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La primera reacción es sintomática: preguntarse qué hacían por ahí a esa hora, dar por sentado que la noche siempre es un exceso, pactar con la oscuridad.
Es eso que los psicólogos Daniel Kahneman y Amos Tversky llamaron «la pulsión por deshacer el pasado»: intentamos cambiar una pieza de lo que ocurrió, para creer que así no habría ocurrido. Desde nuestro miedo, nos refugiamos en lo contrafactual. Y en ese ejercicio, sin intención, culpamos a las víctimas de algo de lo que no pueden ser culpables.
Tanto se nos ha cerrado lo humano que hemos confundido la libertad con un lujo.
El viernes 7 de diciembre, poco antes de las dos de la madrugada, la vocería de los Cardenales de Lara confirmó la muerte de los peloteros José Castillo y Luis Valbuena. El equipo que lidera la tabla del béisbol profesional hace que la victoria guarde silencio porque se le ha impuesto el duelo. Fue en la carretera, «en un accidente de tránsito», dice el comunicado.
Una palabra como ésa, «accidente», muchas veces viene cargada de imprecisión.
El conductor de la camioneta, Raúl Medina, y el pelotero Carlos Rivero, también iban con ellos.
Salieron con vida. Están vivos.
En medio del café de la mañana escucho: «¡Es que eso por ahí es peligrosísimo!» o «A esa hora seguro iban borrachos…» o el sabido «¿Quién los manda? Todo el mundo sabe que esa carretera a esa hora es una guillotina…»
Aparentemente todos aquí sabemos dónde están las guillotinas y eso nos basta para olvidar quiénes son los responsables del filo de esas cuchillas.
El homicidio puede adquirir tantas formas como resulte posible para la imaginación. El asunto es que la complicidad también cambia de forma y de lugar.
¿Quién puso esas piedras? ¿Con qué fin lo hizo? ¿Debemos imaginarnos a un criminal agazapado detrás de la oscuridad, aguardando por su botín? ¿Habrá huido espantado, al ver que en lugar de inducir al frenazo y el asalto su trampa sólo supo matar? ¿Hay alguien, en medio de este mapa, con el pecho partido en dos por saber que asesinó a dos jugadores de pelota?
Mi recuerdo de José «El Hacha» Castillo en el Estadio Universitario ahora adquiere otra dimensión. El fanático agitado y de volumen violento que fui con él cuando vistió la camiseta de los Leones del Caracas también se apacigua. Mi soberbia caraquista prefiere volver a un abrazo en el dugout hace tantos años, a un jonrón memorable después de una ofensa épica y a mi inexplicable alegría al verlo alcanzar los mil hits con el uniforme de Lara, como si siguiera siendo de los míos. Y reparo en que tengo entradas para ver el La Guaira vs. Lara de este 14 de diciembre. Y también en que lo que más me alegraba de ir a un juego sin mi equipo era que Castillo siguiera ahí. Soy yo queriendo, también, deshacer la muerte. Es lo humano intentando aferrarse a algo que no sea la mala noticia leída de madrugada y este dolor tan mal puesto, tan cerquita de la culpa.
Unas piedras atravesadas en una autopista no parecen ser producto del capricho de un dios feroz que mata peloteros a su antojo.
Unas piedras atravesadas en la autopista pueden ser la causa de un frenazo, de un derrape, de un susto en el camino. Esas mismas piedras también podrían ser el escombro de una obra, la consecuencia de un derrumbe o la promesa de impunidad que tiene un asesino anónimo, quien sabe que algo así aquí en Venezuela no se paga.
Ni la oscuridad en nuestras vías abandonadas de luz. Ni la ausencia extendida de policías en las carreteras. Ni los mil fracasados planes de seguridad y asistencia vial que protegen menos que cualquier escapulario.
El costo del delito en Venezuela es tan bajo hoy en día que un revólver, una piedra atravesada en el camino o el abandono de las autopistas por cualquier instancia de gobierno son, en potencia, igual de peligrosas e igual de impunes.
Y ahí están nuestros pescuezos, expuestos como conejos deshuesados al borde de una carretera nocturna. Tal como si todos estuviéramos esperando nuestro turno al bate, con el fin de ganar un día más de vida que tienen que quitarle a otro.
Nos hemos conformado con eso.
Con eso y con todas las veces en las que hemos preferido echarle la culpa a nuestros muertos.
Willy McKey
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