Perspectivas

Carmen Ruiz Barrionuevo y América

Fotografía de Casa de América | Flickr

03/04/2021

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A fines de octubre de 1991 en Brown University, Providence, conocí a Carmen Ruiz Barrionuevo. Estábamos en el Simposio «Venezuela: cultura y sociedad al fin de siglo», organizado por Julio Ortega. Acababa ella de leer su conferencia «Modernismo versus modernidad en José Antonio Ramos Sucre», cuya limpidez me atrajo hacia las agudas percepciones de la autora. Y fue natural que viese en Carmen una auténtica intermediaria entre el poeta genial, el paisaje universitario (universal) de aquellos momentos y la rancia casa intelectual de donde ella venía.

Conversamos brevemente y no tardé en escribirle a su Universidad, en Salamanca.

En julio de 1993 dictó, invitada por el Instituto de Investigaciones Literarias de la Universidad Central de Venezuela, una conferencia sobre Lezama Lima. Y la noche del 21 de ese mes, caminando con ella y Armando Navarro en busca de un taxi, al salir de la sede del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, en Caracas, después de realizar un pequeño acto sobre la revista En HAA, nos sorprendió la unánime idea, expuesta por Carmen, de crear una cátedra literaria en Salamanca.

En palabras de la propia Barrionuevo, al presentar el libro Voces y escrituras de Venezuela, el proceso oficial ha sido el siguiente:

La Cátedra Ramos Sucre fue fundada en 1993, mediante convenio que se firmó en noviembre de ese año en el Rectorado de la Universidad de Salamanca, en cuyo acto estuvieron presentes, por parte del Consejo Nacional de la Cultura (CONAC), su Secretario General, Gustavo Arnstein, y el Director Sectorial de Literatura, Armando Navarro, y por parte de la Universidad de Salamanca su Rector, Julio Fermoso.

A partir de esa fecha las actividades promovidas por la Cátedra han sido continuas; lo que, además, se ha visto refrendado con la integración de los Cursos en el Programa de Doctorado de Literatura, y en el Máster de Literatura Española e Hispanoamericana. Estudios avanzados, adaptado recientemente al Espacio Europeo de Enseñanza Superior. El excelente y continuado nivel de los profesores participantes, junto con el interés de los estudiantes, ha permitido, sin duda, su continuidad.

Resulta casi natural que en una ciudad tan cervantina como Salamanca, un autor adicto a Cervantes fuese escogido como epónimo para nuestra Cátedra. Lo insólito en un país como Venezuela es que la idea haya adquirido continuidad durante más de veinte años y se proyecte como un logro perseverante. Numerosos factores pueden sostener tal prodigio, pero en el núcleo de ellos está la labor, la vigilancia, la cuidadosa gestión de Barrionuevo como docente, investigadora, universitaria cabal y el ejercicio de su vínculo reticular con América y nuestras literaturas.

Nacida en Burgos, su padre se llamaba Juan Ruiz Peña, natural de Jerez de la Frontera, y su madre Carmen Barrionuevo Ruiz, de Málaga. Tal vez del padre, quien enseñaba con entusiasmo a los autores españoles y a algunos hispanoamericanos accesibles entonces, provenga no solo el inicial aprendizaje de Carmen sino también su amorosa fidelidad a esos autores.

(Alfredo Pérez Alencart organizó un homenaje al padre de Carmen, a los cien años de su nacimiento, en el Encuentro de Escritores Iberoamericanos que se realizaría en octubre del 2015).

Ella no parece vacilar en el momento de elegir estudios, que ascienden desde su Licenciatura en Filología Románica (1970) y el Doctorado en Literatura Hispanoamericana, hasta culminar como Catedrática de Literatura Hispanoamericana (1989), todo en la Universidad de Salamanca, donde permanece hoy. Ya a los veintidós años comienza a publicar artículos en revistas especializadas, como ocurre en 1973 con la revista de la Universidad de Puerto Rico. Y a prologar y editar obras de autores españoles y latinoamericanos a partir de 1977.

No hay duda de que, al escribir, en Barrionuevo predominan las virtudes de lo que podríamos considerar como un tono académico: exactitud, perfección, sobriedad. Sus frases y párrafos poseen un asombroso deslizamiento, plenos de lógica y lucidez. Rehúye todo malabarismo expresivo o conceptual. Elige un punto magnético en el texto a estudiar y decide cercarlo desde diversos ángulos. Sin embargo, no es adicta a conclusiones cerradas y cuando terminamos de recorrer alguno de sus ensayos, inesperados toques de su desarrollo vibran con ambigua atracción. De esta manera, lo que parecía una firme elaboración académica comienza a admitir nuevas relaciones, al punto de que también la calculada severidad expresiva resuena de otra manera. Esto ocurre especialmente cuando Barrionuevo toca asuntos de poetas. O cuando aborda narradores de gama barroca, vanguardista o de lenguaje intrincado.

Pero otros elementos pueden atraer la límpida exposición de Barrionuevo hacia contenidos no siempre evidentes en los autores estudiados, de tal manera que esas energías, aunque sometidas al análisis, pugnen por saltar hacia la superficie del ensayo. Me refiero a las conexiones entre un texto y el momento histórico en que es concebido o al cual alude; al eco personal que los hechos políticos determinan en un escritor.

Es entonces cuando la saludable prosa académica de Barrionuevo, su controlado estilo hialino, nos revelará en una segunda lectura el ardor, la pasión, la toma voluntaria de posición hacia aspectos que escapan del sintagma y atraviesan la existencia del escritor o de nosotros, los lectores. Tras la elegancia y suavidad expresivas de la ensayista, entonces, veremos fuegos infernales, denuncias, humor, dolores.

No puedo extenderme aquí para observar estas densas acumulaciones tras la fluidez expositiva, por lo que elijo apenas a cuatro de ellas.

Así, cuando aborda a Lezama Lima (autor de zigzagueantes énfasis) Barrionuevo lo enfoca desde una paradoja: «Porque esta obra no es una única cosa, ni puede atraparse por un único significado, y este es también uno de los rasgos que la constituyen como un singular hallazgo», cita para apoyarse, porque al dudar de la única cosa, del único significado, está convirtiendo la obra estudiada en cosa única, para evidenciar su rango de singular hallazgo. ¿No le hubiera encantado a Lezama este método bifronte?

Método: instrumento: que también se transfigura cuando, en uno de esos raros momentos en que Barrionuevo parece abandonar la ruta exacta, confiesa que los lectores de Lezama deben dejar de serlo para rehacerse con la voz (con la piel) del autor:

… pero también estimula con sus hallazgos a un lector que tiene poco menos que revestirse con la propia piel del autor si quiere penetrar en este mundo singular, y a la vez disfrutar de una escritura que avanza en espiral dificultando la directa comprensión de lo narrado. Y es que Paradiso desborda los márgenes de la novela, transgrede los límites genéricos con gran seguridad y eficacia, consciente el autor de la amalgama de elementos, incluso dispares, que combina y distribuye con gran desenvoltura.

Si acabamos de sentir la prosa de Barrionuevo como un latido espacial, permítanme ahora verla escribir desde una ondulación que transgrede los tiempos. En principio, arriesgando su perspectiva crítica, valorativa, a partir de un autor a quien sintió vivir en la propia Universidad de Salamanca. Y desde él, valorar un giro literario que no tardó en hacerse general.

Así, nos enuncia sobre la escritura que proponían Jorge Volpi y su generación: «Que esta manera de trabajar pueda ser, al menos, un índice de una parte de la novela latinoamericana del futuro es perfectamente posible, una novela más intelectualizada, más compleja, que responde a todos los mundos posibles».

Actitud –la de Volpi y su cofrades– que, a pesar de tan altos logros y perspectivas, arroja, desde el punto de vista analítico, para Barrionuevo, una casi orgánica y previsible faceta de la infinitud literaria:

En definitiva, el grupo presentaba con claridad sus ideas respecto al planteamiento narrativo y partía de la necesidad de una renovación, o más bien de una recuperación de la novela, para imponer reglas exigentes en cuanto a la profundidad y el lenguaje. No existió por tanto, un rechazo de los grandes autores del Boom, más bien todo lo contrario, y al ejemplo y al estímulo de los mejores acudieron en sus obras personales, como fue el caso de Las rémoras de Urroz, confesado homenaje a La casa verde y La vida breve. Lo que había quebrado para ellos, y de modo definitivo, era la literatura fácil que, en los años del Posboom, continuaba la manida receta del realismo mágico y que aventuraba una gran crisis para la novela con una banalización de procedimientos.

Si hasta aquí hemos observado a Barrionuevo palpar, desde las superficies escriturales, la vivaz oposición entre un modo literario y otro, entre una tradición formal y nuevas exigencias técnicas ante el mundo, toquemos en segundo lugar, cómo Barrionuevo, asediando al pensamiento (ya lo dije: fuegos, injusticias, dolores, libertad) nos conduce hacia un cosmos individual, secreto, pero también político, místico. Esto ocurre cuando con su estilo sin sobresaltos acoge a un autor de doscientos años atrás (cosa nada extraña: nuestra escritora trabaja con frecuencia obras y hacedores de diversos siglos).

Se trata de Juan Germán Roscio, intelectual de la independencia en América, exiliado, prisionero político, pero sobre todo hombre culto, conocedor de idiomas y amante de una expresión clásica, cuyo paralelo en el siglo XX será la claridad seca de José Antonio Ramos Sucre.

Roscio opta por la idea de acudir a las fuentes bíblicas para denostar y desmontar el poder de los reyes. El desarrollo de sus argumentaciones es minucioso y apoyado en frecuentes citas clásicas. Nada más parecido al primer estrato indicado antes en el estilo de Barrionuevo: argumentación, claridad, diafanidad fluida. La perfección de la forma llevándonos hacia la exactitud conceptual. En ambos, Roscio y Barrionuevo, tenemos que desobedecer al encantamiento de lo preciso, para sorprender el tono confesional, estremecedor o irreverente. Y entonces podemos encontrar esta apreciación personal sobre Roscio:

La idea central que rige su obra gira en torno a una obsesiva preocupación, la de observar que en los territorios de América el ciudadano de su tiempo se encuentra «encorvado bajo el triple yugo de la monarquía absoluta, del fanatismo religioso y de los privilegios feudales», y más concretamente, la implicación entre el poder político y la religión en la España de su tiempo, una alianza que incidía de manera notable no solo en los objetivos de la emancipación de los territorios americanos, sino en la libertad individual de los individuos, abiertamente menoscabada por el poder absoluto.

Palabras de Barrionuevo sobre Roscio que, de manera estremecedora, no solo hacen vibrar la experiencia de aquel individuo en su momento sino que, traspasando la historia, bien pueden ser aplicadas, con ligeras variantes a la Venezuela contemporánea. Como nos dirá ahora Barrionuevo:

Todo le lleva a su autor a sentenciar que no hay un «gobierno más arbitrario, e infernal que el de España» pues se trata de una «monarquía absoluta, sin leyes, sin constitución, sin religión», en la que cualquier cosa «depende del capricho y albedrío de un solo individuo, por lo común, tonto, preocupado y malvado», un gobernante que además exhibe hipócritamente el respeto a las leyes pero que se lanza en manos de religiosos y devotos. Es en este momento, tal vez por la experiencia que tuvo de forma directa en su prisión en España, cuando el venezolano despliega con amplitud algunos datos sobre la gran importancia de la imprenta en la difusión de las doctrinas de ese pensamiento servil y reaccionario.

Por lo menos media docena de ensayos críticos ha dedicado Carmen Ruiz Barrionuevo a Ramos Sucre. Así, estudia, con transluciente humor, un texto («Un sofista», 1926) que el poeta excluyó de sus obras y que casi siempre pasa desapercibido. He querido destacarlo porque me permite añadir dos rasgos, si no al método antes sugerido, a la marca pelúcida de la autora, cuyos efectos, también como ya he indicado, se prolongan indirectamente en el lector. El tema de Ramos Sucre es un terrible ataque a la gloria, inmensa para entonces, de Leopoldo Lugones.

Tanto o más implacable que el de Ramos Sucre, es el tono con Barrionuevo recorre los reclamos de este hacia Lugones:

Estas convicciones se derivaban hacia otra consecuencia grave: el rechazo de la compasión, también excluida por el pensamiento nietzscheano. No es extraño que esta y las citadas ideas colmen de indignación los comentarios de Ramos Sucre y acabe acusando a Lugones de desconocer la democracia cuyo fin es «suprimir la desigualdad artificial» y alcanzar la «aristocracia individual, como término de la competencia llana y franca». Y en alianza con estas concepciones también pone en evidencia su trasnochado biologismo mecanicista al acercarlo a las envejecidas tesis de Spencer –porque Lugones entiende la vida como un mero mecanismo–, así como también se aproximaría a Darwin al aceptar la teoría de la prevalencia del más fuerte. Para Ramos Sucre además resultan fundamentales dentro de la sociedad los valores de la compasión, o como él dice usando la palabra en su raíz griega: la «simpatía». Por eso destaca que Lugones olvida que «la noción primitiva de la justicia nace de la simpatía», es decir de la «compasión» o compadecimiento, de ahí que: «Nos sentimos amenazados al presenciar el agravio inferido a nuestro hermano». Conceptos en todos los cuales, aparte del ferviente idealismo ramosucreano, se puede captar el sentido cristiano de la vida que la teoría lugoniana había acabado por eliminar totalmente en los últimos años.

Análisis de Barrionuevo que ascenderá a uno de los temas reiterados de Ramos Sucre:

En cambio, para Ramos Sucre el caballero medieval no podía entenderse sin los componentes del idealismo y de las creencias de la religión cristiana, en cuya conformación tenía gran parte la devoción a la Virgen María. Ante la mirada del lector, Lugones rebajaba esta devoción hacia el ámbito de las deidades femeninas paganas para entenderla relacionada con la veneración de la Palas Atenea clásica. En este contexto debe entenderse el comienzo del último párrafo del texto de «Un sofista»: «Se encarniza puerilmente con el cristianismo, y lo apellida barbarie nazarena, usurpando el célebre adjetivo de Enrique Heine», frase que refleja la culminación indignadísima del poeta de Cumaná. Pero aún más, el reproche de Ramos Sucre entrañaba una doble perspectiva, por una parte le repugnaba el hecho de que el poeta argentino rechazara a la religión cristiana como uno de los fundamentos de la cultura occidental, y por otra le desesperaba su falta de originalidad literaria al elegir el adjetivo «nazarena» para calificar la esencia misma del cristianismo entendido como «barbarie» frente al «civilizado» mundo helénico.

Y ya concluyendo, a partir de estos párrafos de Barrionuevo, puedo proponer los dos rasgos que, a mi entender, contribuyen al fuerte efecto anímico que su escritura deja vibrando en el ánimo del lector. En primer término, y esto pudiera parecer un deber y un lugar común para el trabajo crítico, hay que notar cómo desde las citas, menciones o veladas alusiones hechas por un autor (porque el método de Barrionuevo se extiende hacia todos los temas y escritores que asedia) son investigadas, comparadas y desmontadas para darles un inesperado valor cuando las frote con el texto del autor estudiado. Con esa múltiple interpretación Barrionuevo confirma lo neto del tono académico, pero también se aleja voluntaria, voluptuosamente de él.

En segundo término, es notable como ella, al ubicar cronológica y estéticamente el objeto de su comentario, no omite las causas, implicaciones y posibles consecuencias que el comportamiento y los hechos históricos determinantes en el autor originarán en él. Así, la ensayista parece neutralizarse ante su tema, permitir que la obra observada y los acontecimientos que la rodean hablen por sí mismos. Cierta frialdad expositiva tiende a objetivar al perceptor (ella) y a colocarnos en un raro grado de asepsia.

Y, sin embargo, hemos dicho, las páginas de Barrionuevo nos hacen volver a ellas porque son pruebas intelectivas, pero especialmente porque han despertado una zona emotiva que no presentíamos. La ausencia de enlaces y explicaciones psíquicas para obras y autores, por paradoja en Barrionuevo, nos conduce a esos puntos sombríamente cristalinos –como hemos podido ver aquí en Lezama Lima, Roscio y Ramos Sucre– donde estallan la luz o la ambigüedad profundas de lo espiritual, de lo humano. Ella practica un método de la iluminación negativa, que salta y se desborda para someter al lector.

2

Durante veinticinco años –en Caracas, Salamanca y otras ciudades– he tenido el privilegio de coincidir con Carmen Ruiz Barrionuevo y el más raro todavía, de contar con su amistad. Sé que divinidades como Hesta y Talía custodian sus pasos, aunque también es posible que sea Carmen quien, en la actualidad, las oriente a ellas. Pocas veces es posible palpar el fuego intelectual, contenido o apasionado, como crece en ella cuando defiende una situación académica o un punto de vista analítico.

Por eso, aparte de haber leído y seguir leyendo su trabajo (nadie imaginaría la reticencia con que durante años ha respondido a la idea de reunir sus ensayos en libros), valoro de manera singular sus conversaciones, la manera como me ha permitido conocer a otros profesores e investigadores próximos a su sensibilidad y, desde luego, aquellos escasos correos electrónicos en que, según ella, “ha tirado del hilo” para permitirme conocer algunas imágenes de su vida.

Barrionuevo es, para mí y para todos, creo, una encarnación de la ciudad dorada y exigente, Salamanca, centro de la escritura, la reflexión y la belleza, cuya carne rocosa se alimenta de un río dulce, cuyo esplendor baja del cielo. Sin ella, la ciudad (y su sangre: la inteligencia) estaría incompleta.

Pero quiero cerrar estas líneas devolviéndome con ella, con sus palabras, al origen de una personalidad: al momento y los años iniciales en que sus padres la ofrecen a la realidad y donde se forja una percepción literaria que, para mí, es deslumbrante.

En el plano más personal recuerdo el Burgos gris de la larga posguerra, y sin embargo tan hermoso con las grandes hileras de árboles a las orillas del Arlanzón que llegaban más allá de la Cartuja de Miraflores, por donde paseábamos muy frecuentemente. Mi padre era muy sensible a la naturaleza y las estaciones del año, tan marcadas en esa zona de Castilla, con mucho frío y nieve en invierno y agradables primaveras y veranos. Y claro, la Catedral que era visible desde muy lejos y que cuando viajábamos anunciaba en lo alto la presencia de la ciudad.

Mis padres se conocieron en Jerez en la inmediata posguerra, mi madre se quedó huérfana de padre muy pronto, y la familia, su madre y los dos hijos, hubieron de salir buscando alguna protección de familiares cercanos. En ese periplo que pasó de Málaga a Puente Genil y luego a Jerez se encontró con mi padre.

Los dos provienen de familias sencillas sin ninguna alharaca, mi abuelo paterno era artesano zapatero, algo muy valorado entonces, y mi otro abuelo, natural de Torremolinos, que murió pronto como consecuencia de los males que trajo de la guerra de Cuba, era conserje en la Escuela Normal de Málaga.

(…)

Aunque de carácter soy castellana, mi ascendencia es cien por cien andaluza.

(…)

He tirado del hilo y he escrito mucho, tal vez demasiado.


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