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Hay un selecto grupo de intelectuales que se resistió al canto de sirenas de las ideologías autoritarias del siglo XX. Dentro de dicho grupo, quienes lograron mayor éxito de audiencia fueron los literatos, esencialmente aquellos cuyas metáforas sobre el terror del totalitarismo quedaron grabadas en el imaginario mundial. Es difícil pensar en Stalin y sus herederos sin que venga a nuestra mente el recuerdo de la obra de George Orwell, 1984, así como La rebelión en la Granja. Ambas han quedado como arquetipos para comprender a las dictaduras revolucionarias.
Encontraron menos receptividad los filósofos que trataron de hacer esa misma advertencia a nivel conceptual. Un buen ejemplo de esto fue Raymond Aron, quien denunció el carácter opiáceo de la ideología, y mostró cuál era la moral apropiada para un intelectual democrático. Lamentablemente, su estilo prudente y moderado quedó apocado por la demencial glorificación de la violencia revolucionaria de Sartre.
Una excepción fue Albert Camus, quien unió a su trabajo filosófico un gran talento literario para denunciar las amenazas de las ideologías mesiánicas. Pero igualmente, su gran libro, El hombre rebelde, fue muy desprestigiado por la intelectualidad de izquierda y no logró producir el impacto que se merecía.
Las glorificaciones de la violencia redentora, tal como la sartreana, se alimentan del resentimiento. Si alguna cosa buena tiene Nietzsche es una profunda agudeza psicológica. En tal sentido, uno de sus mayores aciertos fue el determinar que el resentimiento era la peor enfermedad para el alma. Lo formula de genialmente en La genealogía de la moral como el “paralogismo del corderito”. Un paralogismo es un argumento falaz donde me engaño a mí mismo. El corderito piensa que el águila que se lo va a comer es malvada, mientras que él se considera bueno porque no come corderitos. Esta es la lógica del victimismo.
El victimismo puede afectar a una sola persona, pero también puede afectar toda una civilización, tal como lo muestra el éxito de un libro: Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano, texto que ha promovido el resentimiento hasta conducirlo al cauce de la tentación totalitaria.
Existe un verdadero bloqueo mental para entender que somos responsables de nuestras acciones, y con ellas, de nuestro destino. Es mucho más fácil culpabilizar a otros de nuestros fracasos. En este sentido, los sospechosos habituales son el fantasma del imperialismo norteamericano, y lo que Antonio Negri llama “el Imperio”, como conjunto difuso de todo el capitalismo mundial. Estos son los chivos expiatorios que le dan sentido a nuestras desdichas, en vez de asumir la responsabilidad de que somos dueños de nuestro destino.
La ingrata tarea de inducirnos a reconocer y asumir nuestra responsabilidad histórica ha sido asumida por egregios intelectuales. Entre ellos, destaca el venezolano Carlos Rangel (1929-1988), periodista y ensayista, sobre todo, en su libro Del buen salvaje al buen revolucionario, publicado por Monte Ávila en 1976. Una obra que ya cumplió más de cuarenta años y cuya pertinencia histórica se ha hecho evidente con el paso del tiempo. Lamentablemente, todo eso no parece compadecerse con su poco éxito de lectura en las universidades latinoamericanas.
El origen del mito
El trabajo crítico de Rangel comienza con la genealogía de la mitología del resentimiento. En primer lugar, nos aclara que los mitos sobre América no son autóctonos, son un producto europeo, como el relato griego de la Edad de Oro. En definitiva, son proyecciones del inconsciente colectivo del viejo continente sobre el nuevo. En nuestros hombros recae la carga de la utopía de Tomás Moro y de otros muchos escritores que pensaban escapar a las miserias europeas a través del hallazgo del paraíso perdido en las tierras recientemente descubiertas.
“Cuando los latinoamericanos despiertan (en el siglo XIX) a la conciencia nacional, van a encontrar hecha una base mítica que les servirá para intentar reivindicar como propio el pasado precolombino de América; y más recientemente, hoy mismo, para intentar excusar o enmascarar el fracaso relativo de Latinoamérica, hija del Buen Salvaje, esposa del Buen Revolucionario, madre predestinada del Hombre Nuevo.” (Del buen Salvaje, p. 28).
Si bien Marx comparte el mito que supone que con la revolución se recuperará la sociedad originaria anterior a la lucha de clases, en este autor no hay rastro de justificación de que el atraso secular de algunos países se deba al desarrollo de otros.
“(A Marx) no se le ocurrió jamás sostener que el desarrollo de los países imperialistas y el atraso de los territorios coloniales se debiera en forma sensible a las relaciones (por otra parte odiosas, quién lo duda) de dominación de los primeros sobre los segundos, nexos en los cuales veía más bien Marx la única promesa de progreso para las áreas que hoy llamamos “Tercer Mundo”. (Del buen salvaje, p. 173).
Para un pensamiento de estirpe roussoniana, nuestros aborígenes, aunque no eran civilizados, poseían almas nobles. Ellos representaban la inocencia perdida por el pecaminoso devenir de la civilización. A partir de allí, es fácil fantasear que la inocencia originaria puede ser recuperada por la vía de la violencia redentora. De ese modo, el inicio de la historia se reconectará con la recuperación del paraíso perdido. Tal advenimiento será posible gracias a la acción liberadora del moderno revolucionario como heredero legítimo del buen salvaje.
“Para entender la transmutación del Buen Salvaje en el Buen Revolucionario, notemos que hay no sólo relación, sino identidad entre el estado del hombre antes de la caída y después de la salvación. El intermedio es un paréntesis en la beatitud natural. Los últimos días, serán como los primeros; el fin de la historia será el regreso a la Edad de Oro.” (Del buen salvaje, p. 37).
Tras la idea del cambio social mesiánico hay toda una teología histórica, la cual parece copiada del filósofo medieval Joaquín de Fiore, quien profetizó que la historia humana culminará en una etapa de paz perpetua debido a la realización perfecta del Espíritu Santo.
Las distorsiones
Rangel reconoce la prepotencia política y económica de los Estados Unidos de América sobre todo el continente, pero también considera que esa primacía no es la causa del retraso latinoamericano. Debemos estar alerta acerca de que uno de los recursos de la ideología es invertir las relaciones de causalidad, es decir, poner los caballos detrás de la carreta:
“El imperialismo norteamericano en América Latina no es, desde luego, ningún mito. Sólo que es una consecuencia y no una causa del poder norteamericano y de nuestra debilidad. Hasta el despojo más inicuo, por reprobable que sea, no excusa de buscar una explicación racional para la fuerza del ladrón y la debilidad de su víctima.” (Del buen salvaje, p. 55)
Desde que la América Española comenzó su vida independiente, ha tenido problemas para encauzarse en sociedades republicanas saludables. No ha logrado formas de gobiernos democráticos estables, sino que su historia ha estado plagada de caudillos militares y revoluciones que han conspirado contra su evolución política, económica y social:
“Hacia fines de 1822, la independencia de la América Española estaba prácticamente consumada. A la vez, la debilidad, vulnerabilidad y nula preparación para la vida autónoma de las nuevas repúblicas, eran perfectamente aparentes para los contemporáneos, y preocuparon a los norteamericanos.” (Del buen salvaje, p. 57).
Rangel enfatiza cómo el atraso de la región ha sido un problema no solo para nosotros, los directamente afectados, sino también para los mismos Estados Unidos, pues eso causa un desequilibro regional.
La inversión de los valores
Después de la independencia, hubo muchas guerras civiles en la América Española, las cuales tomaron la forma de confrontación entre liberales y conservadores. Dichas denominaciones eran más nominales que reales. Así que los liberales resultaron tan retrógrados como sus rivales conservadores.
“No surgió, no podía surgir ninguna burguesía ilustrada de esas reformas liberales, puramente teóricas, letra muerta en códigos importados, y en ningún caso reflejo de las verdaderas relaciones de producción y de las verdaderas estructuras de poder.” (Del buen salvaje, p. 130).
La ausencia de un sector realmente ilustrado, que fuese capaz de liderar a nuestras naciones, provocó que nos convirtiésemos en adictos a las mitologías resentidas y a las ideologías antiliberales.
“La verdad es demasiado desagradable, y por eso Latinoamérica es extremadamente vulnerable a las interpretaciones históricas y a los proyectos políticos construidos sobre la mentira, o que apelan a la verdad sólo a medias. Y en esa forma llegamos a declarar execrable a lo mejor de nosotros mismos (e.g. Sarmiento o Jorge Luis Borges) y admirable lo peor (e.g. Juan Manuel de Rosas o Perón).” (Del buen salvaje, p. 133).
El miedo a la verdad, y también a la libertad, han conducido a un tóxico resultado en nuestra cultura: hemos terminado glorificando a nuestros villanos, a los destructores, y despreciando todo aquello que buscase una fórmula de superación.
Educación para la libertad
En estos momentos, cuando muchas ciudades latinoamericanas arden en el resentimiento populista, el pensamiento de Carlos Rangel tiene un peso inobjetable para evitar quedar atrapado por las pasiones políticas.
Rangel coadyuva a pensar el porvenir desde el liberalismo político, la ideología más benigna de todas, pues la democracia es, tal como afirmaba Churchill, el menos malo de los sistemas de gobierno. Es difícil pensar una vida civilizada sin los logros históricos del pensamiento ilustrado: elecciones libres, parlamentos, separación entre iglesia y Estado, y, sobre todo, las libertades.
Es importante señalar que Rangel no parece ser neoliberal, o lo que es lo mismo, un defensor a ultranza de los privilegios capitalistas a costa del bien común. Más bien se presenta preponderadamente como un liberal político. El neoliberal está más preocupado de las libertades del mercado que del bienestar social y de las libertades políticas. Este no es el caso de Rangel, quien hace una defensa histórica del APRA, partido peruano que se erigió en decano de la socialdemocracia latinoamericana. Un neoliberal ortodoxo no se permitiría expresar tal tipo de simpatías.
Tanto el populismo como neoliberalismo piensan en términos de “enemigos complementarios”, en el sentido que le asigna Todorov: o ustedes o nosotros. Por eso, a la larga, son peligros para la democracia. Esto pone en riesgo el Ethos democrático, el cual está constituido por el respeto mutuo, la compasión y el diálogo.
Las nuevas generaciones pueden aprender de Rangel a distinguir y neutralizar las ideologías mesiánicas, que aspiran a la utopía, al costo de sacrificar la ética en nombre del poder, lo cual tiene como resultado tanto la tiranía como el genocidio.
En contraste, desde la perspectiva del humanismo y el liberalismo político, Carlos Rangel denunció la mitología autoritaria que constituye un peligro para los derechos humanos. En conclusión, este importante pensador venezolano nos ha enseñado a no añorar el salvajismo resentido, cuando lo que necesitamos es preservar la dignidad propia de la civilización democrática.
Wolfgang Gil Lugo
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