Perspectivas

Carpe diem

14/12/2019

Horacio lee ante Mecenas; por Fiodor Bronnikov. 1863

No moriré del todo, sino que gran parte de mí
evitará a la diosa de la muerte.
Eternamente creceré,
nombrado siempre con elogios nuevos.

 

Hace exactamente 2084 años, el 8 de diciembre del año 65 a.C., nació Quinto Horacio Flaco en Venusia, hoy Venosa, una pequeña ciudad al sur de Italia cerca de Lucania. El mito cuenta que la ciudad fue fundada por Diomedes, el hijo de Tideo, rey de Argos, para aplacar las iras de Afrodita, la Venus de los romanos, después de que Troya fuera destruida por los aqueos.

Claro que no es por eso que la vieja Venusia es recordada. Gracias a una biografía incluida en el De viris illustribus de Suetonio, así como a los abundantes datos que da el propio Horacio a lo largo de su obra, conocemos los detalles de su vida. Aunque hijo de un esclavo liberto, recibió una esmerada educación, pues su padre gastó en ello todo cuanto tuvo. Estudió en Roma gramática y retórica, y a los 20 años se trasladó a Atenas para estudiar griego y filosofía en la Academia, cosa común entre las clases acomodadas. Allí fue compañero de Marco, el hijo de Cicerón. Allí también tomó contacto con el partido republicano y, después del asesinato de César, se alistó en el ejército que Bruto formaba en contra de Octavio y Marco Antonio. En el año 42 a.C. Bruto fue derrotado en la batalla de Filipos y Horacio tuvo que esperar hasta una amnistía decretada por Octavio para poder volver a Roma. A su llegada se enteró de que su padre había muerto y sus bienes confiscados, entonces buscó trabajo como escribano y se dedicó a la poesía.

En el año 38 a.C. Horacio ya se había ganado un lugar entre los poetas de Roma. Algunos estudiosos quieren que frecuentara por entonces la escuela del epicúreo Sirón en Nápoles, y que allí hubiera conocido a Virgilio, con quien le unió desde entonces admiración y sincera amistad. Horacio, en su Oda I 3, le llega a llamar “la otra mitad de mi alma” (animae dimidium meae). Al año siguiente Virgilio y Lucio Rufo le presentarán a Cayo Mecenas, consejero y amigo personal de Augusto. Poco después el emperador le ofrece su protección, así como un cargo como su secretario personal. Horacio declinó el ofrecimiento, dicen que por permanecer fiel a las enseñanzas epicúreas. Sin embargo mantuvo la amistad con Mecenas, quien le regaló una villa en las montañas sabinas. Que el regalo le hizo feliz lo atestiguan los primeros versos de su Sátira II 6:

Este era mi sueño (Hoc erat in votis): una parcela no muy grande,
con un huerto junto a la casa y una fuente que brotara siempre,
y sobre ellos un poco de bosque…

Desde entonces y hasta su muerte, Horacio pasará una vida de ocio y retiro entre su villa sabina, ese “terrenito boscoso que me devuelve la vida” (Ep. I 16), y Roma, dedicado totalmente a la poesía.

“Como una pequeña abeja”. La poesía de Horacio

Quizás no haya un romano al que la poesía deba tanto, tal vez tanto o más que a Virgilio. Sus versos exhiben un difícil equilibrio entre la intensidad del sentimiento y la fuerza de la expresión, por un lado, y la mesura estética y la profundidad del pensamiento, por el otro. Gilbert Highet, en su imprescindible La tradición clásica (Oxford, 1949), afirma que Horacio, junto a Virgilio, “representa una fértil síntesis de cultura griega y romana”. Su obra completa se compone de dos libros de Sátiras, dos más de Epístolas, un libro de Épodos, el llamado Canto secular y los cuatro libros de Odas. La sátira fue quizás el único género poético propiamente romano. En Horacio se trata de una poesía anecdótica, generalmente autobiográfica y de tono moralizante, con mucha crítica social. El Canto secular es un canto triunfal que Horacio compuso por encargo de Augusto, con motivo de los Juegos Seculares celebrados en el año 17 a.C. Los Épodos son composiciones líricas, aunque también con un marcado carácter social, y las Epístolas tienen un tono más filosófico. Entre estas destaca la Epistola ad Pisones, conocida como el Arte poética, en la que Horacio, siguiendo una tradición que se remonta a Aristóteles, desarrolla toda una preceptiva poética cuya influencia puede rastrearse hasta nuestros días.

Sin embargo la gran poesía de Horacio se concentra fundamentalmente en sus Odas. Es allí donde encuentra lo mejor de una tradición que se remonta a Safo, Alceo, Anacreonte y, aunque pretenda negarlo, Píndaro. Poeta de altos vuelos y resonancias triunfales, pero también del detalle de lo minucioso y el ligero matiz de lo cotidiano, Horacio asume el tono exacto y sabe ubicarse con eficacia en el registro pertinente. Esto no sin dificultad, según confiesa: “…yo, a modo de una pequeña abeja de Matina, que laboriosa liba el dulce tomillo de los bosques espesos, con sumo trabajo compongo humildes versos” (Od. IV 2). Sin embargo al final del Tercer libro se muestra orgulloso del fruto de tanta labor, pues se ufana de haber sido el primero en adaptar a las letras latinas los difíciles ritmos de la lírica griega: “Terminé un monumento perenne más que el bronce”, nos dice.

Los motivos de la poética horaciana

Tres son quizás los grandes motivos de la poética horaciana que han quedado como herencia para toda la poesía, ingeniosamente concentrados en breves expresiones que revelan un sabio ideal de vida. Son ellas la Aurea mediocritas, el Beatus ille y el Carpe diem. Las tres, no hace falta decirlo, están relacionadas de manera esencial.

Es imposible leer la Oda II 10 sin sentir el peso de un saber madurado durante siglos:

Quien la mediocridad dorada prefiera,
abrigado, más libre estará del techo sórdido
y ruinoso, y sobrio, al envidiable salón
renunciará.

Más agita el viento al pino ingente,
y con más estruendo cae la torre más alta,
el rayo prefiere herir la cumbre
de los montes.

… …

Sé valiente en lo adverso y animoso,
pero recoger velas sabiamente
debes, si demasiado favorable
el viento te sopla.

Invitación a la moderación y el comedimiento, la palabra “mediocridad” se despoja en Horacio de su moderna acepción despectiva y recupera su vieja dignidad epicúrea. Recuerdo de aquel mêden ágan (“nada en exceso”) que proclama el saber délfico, los versos se dirigen a un mundo donde ya entonces impera la codicia y la ambición. Es verdad, también el viejo yambo de Arquíloco (67a D) resuena tras el poema:

…no dejes que importen demasiado
a tu dicha los éxitos, a tu pena los fracasos.
Comprende que en la vida de los hombres
lo que impera es la alternancia.

Sin embargo, esta “dorada mediocridad” solo puede conseguirse lejos del ruido y los afanes del foro. La idea nos remite a aquel principio que Epicuro hacía memorizar a sus discípulos: láthê biôsas, “vive calladamente”. Es lo que subyace a los versos del Épodo II, mejor conocido por las palabras con que comienza: Beatus ille.

Feliz aquel que, lejos de los negocios,
como la antigua raza de los mortales,
los campos paternos con su yunta labra,
libre de toda usura, y no le despierta,
soldado entre las filas, el terrible clarín,
quien no teme al mar airado,
evita el foro y los soberbios umbrales
de los más poderosos ciudadanos …

El poema sintetiza en la imagen de la vida retirada del labrador laborioso un ideal que se contrapone a los valores sobre los cuales se levanta el poderío romano. A la vida del hombre “feliz” (Beatus) se oponen así las imágenes que representan los valores de Roma: los “negocios” (negotii) y la “usura” (faenus), la vida militar (classico miles truci), el peligroso comercio marino (iratum mare), los pleitos judiciales que se desarrollan en el foro (forum) y los “soberbios” lugares que frecuentan los poderosos (superbia limina civium potentiorum). En este icónico contrapunto, el segundo verso (ut prisca gens mortalium) remite a una antigua tradición que se remonta al mito de la Edad de Oro, tal y como se cuenta en los Trabajos y días de Hesíodo, y que en Roma se extiende hasta las Metamorfosis de Ovidio. Hay efectivamente en el relato de la utopía arcaica la presencia de estos elementos, propios de la civilización y por tanto causantes de la decadencia del hombre desde su primitiva y dorada inocencia.

Carpe diem

Finalmente, el afán de conocer y dominar el futuro se asocia también a una forma extrema de ambición. Traducir la expresión carpe diem no es sencillo. Ello porque el verbo carpere no tiene equivalente en español. A menudo nos hemos topado con no pocos intentos: “aprovecha el día”, “goza el día”, “disfruta el presente”. En su acepción primera, el verbo pertenece al ámbito de la vida agrícola y tiene un sentido más técnico. Según el Dictionnaire étymologique de la langue latine de Ernout y Bréhier (París, 1932), Carpere aparece ya en las XII Tablas con un sentido físico y moral, significando “cosechar”, “coger” (un fruto), “arrancar” (una flor); de donde, desde luego, “disfrutar”, “gozar” el fruto cosechado. La expresión carpe diem es, pues, una audaz metáfora horaciana, tan plástica como sugerente: “cosechar el día”, para ser literales. Se encuentra en la Oda I 11, que merece ser transcrita en su totalidad:

No intentes conocer, Leucónoe, pues nefasto es saberlo,
qué fin nos darán a ti y a mí los dioses, ni lo intentes
con astrólogos babilonios. ¡Cuánto mejor es sufrir lo que venga!
Ya que Júpiter te conceda aún muchos inviernos, ya sea el último
este que ahora destroza al mar Tirreno contra las rocas, sé sensata,
sírvete un vino y guarda una gran esperanza para un tiempo breve.
Mientras hablamos, huye envidioso el tiempo de nuestras vidas:
Cosecha el día, creyendo en el futuro lo menos posible.

Solo una observación más: se cosecha aquello que se ha sembrado. El disfrute de nuestro tiempo vital depende de una preparación, de una condición espiritual. Un abandonarse al devenir, producto de profundas reflexiones y vivencias. El día, como un fruto maduro, ha de estar en su punto para ser cosechado. No es el único lugar donde el poeta expresa esta actitud frente al futuro. En la Oda I 9 también dice:

Aleja el frío poniendo bastante leña sobre el fuego
y un vino de cuatro años escancia generosamente,
Taliarco, sirviéndolo del ánfora sabina.
El resto déjalo a los dioses.

… …

Lo que será en el futuro deja ya de preguntártelo
y cada día que te regale la Fortuna tenlo como ganancia.
Ni los dulces amores desprecies, muchacho
ni los bailes,

Mientras tengas vigor y te falten las tristes canas…

Horacio y nosotros

Ya lo dijimos, tal vez no haya un romano al que la poesía deba tanto, quizás con excepción de Virgilio. Tampoco alguno con semejante fortuna, seguramente también con excepción del poeta de Mantua. Durante la Edad Media y el Renacimiento la influencia de Horacio no hizo más que crecer y su impronta es visible en los clásicos de la poesía europea desde Petrarca a Milton o Keats. Curtius, en su Literatura europea y Edad Media Latina (Berna, 1948) no deja de señalar su influencia en Shakespeare. Entre los españoles fue especialmente querido por Quevedo, Garcilaso y fray Luís de León, quien tradujo de manera insuperable el Beatus ille.

Respecto de los nuestros, valga decir que las Odas de Horacio formaban parte de las llamadas “Selectas profanas”, es decir, los textos con los que los alumnos avanzados estudiaban latín en la universidad colonial. Hay una curiosa carta escrita por Bolívar al poeta ecuatoriano José Joaquín de Olmedo, fechada en Cuzco en 1825, donde el Libertador muestra lo bien que conocía el Arte poética a través de la versión francesa de Boileau. Se sabe también que el cumanés Jesús Morales Marcano tradujo en la segunda mitad del siglo XIX las Odas, aunque la traducción quedó inédita. Sin embargo, el más grande de nuestros horacianos fue sin duda Andrés Bello. Entre las traducciones y versiones libres que se conservan, no pocas hay del poeta de Venusia, como el comienzo de la Sátira I 10, Fuese Lucilio enhorabuena (Lucili, quam sis mendosus…); la Oda II 16, Pide la dulce paz del alma al cielo (Otium divos rogat in patenti…) y la Oda I 14 A la nave (O navis referent…), que le valió el ser incluido en la selección de las mejores traducciones de Horacio al español hecha por Menéndez Pelayo.

Hay por lo demás una deliciosa versión de la Sátira II 6, Hoc erat in votis, en la que Bello adapta graciosamente nuestro paisaje venezolano al texto del de Venusia. Se trata del hermoso soneto titulado, cómo no, Mis deseos, que no puedo dejar de incluir al final de este pequeño homenaje:

¿Sabes, rubia, qué gracia solicito
cuando de ofrendas cubro los altares?
No ricos muebles, no soberbios lares,
ni una mesa que adule el apetito.

De Aragua a las orillas un distrito
que me tribute fáciles manjares,
do vecino a mis rústicos hogares
entre peñascos corra un arroyito.

Para acogerme en el calor estivo,
que tenga una arboleda también quiero,
do crezca junto al sauce el coco altivo.

¡Felice yo si en este albergue muero;
y al exhalar mi aliento fugitivo,
sello en tus labios el adiós postrero!


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