Chester Himes: El absurdo de mi vida

24/05/2020

Retrato del novelista Chester Himes en 1979 | AFP

Uno de los aspectos más extraordinarios cuando se penetra en lo más oscuro de la serie noir, es el ciclo de novelas Harlem Detective del escritor negro Chester Himes, quien introdujo, por primera vez, el racismo con mayúsculas en el género. 

Nueve libros sofocantes cuya publicación coincide con la heroica lucha por extender el acceso pleno a los derechos civiles y la igualdad ante la ley de los ciudadanos negros en Estados Unidos, y que usualmente se sitúa en el periodo que comienza en 1955, con el boicot de autobuses de Montgomery y termina en el 68, con el asesinato de Martin Luther King.  

Ciclo que comprende las historias protagonizadas por sus singulares detectives negros, Ed “Ataúd” Johnson y “Sepulturero” Jones, y transgreden todos los esquemas para colocar ante los ojos del lector una amarga y violenta comedia segregacionista del absurdo. 

Que nace en Francia.

La cualidad del dolor

Chester Himes nació en Jefferson City, Missouri, en 1909, frente al Instituto Lincoln, donde su padre era profesor. A los diecinueve años de edad fue condenado a veinte años de prisión, por atraco a mano armada. Y en su celda se inspiró en la obra de Dashiell Hammett para comenzar a escribir unos relatos que, cuando cumple los veintisiete —y recibe la libertad condicional—, aparecían publicados en las revistas negras y en la sacrosanta y blanca Esquire. 

Sí, la misma de Hemingway y Scott Fitzgerald. 

Unos relatos con un lenguaje incisivo y quemante que exprimían los entresijos del corazón roto, y reflejaban una profunda exploración de los temas más crueles de raza y su dignidad, que Himes exploró (reconoció) a lo largo de su vida, y psíquicamente lo lastimarían hasta su muerte.

Es por eso que abismarse en sus dos libros autobiográficos —La cualidad del sufrimiento y El absurdo de mi vida, escritos a los sesenta, poco antes de morir en Mallorca a orillas del Mediterráneo—, es asistir no únicamente a la indagación más recóndita del alma de su raza, sino también a la armazón de una bomba de relojería permanentemente a punto de estallar. 

Como recordaba el poeta estadounidense Ishmael Reed, cuando Himes había cumplido los 19 años, había sufrido más desgracias que las que la mayoría de las personas experimentan durante toda su vida. 

Y las experimentó en todos los sentidos. Incluso cuando luchó por medio de la literatura. Nunca supo, como él mismo reflexionaría, si a causa de ser él un degenerado expresidiario que rehusaba llevar el habito de la penitencia, por por ser un negro que no aceptaba el problema de los suyos como propio, por no conformarse con la existencia preestablecida para los de su raza, o por ser —y ésta será una de sus claves narrativas— un hombre de color al que le daban lástima las mujeres blancas.

Dos tomos autobiográficos de pura pasión, escritos con sincera minuciosidad, al mismo tiempo despojados del romanticismo de la vida artística los expatriados, en los que abunda la indignación, la soledad y la frivolidad. A diferencia de Hemingway y compañía, Himes llegó a París indigente, enfermo de amargura, y como escribió, necesitado desesperadamente de mujeres, «no solo por sexo sino por seguridad; para ayudarme a controlar mi temperamento, a restaurar mi ego y asegurarme que no estaba solo”. 

Como comentaba Al Young, a diferencia de James Baldwin, que diseñaba con el cerebro sus perfiles raciales, Himes lo hace con las vísceras. Y al igual que en El fin de un primitivo, en toda su obra se reitera su obsesionada búsqueda de un significado en las relaciones interraciales; relaciones que sacan a flote la violencia racial y física a que se hallan encadenadas ambas razas. Tanto así, que no se inmuta en dar detalles de sus relaciones sexuales. Tras una vehemente escena de amor con Marlene —una alemana a la que doblaba en edad—, Himes se sienta ante la máquina de escribir y redacta: “Lo que importa ahora es seguir pensando en lo impensable y escribir lo impublicable, a ver si rompo de una vez esta jodida barrera racial que nos sofoca a los negros”. 

Y en una de sus visitas a Nueva York, donde lo aguardaba Alva, su antigua amante, le hace el amor hasta desecarse. “Yo mismo me sorprendía de que el sexo y la literatura fueran mis dos obsesiones: la literatura era mi profesión, mi ambición, mi meta y mi salvación; y el sexo era mi espada y mi escudo contra las heridas y frustraciones de la primera. Aquello resultaba puro masoquismo”. 

Al parecer, Himes necesitaba del sexo para controlar su carácter. También necesitó a las mujeres para restaurar su propio ego, buscando en ellas consuelo, permanencia, aliento, una reafirmación de que no se hallaba solo. Hasta que conoció a Lesley Packard. 

Su segunda y última esposa. 

Casi al final de su vida.

Hasta entonces, Himes describió con pelos y señales sus intimidades con todas las mujeres que conoció. A partir de entonces interrumpe para siempre sus efusiones y se limita a darles un trato leve y respetuoso. Es más, algunos notan la mano de Lesley en la redacción de ciertos pasajes de My Life of Absurdity

Pero en verdad Himes no recibió nada cercano al reconocimiento hasta que tuvo más de cincuenta años. Y eso, como dijimos, fuera de Estados Unidos, en Francia, donde había ido a dar autoexiliado, y donde se aventuró en la creación de su fabuloso “Harlem Cycle”.

Un ciclo del que el gran amante de la novela negra Manuel Caballero, con su saludable sentido del humor característico exclamaría, que “solo los franceses pudieron tener la desfachatez, el esnobismo y la inteligencia para sacar esta nueva picaresca del arroyo, ponerla bajo la dirección de Marcel Duhamel, cuyo apellido podría hacerlo confundir con un académico, y calzarla con el prestigioso pie de página de la Nouvelle Revue Française, la endiablada NRF de Gastón Gallimard”.

Una existencia abarrotada de giros repentinos, contradicciones, incertidumbre, violencia rancia, como su ficción llena de centros oscuros en el corazón de la luz. Como si toda su experiencia se redujera en un único stock oscuro y rico. Y en la que este expresidiario está atrapado por tantas tensiones dentro de él, que solo una colosal fuerza centrípeta impide que vuele en pedazos, compelido a recrear un nuevo y el mismo mundo siempre. 

El racismo en la casa

Es un hecho que las diferencias y el fuerte choque entre su padre de piel negra oscura y su madre, ochavona de piel más clara, separó a la familia. Y parecen haber dejado en su tejido emocional más cicatrices incluso que su condena en prisión, su primer matrimonio fallido, o los trabajos serviles que se vio obligado a realizar después de haberse establecido como autor. 

Estelle Bomar era una bella mujer mestiza de blanco y cuarterona, de ojos avellana y cabello castaño oscuro. Descendía por el lado de la madre de una esclava india, que Himes recuerda como la litografía de una squaw india vieja y arrugada fumando en pipa. “Como sacada de una película de Hollywood”. Y del lado del padre, de un abuelo alto, rubio, confederado, que por un lado era su amo y por el otro medio hermano. Estelle aseguraba muy orgullosa que era descendiente directo de una familia noble inglesa.

La mayoría de los castigos y regaños que sufrirían Chester y sus hermanos, Edward el mayor y Joseph el menor, obedecieron al deseo de que se comportasen “como corresponde a nuestra herencia”, de acuerdo a Estelle. Amén de mandarlos a apretarse el puente de la nariz para que no les quedara chata.

Rigor y absurdo, pero sí: disciplina racista.

El profesor Joseph Sandy Himes, por el contrario, era un negro bajito con las piernas arqueadas, el cráneo perfectamente elipsoidal, y el rostro arábigo coronado por una nariz grande y curvada, cuyo abuelo por parte de padre había sido un esclavo herrero de un judío probablemente llamado Heinz, cuyo nombre tomó cuando fue liberado. Y por eso se llamaría Himes, y nunca supo su nombre. 

Únicamente que había sido comprado fuera del bloque de esclavos, y entrenado como herrero por el amo en la plantación; de donde al final de la guerra civil se escapó, después de una pelea con el capataz, a quien seguramente agredió, y quizá mató, abandonando su primera familia.

Según James Sallis —uno de los mejores autores de novela negra, devoto de Himes—, Mary la segunda esposa de este abuelo sin nombre le dio cinco hijos antes de morir, de los que el gentil Joseph Sandy sería el hijo del medio, y quien con un esfuerzo inaudito, a los catorce años, cuando Mary muere, además de trabajar en una variedad de oficios, pasa por el Clatiin College de Carolina del Sur y asiste al Boston Mechanical Institute. 

Era un buen herrero y carpintero. Hacía carruajes, carretas, joyas, lamparas, platos de oro y plata. Fue un artista de la fragua y el yunque. Un hombre entero que enseñó herrería y manejo de ruedas en las universidades negras en todo el sur, antes de que la familia migrara a Cleveland. Y es casi seguro que fue esa ambición de Joseph, lo que atrajo a Estelle hacia él. 

En todo lo demás eran diametralmente antagónicos. 

Himes hablaba de la mentalidad de esclavo de su padre, quien para su disgusto aceptaba la premisa de que los blancos sabían más que él. Mientras que Estelle odiaba toda clase de condescendencias de los blancos. No obstante, admiraba en Joseph su consagración al ascenso propio y el de su propia familia, a través del trabajo duro y una excepcional voluntad. 

Aunque siempre pensó que su matrimonio había estado por debajo de su nivel. Creía que las universidades negras eran degradantes, por lo que, maestra como Joseph, se encargó personalmente de educar a sus hijos en casa. Consideraba que las circunstancias estaban deteniendo su avance, sobre todo por la falta de arrojo de Joseph por igualar el suyo. Y hubiera podido hacerle concesiones, decía Himes, si su padre hubiera sido un hombre de mayor éxito propio. 

Esa falla tectónica se fue ampliando cada vez más, hasta que fue configurando un infierno doméstico donde dominó la ansiedad, la incertidumbre y finalmente la depresión. Una y otra vez se peleaban sin cesar, al tiempo que Chester y sus hermanos miraban con gemidos y temblores de terror.

“—Quiero que mis hijos se parezcan a mí —murmuraba él.

—¿Para qué? —respondía ella— ¿Para que puedan crecer discapacitados y despreciados?

—¡Despreciados! —su rostro adquirió una mirada débil— ¿Qué quieres decir con despreciados? ¿Supongo que crees que soy discapacitado y despreciado?

—¿No es así? —la pregunta lo sobresaltó— ¿No puedes ver?… Quiero que los niños lo tengan mejor, no solo que sean unas cosas vulgares.

¡Pickaninnies! —cortó él, irreflexivo, con aquel término racista caricaturesco de los niños negros, y agregar: 

—¡Eso es mejor que solo ser restos de un hombre blanco!

Ella se puso blanca de furia. Era la segunda vez que arrastraba a sus padres, pero esta vez fue mas doloroso porque estaban muertos y ella veneraba su memoria.

En respuesta dijo con voz contundente:

—¡No amarías nada mejor que hacer que mis hijos sean tan bajos y vulgares como tú!”

Con los años, renunciando a las expectativas que había tenido con su propio padre, Estelle parece haberlas transferido a Chester. Y Joseph comenzó a desvanecerse fulminado.

Es difícil evaluar —escribe Sallis— en qué medida la derrota de Joseph surge de dentro de él más por su falta de voluntad que de su limitada experiencia y mansa actitud como hombre negro mínimamente educado en una sociedad blanca, o del orgullo y capricho de la esposa. 

The “Black Bourgeoisie”

Cada vez que Estelle dice a sus hijos: “Mira lo lejos que hemos llegado con nuestra sangre y reproducción superiores”, replica la misma letanía que en casi todas las familias de la reciente burguesía negra de fines de los 20, penetrada por ideales burgueses blancos. Años después, Himes diría de sus compatriotas negros que “la cara puede ser de África, pero el corazón tiene el latido de Wall Street”. 

Mucho se ha escrito del alto precio que tuvo y tiene que pagar la clase media negra estadounidense por salir de la oscuridad económica y política: segregación, frustración por no poder asimilarse a la sociedad blanca. E. Franklin Frazier en Black Bourgeoisie destaca la poderosa energía que une a los tenaces y emprendedora negros, y cómo ese pegamento finalmente puede adherirse a sus hijos. 

Y parte de la enorme fuerza como artista de Himes—lo que lo separó aún más del resto de los escritores negros de su época, como Wright o Baldwin, dice Frazier—, fue la forma en que trató de catapultarse a sí mismo desde ese enigmático arcano particular”.

De ahí la polémica ambivalencia existencial y literaria del autor de Si grita, suéltalo, quien jamás escribió con reverencia sobre su clase y no glorificó a los negros como perdedores o perseguidos. Por el contrario, pintó de ellos una imagen desordenada y a menudo fea, pero que estaba iluminada desde adentro por su propio sentido de la verdad.

A Himes no le interesaba la protesta social, puesto que toda protesta implica cierta esperanza de reforma, y la escena americana le parecía irredimible. En palabras de Edward Margolies, el acento de la obra recae sobre las consecuencias de una civilización deformada y enferma. Que Himes reitera, según el autor, en su obsesionante búsqueda de un significado en las relaciones interraciales, relaciones que sacan a flote la violencia racial y física a que se hallan encadenadas ambas razas

El accidente del pequeño Joseph

A los once años, en una demostración de química, a su hermanito Joe, tras mezclar nitrato potasio con sílice, le estalla el mortero en la cara. Todavía, medio siglo después, Himes recordaría aquel momento de su infancia como el más “espantoso, dramático y terrible”. 

Entran por la puerta de emergencias de un hospital para blancos. Su padre había comprado un Studebaker de segunda mano en Memphis durante el ultimo año de la guerra, con lo que se había convertido en el único negro con vehículo de su región de Mississippi —Himes confesaba que aún, fuera donde fuera, encontraba a blancos que odiaban a un negro porque tenían un carro grande y caro—. Pero el caso es que cuando llegan al hospital aparecen asistentes y doctores todos de blanco. 

El episodio sería decisivo. 

“Recuerdo que estaba sentado en el asiento de atrás, mientras Joe contemplaba la pantomima que se le brindaba a la luz de los faros del coche. Un hombre blanco se negaba a algo. Mi padre suplicaba. Abatido, mi padre se dio la vuelta. Lloraba como un niño. Mi madre revolvía en su bolso buscando un pañuelo. Yo desee que fuese una pistola. Joe estaba extrañamente callado. Lo llevamos al hospital para negros. Ninguno de los que estaban allí sabía exactamente qué hacer. Finalmente, le pusieron un vendaje en la cara y sobre los ojos y lo metieron en una cama. No quedó desfigurado pero sí ciego”. 

Desde entonces el profesor Himes trabajaría aun más duro, reubicándose continuamente donde hubiese alguna posibilidad de avance profesional. Y cuando Chester se gradúa en East High School, en Cleveland, donde se han establecido, los Himes han vivido en Alcorn, Mississippi, St. Louis, Missouri, y Pine Bluff, Arkansas con una escala en Augusta, Georgia. Con el tiempo se desprenderían algunas capas de piel muerta de los ojos de Joe. Quien haciendo gala de un gran esfuerzo de superación, se convertiría en un sociólogo de prestigio internacional y profesor en el North Caroline College de Durham.

Caída libre

Los años en Cleveland son funestos. Marcados por una especie de tragedia. En 1926, después de graduarse en la secundaria, Chester encuentra trabajo como ayudante de camarero en el Wade Park Manor, hotel donde ocurre el famoso accidente de su caída. Al parecer estaba coqueteando con dos chicas blancas del trabajo (siempre tendría mucha suerte con ellas), cuando, no se sabe por qué, se cayó por el hueco abierto del ascensor de servicio de una altura de cuarenta pies. 

Se aplastó las tres ultimas vértebras y los dos huesos del brazo izquierdo. Se rompió la mandíbula y se hizo añicos los dientes. Por lo que durante un tiempo llevará un arnés de cuero con soportes de acero inoxidable. 

La Comisión Industrial de Ohio le otorga un estipendio por discapacidad, y el hotel promete seguir pagándole el sueldo pero si renuncia a reclamar y demandar, con lo que Joseph Sandy está de acuerdo.

Estelle se enfurece. Odia todo tipo de paternalismo de los blancos hacia los negros, y odia a los negros que lo aceptan. Llama a su esposo “apocado y lameculos”. La situación se enrarece. Sin embargo, la cosa pasa. Pero Chester se matricula en la Universidad Estatal de Ohio, y se alegra de que llegue septiembre para largarse.

Rinde un examen para determinar su coeficiente intelectual, y saca el cuarto mejor coeficiente de todos los que entran ese año. Está orgulloso. Pero los estudiantes negros no pueden dormir en los colegios mayores de la universidad, y en todas las residencias del interior del campus se les niega la entrada. Lo más que puede conseguir cualquier estudiante de color es entrar allí como camarero o lavaplatos. No obstante, este joven Himes de clase media no se inmuta, y va y se compra un abrigo de piel mapache de trescientos dólares, un traje, una pipa de cañón largo, y un Ford T Roadster. 

Y se convierte en un colegial. 

Debido a sus lesiones está exento de las obligatorias clases de gimnasia, y los carajitos veteranos blancos de la clase —que son quienes se encargan de hacer cumplir las reglas— no saben que es novato y no lo sacuden a trompadas en el bautizo porque nunca llevará el uniforme. Por otra parte, tiene suerte con las bellas negritas de la pensión donde alquila.

A las hermandades de estudiantes de la universidad, Kappa y Delta, solo entran las chicas con clase y de piel blanca, y los blancos manejan todas las funciones sociales de los negros, y las fiestas. Según sus memorias, Chester insinúa con cierta jactancia, que con su Roadster y su abrigo de mapache hubiera podido habérselas levantado a todas de calle. Pero lo mata un complejo de inferioridad. Se siente tímido en su compañía. 

Prefiere mujeres más adultas y sin prejuicios. Y se cierra. Se aísla. Y a aquella caída por la boca del ascensor en el el Wade Park Manor ahora le seguirá otra existencial. Entra en una profunda depresión. No le va nada bien en los estudios y desarrolla una actitud negativa. Quiere que lo echen, pero por alguna razón no lo hacen, mientras se prepara para volver a Cleveland en Navidad.

Para entones —cuenta en La cualidad del sufrimiento— estaba cansado de la Ohio State University y su política de discriminación, harto de su paternalismo —“avergonzado de mí mismo por mi afición a las prostitutas, mi renuncia instintiva a la intimidad, y mis impulsos esquizofrénicos por llamar la atención y pasar desapercibido al mismo tiempo”. 

Fue mucho más tarde cuando comprendió que simplemente no había aceptado su status de “negro. Y algo termina de romperse dentro de él. Frecuenta los músicos de la calle Warren, que pasa a través del peor de los suburbios negros donde hay tantos asesinatos entre hermanos que la llaman “calle Birmania”. En los cines del centro de Columbus hay una gran discriminación racial. No se admiten negros o bien se les confina al gallinero. No se les sirve comida en ningún restaurante blanco. 

La realidad es irracional, contradictoria, nociva. Pocas veces habla con blancos. Siempre le miran y él por su parte los ignora. No los odia aún. No pueden rechazarle más de lo que él los rechaza a ellos. 

Se embriaga de entusiasmo con las esbeltas negras de los musicales, de Running Wild, Josephine Baker y Ethel Waters. Las navidades son un desastre. Sus padres se pelean continuamente. Joe se escapa con los amigos. 

Su hermano Eddie hace años que no está.

La calle 55 y la cárcel

En la calle 55 se encuentra el Cabaret de Elks. Los Cotton Pickers de Bud Jenkins tocan allí. Chester no puede desprenderse del solo que hace un trompetista en Bugle Blues, que conmociona y enloquece a las negras que se suben a las mesas, se desvisten. Para él enseñan sus piernas largas como cuando eran vendidas como esclavas. Era fácil hacerse con una mujer negra y convertirla en una ardorosa amante. 

Las criadas son las mas fáciles. Las putas de buen ver las mas difíciles. “Me gustaba el brillo aterciopelado de su piel. Me gustaba el cojín de su vello púbico”, escribe. Le gustan porque él les gusta. Y prácticamente todas las noches durante las vacaciones sube embriagado con alguna al hotel Majestic. Estelle está furiosa. Su padre, cansado y derrotado, le defiende. Chester se alegra de marcharse y volver a la universidad. 

Pero está harto. Hastiado de las limitaciones de los estudiantes negros. Se supone que no debería estarlo. Él es uno de los elegidos. Tiene la mezcla de piel negra lo bastante clara para ser aceptable en un varón, es de “buena familia”, y posee los signos externos de la riqueza: piel de mapache, ropas de corte inglés, un automóvil, fuma en pipa. Pero aun así rechaza las distinciones que se hacen en clase basadas en el color y la cantidad de sangre blanca que corre por sus venas.

En los alrededores de la Calle 55 están los autos, la ropa, el juego, y un yo imprudente es atraído por el brillo de la vida baja, de los proxenetas negros y las puntas de los cigarrillos manchadas del lápiz labial de las chicas blancas que trabajaban para ellos. 

Scovill Avenue es la calle de tugurios más degradada que jamás haya visto. La mayoría de las prostitutas negras en Scovill han pasado la treintena, son vulgares, con cicatrices, tontas, enfermas y afectadas por la pobreza. Y “los niñatos blancos y los inmigrantes, los hunkies (inmigrante de ascendencia eslava o húngara con poca preparación para trabajar), son los imbéciles que acuden por este tipo de mujer”, escribe. 

Lo expulsan de la universidad.

La atmósfera de casa es deprimente. “Los recuerdos de mí mismo eran deprimentes”. Su amigo Ramsey le lleva a ver a su pana Bunch Boy, un viejo de mirada seca, a su club de juego, muy conocido en el gueto negro, solo frecuentado por criados, botones, choferes y negros de cualquier condición, donde juegan como Chester. Y le dan a los dados y al blackjack. 

Su papá tiene un trabajo de conserje en un club nocturno, desde la medianoche hasta las ocho o nueve de la mañana limpiando el club después de cerrar. Chester dice que tiene un empleo nocturno. Nadie le para. Y aprende pronto y bien. Se convierte en un excelente jugador de blackjack.  

Sale con los amigos, los chulos y las madames importantes. Asimila la cara oculta de aquella vida febril. Y para cuando se percata, además de los ingresos de la prostitución, vende whisky ilegal que destila y embotella. Aprende a masticar una especie de raíz para no envenenarse con aquel brebaje. Y cuando es declarado culpable de intentar estafar a un negro YMCA, su Estelle pide clemencia y lo saca.

“Parecía que estaba en trance. Creo que era el resultado de tantas conmociones”. Las peleas en casa habían llegado a su punto álgido; a veces su padre pegaba a su madre, ella devolvía las trompadas, y él debía separarlos. “Entonces, no recuerdo cuándo dónde, me encontré con un carterista llamado Benny, grande, simplón y bruto, y aprendía a fumar opio y a robar carros”.

Y ocurre lo del robo a una rica pareja de ancianos en su residencia a punta de pistola. Es sorprendido tratando de empeñar las joyas. Es arrestado, y en la oficina de detectives, colgado boca abajo y golpeado en las costillas y los testículos. Confiesa el crimen. Y es enviado a la penitenciaría estatal de Ohio a pagar veinte años.

«La ventaja que tenía sobre otros convictos negros era que conocía mi propia mente. La mayoría de los ellos eran estúpidos, sin educación, prácticamente analfabetos, ligeramente por encima de los animales. Y empecé a escribir. Eso también me protegió tanto de los convictos como de los guardias”. Ni siquiera él mismo se explica cómo desarrolla la concentración que encuentra para aislarse en ese mundo sombrío y escribir. 

Una cruzada en solitario

Sus primeros relatos cortos son sobre su vida en prisión. Y como dijimos, aparecen en magazines negros —Abbott ‘s Monthly y The Atlanta World—, y en 1934 Esquire compra sus ficciones. Si Fitzgerald y Hemingway, describían el desencanto del sueño americano entre jazz, la champaña y las flappers de faldas cortas, o los safaris, Himes escribe sobre “la invisible clase de los negros”. Se hace un hombre en aquella penitenciaría. Y es en la cárcel donde aprende a considerar que “la gente es capaz de cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa”. 

Después de la publicación de su primera novela, Cast the First Stone (1937), poco después de pasar siete años en prisión —sobre el voraz incendio que presenció en la penitenciaría de Ohio en 1930—, Himes se da cuenta de que parte de su manuscrito ha sido eliminado. 

Los editores se han espantado por el potencial de controversia que encierra: la espantosa corrupción moral y material de presos y burócratas, las palizas, los tiros y las violaciones; aunque sobre todo, sospecha, por el tratamiento autentico y positivo que con valentía suficiente hace del homosexualismo. Y cuando en 1972 se publica una versión no expurgada con el título de Por el pasado, llorarás, se verificará que se había ido mas allá, se habían eliminado secciones completas. Como diría Jabari Asim, no había sido simplemente editada, “sino agresivamente eviscerada”.  

Según algunos críticos los libros más convincentes, Si grita, suéltalo, considerada un retrato de la raza como una prisión económica y psicosexual, una celda acolchada, Una cruzada en solitario, en la que se entremezclan tensiones raciales y políticas cuando el protagonista es Gordon Lee, un negro que ha sido elegido para organizar un sindicato, o La tercera generación, además de Yesterday Will Make You Cry, Himes se atrevió a formular preguntas que pocos de sus contemporáneos negros se atrevían.  

¿Cómo se puede crear una literatura sobre negrura sin identificarse con la clase más pobre? ¿Debería uno sentirse obligado a retratar una experiencia que no es propia? ¿Debería el novelista negro promulgar una política personal o general? Y, lo que es más importante, ¿cuál es la relación del hombre negro con esa otra clase marginada, las mujeres blancas?

Sus primeros escritos en la cárcel carecen de tinte racial. Desde su celda sólo escribió sobre crímenes y criminales. Lo de los negros en un mundo blanco vendría más adelante, con Si grita, suéltalo (1945), donde emergerá con potencia el viejo tema de la violación de una mujer blanca por un negro.

Cuando en el verano de 1936 recibe la libertad condicional y regresa a Cleveland, se encuentra con Jean Johnson, a quien conocía desde antes de su arresto. Se casan y se van a Los Ángeles. Aquella ciudad lo hiere racialmente todavía más. Trabaja de camarero, de botones en grandes hoteles y escribe. Le duele que mientras él está desempleado, Jean trabaje de directora adjunta de una directora blanca del departamento de actividades de la mujer de la USO, una organización sin ánimo de lucro que provee servicios recreacionales y morales a los miembros de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos. 

“Bajo la corrosión mental de la discriminación racial en Los Ángeles me volví áspero y me llené de odio”, dice. Se siente incapaz de apoyar a su esposa, a la que ama desesperadamente. Tiene miedo. Y se van a Nueva York. Que le lastima de forma distinta: aceptándole. Se pierde en otro maremagno de sexo y borracheras donde casi pierde a su mujer. Entonces deciden irse al rancho del hermano de ella, Hugo. Donde termina Una cruzada en solitario. Para luego regresar a Nueva York donde la publican.

Y ocurre otra vez.

Cancelan sus presentaciones de promoción. Las entrevistas. La publicación comunista The New Masses abre fuego con un ataque venenoso encabezado por la silueta de un negro llevando una bandera blanca que dice “Himes lleva la bandera blanca”. El Atlantic Monthly anuncia que “El odio corre por este libro como un hilo de bilis amarillenta”. Los comunistas atacan las tiendas donde la venden. La izquierda lo odia. La derecha lo odia. Los judíos lo odian. Los negros lo odian. 

Todo el mundo odia Una cruzada en solitario.

Sin embargo, sucede que el más grande novelista estadounidense de color y el primero en escribir un best seller, Native Son, Richard Wright, celebra su traducción francesa.

Y esto entusiasma a Chester.

Por lo que después de regresar a la Costa Este, y bregar con el agua al cuello en varios trabajos, cuidador en Nueva Jersey, botones, almacenista de un museo en Nueva York, y mantenerse con las ganancias de su esposa y una subvención, Estados Unidos ya le parece tan absurdo como opresivo. Y finalmente decide separarse de su mujer y probar en París.

En su Chester B. Himes, A Biography, el profesor de Johns Hopkins Lawrence Jackson, nos ofrece un retrato en profundidad. Ahí donde ya vive Richard Wright.

París no es una fiesta

Chester Himes llega a París con poco más de doscientos dólares en cheques de viaje, con su baúl, la máquina de escribir, una maleta y “un deseo desaforado de mujeres”.

No es un desconocido en Europa.

Aunque sea una nulidad editorial en su patria, Si grita, suéltale ha sido publicada en Inglaterra, y Una cruzada en solitario con prólogo de Dick Wright lo ha sido el año anterior. Los críticos la han elegido como uno de los mejores libros americanos publicados aquel año en Francia, junto a otros de Herman Wouk, William Faulkner, Ernest Hemingway y Scott Fitzgerald. 

Dick Wright ha sentido siempre curiosidad por Himes. Conoce su historial en prision y sospecha que ha vivido una vida salvaje y rabiosa. Lo acoge. Himes se convierte en uno más de la comunidad parisina de expatriados negros posterior a la Segunda Guerra Mundial, como Ollie Harrington, William Gardner Smith y James Baldwin.

Al tiempo que se acopla con Wright. 

Se necesitan mutuamente. 

Himes necesitaba un guía para París, sus escritores y editores y las maravillas de los cafés. Y Wright, según Lawrence Jackson en su Chester B. Himes, A Biography, la compañía de otro duro escritor «realista negro”. Particularmente después de recibir las permanentes críticas cáusticas de James Baldwin. 

Himes observa que todos los negros norteamericanos que conoce en París, Wright, Harrington, Van Bracken, Gary el pintor, Bill Smith, tienen mujeres blancas. Y a veces dos o tres, o más. Y que lo único que le impide convertirse en alcohólico, es su increíble apetito.

También considera que que la vida de un negro en París necesita de una imagen diferente a la de ser únicamente víctima del racismo. “Éramos algo mas que víctimas. No sufríamos, éramos extrovertidos. Éramos individuos únicos, divertidos sin ser unos payasos, solemnes pero no serios, heridos pero no quejumbrosos, llenos de apetito sexual pero sin ser promiscuos en el sentido normal que tiene la palabra, sin ser prostibulófilos; trinábamos por el amor a la vida, al sexo, al amor propio. Éramos absurdos”. 

Y no conseguía que sus razonamientos alcanzasen una conclusión irrefutable. Por ejemplo el verbo joder, fornicar. “Me preguntaba qué pasaba con aquel verbo sencillo, transitivo o intransitivo, joder o jodido, que no dependía tanto del sexo del hablante como de sus gustos o actitudes. ¿Qué demonios tenían los censores contra aquel verbo cuando se usaba como verbo, una palabra fuerte, dura, excitante?”. 

Su ocupación esencial era buscar dinero. Y aunque los de la Libraire Plon le habían comprado la novela autobiográfica La tercera generación para su famosa colección Feux Crocites, por trescientos dólares, los editores franceses, como le había advertido ya Dick Wright, no pagaban. Había escrito El primitivo y cargaba el manuscrito de su novela Mamie Mason, pero pensaba que las escenas sexuales entre negros y blancas, era lo que la paraba. 

Y ocurrió.

Marcel Duhamel y la “Serie Noir”: Il sorpasso

Acaeció que cuando llevó a Gallimard sus manuscritos y andaba por allí, intentando publicarlos, se topó con un tipo que había traducido su primera novela al francés, Marcel Duhamel, quien por entonces era el director de la colección de novelas de detectives y misterio, La Serie Noire. La única en Francia. 

“Me preguntó si le gustaría escribir una novela para su colección.  

—Me gustaría hacerlo si supiera hacerlo —le dije—, pero ahora mismo lo que necesito es dinero. 

—Léete un par de libros de la colección —me dijo Marcel—. Así te harás una idea. 

—No puedo leer en francés. 

—Pues mucho mejor. Lee algo de Peter Cheyney o de Raymond Chandler. Lee a Dashiell Hammett; sí, a ése es al que tienes que leer. Ha sido el mejor escritor del género de todos los tiempos.

—De novelas policiacas.

—El mejor de todos.

—Pues que no te oiga un francés decir esas cosas. 

Marcel se rió, y cogiéndome del brazo me llevó hasta la esquina de una sala de espera. Probablemente tenía miedo de que alguien oyera nuestra conversación, pensé. 

—Hay que coger una idea —me dijo Marcel—, empezar con algo de acción: alguien hace algo, por ejemplo un hombre extiende un brazo y abre una puerta, una luz le deslumbra, un cadáver en el suelo, se da la vuelta, mira por todos lados en el corredor… Siempre hay que dar detalles cuando se describe una acción. Crear imágenes. Como si fuera una película. Las escenas tienen que ser siempre visibles. Nada de monólogos interiores ni de narración psicológica. Nos importa un bledo qué piensan los personajes, sólo cuenta lo que hacen. Siempre tienen que estar haciendo algo. Pasar de una escena a otra. Sin preocuparse de que todo encaje y tenga sentido. Eso solo importa para el final. Entrégame doscientos veinte folios a máquina.

—Pero yo no puedo escribir así —le dije mientras sentía una especie de pánico de escena. Me sentir como si una vez más me estuvieran haciendo confidencias.

—Escribe como en la novela que te traduje. Frases cortas y al grano. Todo acción. Es un estilo perfecto para una novela policiaca.

“Tengo noticias que darte”, pensé. Había empezado a escribir una novela policiaca cuando me puse a escribir aquella novela, pero no podia ponerle un nombre al blanco que era el culpable, porque para mí todos los blancos son culpables.

—No tengo ni para papel—le dije.

Marcel trató de matar dos pájaros de un tiro.

—¿Te hace falta dinero ahora mismo?

—No es exactamente que me haga falta, es más bien cuánto me hace falta.

Marcel volvió a esbozar una especie de sonrisa, y se metió la mano en el bolsillo. 

—¿Te bastarían cincuenta mil? 

—Supongo que sí —le dije mientras cogía los billetes.

Marcel me dio una palmadas en el hombro.

—Cuando hayas escrito cien paginas, tráemelas para que las vea.

—Lo que quiero es un adelanto —le dije mientras trataba desesperadamente de encontrar alguna forma de salirme de aquel lío.

—Te pagaremos mil dólares.

Me quedé helado: corazón, cerebro y cuerpo dejaron de funcionar. Después de un instante para recuperar la respiración y conseguir que me volviera a latir el corazón y que mis pensamientos volvieran a cuajar, le contesté:

—Bueno, de acuerdo—. Y pensando al instante en que mi voz había sonado igual que la de Marlene cuando me entregaba su cuerpo; sospecho que también estaba consintiendo en ser seducido.”

Y así, teniendo que enfrentarse a la página en blanco y a la perspectiva de recibir mil dólares que bailaban ante él como un buen cebo, a un arruinado Chester Himes en París solamente se le ocurrió una historia en la que tenía confianza: el timo de un tipo que presumía de ser el único en el mundo que poseía la fórmula química de aumentar el dinero convirtiendo un billete de diez en uno de cien dólares. 

A Duhamel le gustó.

—Sólo tienes que añadir otras ciento veinte páginas, y ya está. 

—¿Te parece que haga intervenir a la policía? —preguntó Himes, tratando de decir algo inteligente.

—No se puede escribir una novela policiaca sin policías —le dijo Marcel—, pero deja que siga habiendo suspenso. Que tus personajes de Harlem no charlen demasiado. Usa el dialogo para narrar, como Hammett. Que los personajes vean las descripciones. Y tú no tienes que aparecer para nada.

—De acuerdo.

Marcel le dio  unas palmadas en la espalda.

—Ya sabes cómo hay que hacerlo. Léete El Halcón Maltés”

Y de este modo, nació La reine des pommes, la primera novela policiaca de Chester Himes, también conocida en español Por amor a Imabelle, que le valdría el premio del Quai des Orfebres en 1958, y donde conoceríamos a los dos policías negros Ed “Ataúd” Johnson y “Sepulturero” Jones. 

Que Himes consideraba como absurdas, pero que le salvaron de la estrechez y la indigencia, y por las que abandonaría para siempre sus novelas de protesta naturalistas, con excepción quizá de los dos tomos de su conmovedora autobiografía, La cualidad del sufrimiento y El absurdo de mi vida, donde cuenta su historia con estilo novelístico vigoroso, atrevido, duro, a la vez tierno, libre y franco. 

De aquí en adelante —y en la Francia que le brindará una excepcional veneración—, alcanzaría la celebridad y el prestigio de los que goza hasta hoy, con la épica de sus dos personajes Ed “Ataúd” Johnson y “Sepulturero” Jones. Una nueva carrera que entre 1957 y 1969 producirá las once novelas de los dos inspectores negros, incluidas dos que se convertirían en películas populares, Algodón en Harlem su séptima novela, y Empieza el calor, su octava, en 1966. 

Según él las únicas ocasiones en que estaba contento, era cuando escribía la epopeya urbana de sus dos inspectores, si no más brutales y violentos que a quienes acosan, en bastante medida identificados con los habitantes del barrio, sus esperanzas y decepciones, recorriendo infatigablemente los vericuetos de Harlem tras asesinos, ladrones y estafadores.

Como reseñará en su memorable critica “la cruzada solitaria de Chester Himes” en Le Monde, Schofield Coryell

“Las observaciones desilusionadas y a menudo mordaces de ‘Ataúd’ y ‘Sepulturero’ expresan las ideas del propio Himes. Desempeñan el papel de una especie de coro griego que comenta los acontecimientos sangrientos—gargantas cortadas, balas en la nuca, muertes accidentales, motines, enfrentamientos —que se suceden en ese mundo desconcertante en el que las carcajadas se mezclan inextricablemente con los gritos de alarma”. 

Según Himes él se suelta a escribir libros en los que víctimas y criminales negros, quizás fueran imbéciles y tuvieran cerebro de chorlito, “pero los hermanos de color criminales eran tan malvados, peligrosos y crueles como cualquiera otros criminales —y lo sabía perfectamente porque yo había sido uno de ellos—, aunque la diferencia estaba en que eran absurdos”.

Concepto que Himes tomaría de Camus, quien comentó cierta vez que el racismo era absurdo, y el escritor negro consideró no solo que lo era, sino que introducía el absurdo dentro de la condición humana, y no solo expresa el absurdo de los racistas, sino que además genera el absurdo en sus víctimas. Y que “si se vive en un país en el que el racismo es un valor aceptado y presente en todos los aspectos de la vida, al cabo, y no importa que uno sea víctima o racista, se llega a sentir el absurdo de la vida”.

Himes fue galardonado con el Grand Prix de Littérature Policière, el prestigioso premio literario francés.

Sexo, racismo y armagnac

Al ahondar en las claves creativas de Himes podemos encontrar que, amén del sexo, es esa gracia, esa sal, esa socarronería trágica de sus historias, lo que le caracteriza. 

Para Hilton Als, el arquetipo del héroe de Himes sigue siendo una de las pocas imágenes que posee Norteamérica del hombre negro claramente urbano, y que tiene poca si es que tiene alguna, relación con el sur profundo y su legado de violencia, injusticia y segregación forzada. “Himes, además, produjo personajes masculinos que realmente eran noir, de hecho y en sensibilidad”. 

Con una narrativa sin disculpas de pura testosterona. Sus héroes están satisfechos de haberlo hecho mal y arrebatados por su propia bravuconería, reclaman ese derecho, y ven el sexo como una lucha por el poder, y más aún: como la única forma de intimidad que los involucra. Himes quería ser un hombre de verdad. Su idea de un verdadero hombre negro, era la de “alguien que, en lugar de vivir presionado contra la pared de vidrio que lo separa de todo lo que desea (mujeres blancas, tiempos rápidos, autos rápidos, una gran porción del pastel americano), la rompe”. 

El resentimiento hacia la madre de sus héroes a menudo se extiende a las relaciones con otras mujeres —en particular las mujeres blancas—, que ejemplifican quizás tanto el elitismo de Estelle y la opresión de la sociedad blanca, como la despreciable debilidad de la víctima. En la escena de Si grita suéltalo que los editores de Himes intentaron eliminar, el personaje Jones se enfrenta a Madge, una mujer blanca que trabaja en el astillero y se niega a tener a un «negro» como su supervisor.

“Ella se veía como el infierno —escribe Himes—. Era una bestia perfecta, de aspecto vago y puro renacimiento; y como ya había perdido mi filo de cable vivo, me preguntaba en primer lugar qué demonios había visto en ella”.

Himes fetichizó a las mujeres blancas y, como muchos fetichistas, vio a las mujeres con las que estaba involucrado no como personas sino como accesorios en su drama. Y como James Sallis suscribe en su biografía, los amigos notaron que, en el caso de Marlene —la estudiante alemana de drama particularmente perturbada, con la que Himes se involucró—, él la percibió solo como un reflejo o un aspecto de sí mismo, mientras falló por completo en advertir lo joven y problemática que era. 

Y se percibe que Himes no puede disculparse por su preferencia por las mujeres blancas, porque finalmente, como dice Als, “no era una preferencia sino una patología, una por la cual sus compañeras blancas también se sentían erotizadas”.

Para otros, las relaciones de Himes con las mujeres blancas no hicieron mas que seguir el esquema tradicional, admirablemente descrito por Calvin Hernton, para quien el sistema racista implantado en el sur de Estados Unidos ha conducido a una distorsión del concepto de sexualidad en el negro, hasta convertirlo en una pesadilla, por lo que existe un estereotipo de los hombres negros como dotados de una destreza física y finura corporal que los hace sexualmente irresistibles.

“Pero las leyes contra el contacto de negros con blancas (¡no al revés!) han sido severas. La mujer blanca ha llegado a creer, porque su cultura se lo ha enseñado, que el negro es un animal sexual superior”. Y así, “condenado el negro al ostracismo, la mujer blanca le convierte en el centro de sus fantasías, elevándole a la condición de dios-falo, con toda la adoración, el temor, el deseo y el odio que ello comporta”. Por lo que no es extraño que “ambos antagonistas, al decidir romper el tabú, quieran mantener en secreto sus relaciones y a sobrellevar insuperables complejos de culpabilidad”. 

Y Himes rompió con el tabú pero no lo ocultó. 

En su discurso de 1948 titulado El dilema del escritor negro en Estados Unidos, Himes respondía a sus críticos: “Si este trabajo de fontanería por la verdad revela dentro de la personalidad negra manía homicida, lujuria por las mujeres blancas, un sentimiento patético de inferioridad, paradójico antisemitismo, arrogancia, “tíotomismo”, odio y miedo al odio a sí mismo, éste es el efecto de la opresión en la personalidad humana. Estos son los horrores diarios, las realidades diarias, las experiencias diarias de una minoría oprimida”.

No en vano se han establecido conexiones textuales entre Frantz Fanon, el psiquiatra y revolucionario martiniqueño de Los condenados de la tierra, y Chester Himes, y sus preocupaciones por los aspectos psicosexuales del racismo. Como se sabe, salvo en su primer matrimonio con una mujer de color, Jean Lucinda Johnson, Himes nunca dejó de buscar la compañía de mujeres blancas, manteniendo con ellas —Vandi, Alba, Marlene— relaciones muy confusas y turbias.

Hasta encontrar a Lesley Packard.

The lost generation of black

Se dice que pocos países han producido ciudadanos tan orgullosos de su origen como Estados Unidos. Sin embargo, tal vez por eso llamaría poderosamente la atención aquel notable grupo de escritores blancos —John Dos Passos, Erskine Caldwell, William Faulkner, Ernest Hemingway, John Steinbeck, Sherwood Anderson y Francis Scott Fitzgerald—, que vivirán en París desde el fin de la Primera Guerra Mundial hasta la Gran Depresión. 

Ese goteo de expatriación no se detuvo. Por el contrario, en años sucesivos continuó como una moda intelectual, pero también como una imperiosa necesidad de escapar de un ámbito muy hostil. Como fue el caso de los escritores negros Frank Yerby, James Baldwin, Richard Wright y William Demby, víctimas del laberinto racial, a la vez que innegablemente atraídos por el particular aroma de Paris. Y sin lugar a dudas fue el caso de Chester Himes, ferozmente dispuesto a fabricarse una identidad en ese mundo del exilio, donde, como en todo grupo, aparte del vino y de la risa, también permeaban las mezquindades, las envidias, la miseria.

Cuenta Himes que un día Richard Wright le preguntó si conocía a James Baldwin.

Y aquí la proverbial anécdota.

Himes dijo que no, pero que había oído hablar de él a Jesse Jackson quien consideraba que Baldwin era un genio. Wright estaba resentido con Baldwin porque después de haberlo apoyado firmemente éste lo atacó en sus artículos sin piedad. “Y ahora Baldwin tiene el valor de llamarme para pedirme cinco mil francos”, le decía entonces Dick a Himes exultante, antes de pedirle que le acompañara a Les Deux Magots, el café de Saint-Germain-des-Prés, donde estaría Baldwin esperándolo. Y donde sucedería la famosa reunión entre Wright y Richard Wright.

“Me sorprendió en cierto modo —relata Himes— ver que Baldwin era un joven pequeño, intenso y muy excitable. Wright se sentó como un lord y empezó inmediatamente a pinchar a Baldwin, que se defendía con tal intensidad que su cuerpo le temblaba. Dick acusó a Baldwin de mostrarle la gratitud que le debía a través de sus artículos difamatorios. Y Baldwin se defendió diciendo que Dick que cuando había escrito Hijo nativo, un bestseller inmediato, “no le había dejado ni a él ni a ningún otro escritor negro americano, nada de qué escribir”.

Y en este punto Himes confiesa que se perdió. 

A diferencia de Baldwin, Himes no se había sentido personalmente amenazado por la novela Hijo nativo de Wright. Tampoco había sido influenciado por el trabajo de Baldwin.

Mucho después, en un viaje por Creta, leyó el libro de Mary Renault The King Must Die, que le recordó la frase de Baldwin de aquella noche: “Los hijos deben matar a sus padres”. En verdad Chester Himes no sintió lo mismo que Baldwin, y quiso ser el sucesor de Richard Wright.

Cuando muere Richard Wright, Chester se llevó un susto de muerte.

“Nunca me había dado cuenta con anterioridad de cuanta influencia ejercía Dick sobre mí. No deseaba en absoluto escribir como Dick: Faulkner era la gran influencia que había en mis escritos; pero Dick tenia influencia en mi vida, y no es que quisiera vivir como Dick: lo que quería era evitar tener que vivir como Dick. No tenía en consideración a nadie más”. 

Lesley o la tierra firme de Alicante

Chester conoció a Lesley Packard, una inglesa hermosa y refinada, en París en 1959, después de la explosión final de su traumática relación con Marlene en la ciudad de Vence —la ciudad musa de Chagall, Matisse y Dubuffet—,en los Alpes Marítimos. En El absurdo de mi vida, Himes describe así su primer encuentro con su segunda esposa: 

“Llegué a París alrededor de las cuatro de la mañana siguiente, llamé al departamento de Lesley Packard y le pregunté si me dejaría dormir allí en el sofá el resto de la noche. Había conocido a Lesley antes en uno de mis viajes a París. Era bibliotecaria y escribía una columna que firmaba como ‘Mónica’ para la edición de París del New York Herald Tribune. Era una anglo-irlandesa con ojos azul grisáceo y era muy bien parecida”.

Tenía un amigo inglés enorme y fue este el que le preparó una especie de cama en el sofá de la sala. Tanto ella como su amigo ingles, Nick, se habían ido cuando se despertó, así que les dejó una nota diciendo que la invitaba a cenar aquella noche.

Los dos se sintieron atraídos casi de inmediato. 

Cuando sufrió un derrame cerebral en 1962, Lesley se convirtió en su cuidadora y lo alimentó hasta que recuperó la salud, y después de un largo compromiso, Chester se casaría con ella en 1978, convirtiéndola así en su segunda esposa y en su quinta compañera. Durante los siguientes catorce años vivieron juntos en Francia, Italia, Alemania y España, donde adquiriría una casa en Moraima, en el rico barrio de Teulada, en la Marina Baja, Alicante, donde se retiraría a escribir.

Y donde aquejado del mal de Parkinson moriría.

La correspondencia en los documentos de Chester Himes, informa plenamente de la naturaleza lúdica de su relación y de la capacidad aparentemente interminable de paciencia y apoyo de Lesley.

En marzo de 2008, un veterano de la guerra de Vietnam, el pastor Jeremiah Wright, el hombre que casó a Barack y Michelle Obama y bautizó a sus hijas, hizo unas polémicas declaraciones en que comparaba la nación negra en América con la nación judía en la época de la esclavitud de Egipto. 

Y Malcolm X, a quien Himes conoció personalmente, consideraba que “Vivir en América no te convierte en americano. La verdadera libertad —dijo—está en hacer saber a tu enemigo que harás todo lo que esté en tus manos para alcanzarla. Sólo entonces la consigues.” 

Chester Himes la conoció.

Y la vivió como un valor absoluto. 

Categórico.

Sin embargo,“En América —pensaba Himes—, existe el convencimiento de que sólo la adversidad ayuda al negro a superar los obstáculos. Pues bien. Estoy absolutamente convencido de que sin la adversidad yo podría haber sido muchísimo mejor escritor”.


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