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Hoy 19 de octubre el poeta venezolano Eugenio Montejo cumpliría 80 años. Con este motivo reproducimos para los lectores de Prodavinci un texto de Oscar Marcano publicado originalmente el 5 de junio de 2013 cuando el poeta cumplía cinco años de fallecido.
Eugenio Montejo era un amante de las formas. Cuidadoso. Ajeno a disonancias. Generoso y sencillo. Pese a ser uno de los grandes de la lengua, su humildad lo acercaba al hombre común y este rasgo lo hacía aún más grande.
De su obra mucho se ha escrito y mucho se escribirá. Por su hondura, su fineza en el lenguaje, por su sagacidad y horizontes meditativos, pero sobre todo por ese don tan suyo de sacralizar.
Sus observaciones conmovían. No hubo día en que no llegara con una imagen, un pensamiento o una breve historia. Y es que, como buen noctámbulo, todo cuanto llenaba sus alforjas tenía en él resonancia. De pronto sacaba su libretita, leía un apunte y, con infinita tersura, algo hasta entonces arrinconado, se desperezaba en nosotros.
Una sola vez lo vi descompuesto. Fue una tarde bebiendo café. En la mesa de al lado, una joven se reía de un modo estridente. Se diría que grosero. Tanto, que nos incomodaba. Eugenio debió interrumpir varias veces lo que decía. La última vez volteó hacia ella, pero la chica, ajena por completo a modales y comedimientos, no se dio por enterada. Resignado, el colígrafo susurró casi para sí: «Pobre, Dios no le dio la gracia de la risa».
Nunca olvidaré su recato («En un viejo país desabrochado, yo iba de puerta en puerta mendigando la forma»*), el cual, era para mí el portentoso influjo de Aidós en el poeta. Su pudor y delicadeza me confirmaban y se lo dije, el ascendente de la deidad en él.
Dice el Hipólito de Eurípides que «en la vega intocada, donde el pastor no se atreve a apacentar el rebaño, donde nunca irrumpió el hierro filoso, por donde solo pasa la abeja en su vuelo primaveral, ahí reina Aidós vertiendo el rocío del elemento puro».
La gran experiencia con él fue la creación de Escribas, la cátedra que, junto a Adriano González León, fundáramos para estimular la apreciación literaria y la labor de los jóvenes escritores. Durante los almuerzos disfrutamos de su verbo y de sus experiencias en su amada Lisboa, en Buenos Aires, Ciudad de México y París, ciudad que no se le dio.
Allí nos narró sus contentos y desencuentros. Fueron dos años gozosos hasta que partió Adriano en enero, al reencuentro de su niebla. Luego le siguió él, a vertebrarse en Manoa. Ambos, del modo más infausto: cuando más los necesitábamos.
Si es cierto que la palabra refunda, es con Eugenio Montejo. De la hoja seca al banco de plaza, del bahareque al canto de las cigarras. Sus interlocutores, los árboles. Sus consentidos, los pájaros. Su bienamada, la muerte.
Al saber que nos mudábamos para una casa, nos regaló un arbolito. «Tú pasa en el carro y yo te lo bajo», me dijo. «Es un joven cotoperí que duerme en el balcón». En efecto, el pequeño bulto podía verse desde abajo. «Haz que lleve mucho sol», me indicó. «Riégalo bien. Después lo plantamos tomándonos un lindo vino».
Jamás completamos el protocolo. Se cruzó el destino. Pero su crío sigue a salvo, aguardando el día. Eugenio se fue y jamás quiso que supiéramos que se iba. Se marchó como vivió. Sin hacer ruido. En puntillas.
*
*La frase se la confió Eugenio al poeta sevillano, Francisco José Cruz. Lo hizo en Caracas —escribió Cruz— meses antes de ponerse enfermo: «Se trata de un apunte, aún inédito, ya no recuerdo si de él mismo o de Blas Coll»
Oscar Marcano
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