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“Comprensión de la tierra”. Mariano Picón Salas y el pensamiento venezolano
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Enero es mes de volver a Picón Salas. Un 26 de enero, despuntando el siglo XX, nació en una Mérida que ya poco tiene que ver con esto que tenemos, y un 1º de enero partió, en una Caracas también muy distinta de ésta. De modo que, si cada momento de reflexión venezolana es propio para evocarlo, es por estos días que el recuerdo de don Mariano se nos hace más presente.
Hace pocos días leí en un artículo de prensa una explicación de “por qué el cielo de Caracas es tan bonito en enero”. El artículo explicaba que en enero la luz del sol cae perpendicularmente sobre las zonas tropicales. Por eso el cielo es tan azul y los días tan luminosos, en realidad no solo en Caracas, sino en toda Venezuela, y en general en los países tropicales. En el caso de Mérida, enero es tiempo frío, seco y radiante, cuando ya se han ido las lluvias de noviembre y las altas montañas aún lucen todo su verdor bajo un cielo azul profundo e iluminado. A menudo pienso cómo pudo ser la Mérida en que nació Picón Salas, la ciudad estrecha y recoleta de treinta calles y ocho avenidas cortada por dos barrancos, especie de paraíso cerrado entre altísimas murallas de piedra. No deja de sorprenderme cómo de este pueblo grande de cuatro parroquias, que es la Mérida de comienzos del XX, salieron generaciones de hombres tan enraizados en su entorno (“merideños entrañables”, dijo don Mariano), a la vez que tan abiertos al mundo y comprometidos con su país. Picón Salas será ícono de una estirpe, pero en verdad fueron muchos como él, al punto de que no puede explicarse la construcción del siglo XX venezolano sin hablar de Mérida. La respuesta a este milagro se resume en una sola palabra: la Universidad.
En el año 49 se afianzaba en Venezuela la Junta Militar encabezada por Carlos Delgado Chalbaud, perpetrado el golpe contra Gallegos de noviembre del año anterior. Picón Salas, que se había desempeñado como embajador del gobierno democrático en Bogotá, renuncia a su cargo y en febrero viaja a México, aceptando una invitación de su amigo Alfonso Reyes para impartir clases en el prestigioso Colegio de México, en realidad iniciando un exilio voluntario. A mediados de año el Ministerio de Educación venezolano publica su Comprensión de Venezuela, en palabras de Gregory Zambrano (Mariano Picón Salas, 2008) “uno de sus libros más optimistas”, seguramente por haber sido escrito al entusiasmo de la brevísima primavera democrática.
Uno de los más brillantes ensayos de los que componen ese libro, sin duda el más agudo y profundo, se llama “Proceso del pensamiento venezolano”. Allí Picón Salas pasa revista a los principales pensadores que se dedicaron a reflexionar sobre el país y los nombra sin cortapisas: Gual, Fermín Toro, Valentín Espinal, Juan Vicente González, Cecilio Acosta. Ellos representan “la previsión, la prudencia, la búsqueda de un pensamiento nacional afincado en la realidad de nuestra existencia histórica y servidor de ella”. Don Mariano no duda en considerar a estos pensadores como una de las “dos grandes generaciones que ha conocido hasta hoy la historia de Venezuela”, equiparándola a la del “puñado de audaces que realizaron la Independencia”.
Ya el título del ensayo introduce una palabra llamativa y novedosa que invita a contemplar el devenir del pensamiento y las humanidades en nuestro país desde una óptica distinta: proceso. En un país acostumbrado, todavía hoy, a contemplar su historia, también su historia cultural, como una serie de episodios inconexos y por tanto inexplicables, la noción de proceso introduce una concepción totalmente nueva y, en el mejor de los sentidos, revolucionaria. Pues sí: la historia, y mucho más la historia de la cultura, es un proceso.
El relato de este proceso tampoco es de menor interés. El pensamiento venezolano está representado por aquellos que “supieron ver como pocos y teniendo la esperanza de mejorarla, la oscura y tumultuosa verdad autóctona”. Éstos, mayoritariamente, desarrollaron su pensamiento en la aurora del país, antes –o durante, como en el caso de Cecilio Acosta- de que surgiera la era de los “caudillos únicos” y de los “césares democráticos”. No es que en dictadura no hubiese intelectuales, sino que entonces su labor no pasó de ser la de “coleccionistas de adjetivos, optimistas y alabadores profesionales”. Don Mariano no se corta a la hora de desmontar, no sin ironía, el mito guzmancista:
El atraso cultural iba de la mano con el atraso económico y explica también la violencia inaudita de aquellas horas de historia nacional. Ante las masas nuevas y bárbaras que había aflorado la guerra de Federación, un hombre como Guzmán Blanco llega a asustarse y tiene una gran idea: multiplicar las escuelas, crear la educación primaria obligatoria. Esta idea guzmancista, como todas las suyas, apenas roza la superficie del problema. Indudablemente hay más escuelas en 1884 que las que se hicieron en el tiempo de los godos. Pero estas escuelas sin maestros (…) no se traducen en cambio moral o económico provechoso para el medio rural. No mejoran la producción, ni las formas de convivencia familiar, ni la comprensión cívica de la patria. Por lo demás, el esfuerzo ocasional de Guzmán Blanco no tiene continuidad bajo los “césares” posteriores.
Los del Benemérito serán tiempos también “de soneto y de la sociología al servicio del césar”. Picón Salas dedica un párrafo a “los ensayos del doctor Arcaya, que ha hecho un trasplante tropical de las ideas europeas (…) que tienden a producir este conformismo o renunciación del hombre hacia su medio”. Menos podrá ignorar “los trabajos de Vallenilla Lanz. Este alegato apasionado, habilidosísimo, que él formula en pro del cesarismo criollo, se quebranta por su base”. El diagnóstico es fulminante: “ante las desgracias del país y el empirismo y la rutina bárbara que se suceden bajo la forma de malos gobiernos, la inteligencia nacional suele reaccionar conformista o pesimistamente”. Hubo, sí, escritores y pensadores en disonancia con el halago fácil. Don Mariano no deja de recordar la personalidad avanzada y rompedora de Lisandro Alvarado. Están otros que “han escrito páginas que cuentan entre lo más duradero de la prosa venezolana”: Gil Fortoul, Zumeta, Díaz Rodríguez, Coll, Urbaneja Achelpohl. También están los que partieron al extranjero, como Morantes, Fombona y Pocaterra. Pero en general, los resultados son decepcionantes. En “la alabanza fácil y la conformidad ante un estado social desventurado (…) se olvidó aquel pensamiento constructivo que tuvo la generación de la Independencia y que fue el mensaje intelectual de un Fermín Toro o un Cecilio Acosta”. Como siempre, será la literatura la que dé las respuestas que solo tiempo después atinará a formular la reflexión: “Desde un punto de vista puramente literario, es Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, la más significativa obra de ficción producida al final de la época gomecista. Es el libro en que mejor cabe, hecho símbolo, la tragedia civil que sufría Venezuela”.
El diagnóstico no puede ser, lo dijimos, más desolador: “Venezuela no solo ha devorado vidas humanas en las guerras civiles, en el azar sin orden de una vida violenta, en convulsionado devenir, sino también marchitó –antes de que fructificaran bien- grandes inteligencias”. Sin embargo, como advirtió Gregory Zambrano, se trata de un ensayo optimista. Lo cierra una invitación a construir sobre las ruinas: “una tan larga experiencia de males nos da acaso, por contraste, la posibilidad de cambiar”. Concluida la larga dictadura de Gómez y la década del postgomecismo, se abría la posibilidad de un reencuentro con las ideas fundadoras, con la reflexión constructiva: “La inteligencia, no como adorno y objeto inútil, como evasión y nostalgia, sino como comprensión y revelación de la tierra”.
Ensayo profundo a la vez que clarividente, nos habla de la estrecha dependencia existente entre política y cultura, cuán cerca están la violencia y la tiranía de la barbarie y el atraso, cuán fácil se puede perder el futuro cuando ya se ha perdido la memoria. El acaso quiso que mirando hacia atrás pudiera sin embargo proyectarse y alertarnos sobre el negro futuro que don Mariano ignoraba y tal vez presentía. Fue ese el signo de su obra: comprender para advertir. Quizás porque se trata de los mismos males endémicos de nuestra historia, la misma tragedia recurrente que no terminamos de superar.
Mariano Nava Contreras
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