácticas, que luego han favorecido la delimitación del espacio físico y psíquico entre el individuo y el colectivo.

En palabras de la historiadora de Harvard Jill Lapore1, “el ascenso de la privacidad es en sí mismo producto del capitalismo de mercado –siendo la privacidad algo que se compra– e impulsor de la soledad. También lo es el individualismo, por el que también hay que pagar”.

Si nos permitimos ahondar, también pagamos por la individuación, esa evasiva integración del ser humano con su biología, su vida psíquica, su mundo emocional, la cual se hace partícipe de los aspectos sagrados de la existencia, pues esta encontró un hogar en el espacio de la soledad. El pago es, claro, en términos simbólicos; si está en el interés de la persona y si esta sucede, pues a veces por mucho esfuerzo que se haga la individuación es esquiva.

Puede que, a los fines, la propiedad privada sea un artificio. Un bien metafísico creado por la evolución económica, social e histórica de la humanidad –nadie se la lleva a la tumba–. Lo natural es lo gregario, la convivencia. Para decirlo en otros términos, es lo instintivo. En cambio, la vida privada puede que sea la cristalización de una aspiración de la humanidad.

Entre propiedad y vida privada se podría decir que la una se ha transformado en extensión de la otra y viceversa, aunque sean independientes. Causa inquietud que, en las sociedades occidentales, existan estados con concepciones ideológicas y políticas donde la vida privada no es comprensible, y puede ser hasta incompatible con la sociedad comunal.

Si nos atenemos a las leyes de convivencia social, de forma “ética y moral”, a partir del siglo XVIII el hombre tiene derecho a pagar por su propiedad y vida privada, por su individualismo y, más allá, por su individuación, si es que esta sucede.

En un mundo superpoblado, globalizado y tomado por las redes sociales, la vida privada cobra en sí misma un rango simbólico, un espacio psíquico donde el ser humano acude al encuentro consigo mismo. Todo lo que asalte ese bien ganado “con el sudor de la frente” constituye una amenaza.

En los totalitarismos se aísla al individuo expropiando primero los bienes materiales. Así, por extensión, se agarra del cuello a la vida privada. Y es que parece que la propiedad privada confiere seguridad y favorece la ficción de un espacio para la vida privada.

El ciudadano y su privacidad

En las formas psíquicas y estructurales de la vida privada, está la escogencia de las relaciones emocionales con otras personas y el trato y la aproximación emocional que se les confiere, según valores tradiciones y formas culturales.

Es conocido que los totalitarismos tienen como práctica común rebajar las relaciones emocionales a niveles instintivos: las sujetan a la necesidad. Las amistades no se escogen por empatía o aproximaciones, según las maneras culturales; tampoco son fruto del lenguaje, que en el transcurrir del tiempo, han permitido el intercambio entre personas diferentes. La necesidad, por ejemplo, el hambre, o la falta de un insumo básico, se imponen en el orden de las relaciones entre personas. Así, los totalitarismos crean un nuevo orden en lo colectivo y destruyen tradiciones culturales.

En algunos de los tantos totalitarismos conocidos en la historia, se ha tenido como práctica común hacer convivir personas sin vivienda, en habitaciones privadas con sus dueños. El número de personas sin vivienda suele ser mayor al número de propietarios. Se les dice a los “sin vivienda” que es su derecho. Otra práctica es traer comunidades enteras con restricciones económicas, de estructuras culturales distintas, a convivir en barrios de tradiciones opuestas. Así, la mayoría arrasa con la minoría. Así, lo colectivo devasta lo individual y se modifica de un golpe propiedad privada, vida privada, individualidad e intimidad.

La propiedad más privada y las conspiraciones

Los totalitarismos conforman la propiedad más privada. Se rigen por reglas ideológicas propias, imponen formas de conducta, infligen una convivencia que solo les pertenecen a ellos. Lo que se salga de sus reglas es penalizado, incluso con la muerte. El complot es algo que está sucediendo y a la vez no, y es permanente en el tiempo. La conspiración se hace necesaria para mantener la dominación.

En los regímenes totalitarios, el desarrollo de los servicios de inteligencia es formidable. Las policías secretas saben todo o casi todo sobre la vida de los ciudadanos. Por lo tanto, la rendija de lo que no se sabe es un asunto de Estado, no se puede permitir.

Dice Ricardo Piglia2 que “lo que no se sabe en un mundo donde todo se sabe, obliga a buscar la clave escondida que permita descifrar la realidad”. Es así como todo se vuelve sospecha y lo que no se conoce está en la vida privada. Por lo que es mandante violar la intimidad del ciudadano. Se debe saber dónde está el contagio de la conspiración.

Pliglia agrega otra frase: “…ciertas fuerzas ocultas definen el mundo social y el sujeto es un instrumento de esas fuerzas que no comprende… el destino es vivido bajo la forma de una conspiración… es la trama múltiple de la información, las versiones y contraversiones de la vida pública, el lugar visible y denso donde el sujeto lee cotidianamente la cifra de un destino que no alcanza a comprender”.

Es una extraordinaria paradoja en los totalitarismos. Nadie sabe nada. Ni el propio Estado que lo sabe todo. El individuo desconoce cómo actuar. Lo que hoy está dentro de la ley, mañana no. Por eso, el ciudadano debe estar escondido entre las cuatro paredes de su casa, pero “las paredes tienen oídos”: ni así está seguro, porque el gusano de la sospecha de lo que no se sabe está en la descomposición de la intimidad y en la exigencia de una vida en total alerta para el individuo.

Violar la intimidad, incluso de aquellos que están a la cabeza del poder, es el poder. La máquina de destruir vidas es indetenible. Sólo hay que recordar la caída en desgracia de Bo Xilai (2012), importante miembro del Partido Comunista chino. Ejemplarizante, cierto, pero nunca se sabrá cuanto de lo que se le imputó era cierto. Los totalitarismos son así.

Pandemia y totalitarismo

En la pandemia, el mundo ha estado expuesto a un enemigo invisible, ubicuo. No se sabe dónde está, pero existe, enferma y mata. Los investigadores científicos tienen por delante un enemigo difícil y mutante.

La lógica de los contagios es esquiva e indeterminada. El sentido común comienza a perder sentido, abre la puerta al miedo. Lo único seguro, el clavo caliente donde nos colgamos, son los sistemas de información digital, donde no abunda la información veraz. Frederick Kaufman lo reporta en The New Yorker: “En marzo, Facebook calificó como falsas más de cuarenta millones de publicaciones sobre la pandemia, una revelación que fue seguida por las acusaciones del consejo editorial del New York Post3. La infodemia también nos ha contagiado.

Un nuevo lenguaje técnico ha ocupado las mentes de los habitantes del mundo. El miedo ha invadido los hogares. Las autoridades han ordenado cambios en las formas de trato social, incluso entre familiares, aún si esas formas culturales y civiles antes fueron normas de cortesía, pues lo que antes era humano, referencia de buena conducta y señal incluso de empatía, puede ser hoy perjudicial y hostil.

Cada estado, según sus competencias, vigila hasta como nos relacionamos. En algunos países, la ley ha sido ejemplarizante, altas multas, reclusiones forzadas, lenguaje apocalíptico e intimidante.

Un extraño presentimiento ha invadido a los ciudadanos de aquí y allá: la sensación de ser vigilados por un solo ojo omnisciente. En apariencia, ese miedo a ser vigilados, sólo pertenece al hombre occidental, aunque hayan aparecido adoradores del modelo chino de control, con sus cámaras digitales ubicuas que espían el movimiento de los ciudadanos, su estado de salud o cualquier error que comentan.

Se ha constatado en campo, que el terror a morir es el más fuerte dispositivo para lograr la rendición del género humano con todos sus derechos, además de la vida privada.

La enfermedad existe. Se contagia rápidamente y mata. Para conducir un grupo de personas o una nación, muchas de las normas y leyes que rigen el colectivo no son del gusto de todos, pero deben ser seguidas por cada uno, en bien de la comunidad.

En un mundo donde todo se sabe, siempre falta un eslabón por saber. ¿No se deberían proteger, los derechos humanos ganados a pulso por la humanidad? Los conspiranoicos piensan que un grupo de personas, a conveniencia, con ingentes cantidades de dinero, han determinado la ley que todos debemos cumplir y cómo nos debemos tratar en intimidad, y anuncian la inoculación de un chip de control individual, así como desgracias derivadas del 5G.

Todo cambio radical en una sociedad, así sea para su bien, es en cierta manera iconoclasta con las formas que le precedieron. Tal parece que la psique tiene una extraordinaria predisposición al interés por lo oculto, y el complot de lo totalitario está en nuestro ADN; por eso se le teme.

La vida privada existe desde que el hombre adquirió consciencia de sí mismo, de lo que dice, de lo que hace o puede hacer, y el espacio del silencio ha sido suficiente para albergar la intimidad.

Al articularse la propiedad privada a la vida privada, la última adquirió un espacio físico y el amparo de la soledad. “Es estando en soledad cuando podemos pensar en las cosas que de verdad nos conciernen”4, y esto, desde luego, es diferente a la angustia del aislamiento.

Esa flor de un milenio, que nació de la unión de la propiedad privada y la intimidad de la soledad, por allá en el siglo XVIII, podría estar por marchitarse. Cada vez será más difícil disfrutar de su belleza. La proliferación de la vida virtual ha sido su desierto.

Otra enigmática frase de Piglia resuena: “La paranoia antes de volverse clínica, es una salida a la crisis del sentido”. Si se pierde la protección que la vida privada otorga a la intimidad, puede que la civilidad se extravíe y aparezcan rasgos primordiales de la vida psíquica que habita en todos nosotros.

Si se amenaza el lugar de lo íntimo, donde lo monstruoso de la naturaleza humana tiene su albergue, donde nuestras indecencias nos inspiran, ese nicho donde los aspectos menos evolucionados de nuestra psique están a resguardo, tienen su límite y se procesan antes de expresarse en la personalidad, puede haber una regresión y la psique ocupar la huella dejada por su evolución.

Todos hemos visto en algún centro urbano a alguien sin salud mental defecar en la vía pública. Para esa persona, lo único íntimo y privado es su psicosis. Todo totalitarismo sabe que, al tocar la intimidad de aquellos bajo su dominio, debilita su estructura mental y, bajo su influencia, la consciencia de cada quien deja de ser segura. Se desvanecen los límites entre el mundo interior y el exterior. El ciudadano comienza a dudar si por una grieta de su silencio o en sus actos desprevenidos ha dejado escapar detalles de su vida privada.

Eso que antes era íntimo, puede pasar al dominio público y volverse una amenaza. El ciudadano se debe proteger más, estar más alerta. Ya el estado de conciencia no es fiable y da lugar a la crisis del sentido. Todo lo de afuera comienza a cobrar un significado inusitado. Una narrativa persecutoria, estructurada, se dirige a descubrir nuestros secretos. Todo se torna sospechoso y, cada persona, deviene en potencial enemigo. Al final, en cualquier incidente banal encontramos la clave de aquello que termina persiguiéndonos y culpándonos.

¿Con qué puerta nos hemos topado? Quizás, al hacernos la pregunta en estos momentos de pandemia, cuando se advierte un cerco a la vida privada, en el rincón más secreto de nuestro mundo interior puede aparecer un lado conspiranoico.

***

1. The New Yorker. March 30, 2020. Jill Lepore: The History of Loneliness.

2. Ricardo Piglia.2015. Antología Barcelona: Editorial Anagrama, S.A.

3. The New Yorker. May 13, 2020. Frederick Kaufman: Pandemics go hand in hand with Conspiracy Theories.

4. Cesare Pavese. 2013. Antes de que cante El Gallo. La Cárcel. Valencia: Editorial Pre-Textos.


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