Caracalla, busto.
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Sin siquiera imaginarlo, un día de primavera o tal vez invierno del año 212 buena parte de los más de cuarenta y cinco millones de habitantes que entonces tenía el Imperio Romano se convirtieron en ciudadanos. Hasta entonces solo lo eran los naturales de la Ciudad (recordemos que la Ciudad, así con mayúscula, era Roma) y sus socii italianos. Los demás eran simples peregrini, habitantes de las provincias sin derechos ciudadanos, los cinco derechos que constituían la plena ciudadanía romana: el derecho a voto en las asambleas (ius sufragorum), el derecho a postularse y ser electo (ius honorum), el derecho a efectuar contratos y poseer propiedades (ius commercii), el derecho a contraer matrimonio, convertirse en pater familias y que sus hijos también fueran tenidos como ciudadanos (ius connubii), y el derecho a conservar el estatus de ciudadano en cualquier lugar donde rigiera el derecho romano (ius migrationis). Un día eso cambió por completo. Todos los habitantes libres de todas las provincias del Imperio (entonces entre un 80% y un 90%), salvo los llamados pueblos “dedicticios” (los que aun sometidos se mantenían rebeldes a Roma), se convertían en ciudadanos por igual, con los mismos derechos.
¿Cómo pudo ser todo aquello? Pues, como escribe Irene Vallejo en El infinito en un junco (Madrid, 2019): “de un plumazo”. Marco Aurelio Severo Antonino Augusto, mejor conocido como Caracalla por una capa larga (el carcallus) que usaban los galos y que él había introducido en Roma, era hijo del emperador Septimio Severo, nacido en Libia (los pintores lo representan con la piel oscura), y de Iulia Domna, nacida en Siria y proveniente de una familia siria-árabe de sacerdotes del dios El-Gabal. Él mismo había nacido en Lugdunum, hoy Lyon, capital de la Galia Lugdunense. Era, pues, personificación de la inmensa mezcla multicultural y multiétnica en que se había convertido el Imperio. A los siete años, tras la toma del poder por parte de su padre, Caracalla fue designado “César”, sucesor al trono. En 198 se le nombró “Augusto”, compartiendo el poder con su padre y, a partir del 209, con su hermano menor, Lucio Septimio Geta. Grave error, a la muerte de Septimio Severo el 4 de febrero del 211 se desató una lucha fratricida por el trono, que terminó en noviembre de ese año con el asesinato de Geta a manos de su hermano Caracalla, quien además proscribió su memoria (damnatio memoriae).
De resto, salvo las crueles purgas que ejecutó en Roma contra los seguidores de su hermano, las guerras que llevó contra partos y germanos, algunas obras de infraestructura y una brutal carnicería que ordenó en Alejandría cuando fue a visitar la tumba de su admirado Alejandro (lo que exacerbó la antipatía hacia él y acrecentó su fama de sanguinario), en su corta vida y mediocre reinado no hizo mucho digno de recordarse, salvo la llamada “Constitución Antoniniana”, la Constitutio Antoniniana de civitate danda, conocida como Edicto de Caracalla. Vale la pena que lo transcribamos íntegro, tal y como se conserva en el Papiro de Giessen:
“El Emperador César Marco Aurelio Severo Antonino Augusto proclama: Es preciso después de haber recibido peticiones y requerimientos buscar ante todo cómo podría dar gracias a los dioses sacratísimos, porque con la presente victoria me honraron y me guardaron salvo. Así, pues, creo de este modo poder satisfacer con magnificencia y piedad su grandeza, asociando al culto de los dioses a cuantos miles de hombres se agreguen a los nuestros: otorgo a todos cuantos se hallen en el orbe la ciudadanía romana, sin que nadie quede sin una ciudadanía, excepto los dedicticios. En efecto conviene que todos, no solo contribuyan en todo lo demás, sino que participen también de la victoria. Y esta constitución nuestra manifiesta la grandeza del pueblo romano…”
Contrasta la trascendencia del documento con el poco eco que las fuentes de la época hacen de él, quizás a causa del mínimo impacto que tuvo en su momento. Apenas Dión Casio, en su Historia Romana (LXXVII 9, 4-5), comenta maliciosamente que la medida tenía como objeto ampliar la base fiscal para poder costear las onerosas guerras que libraba el emperador. Es decir, se debió solo a la codicia. Ulpiano, en el Digesto (I 5, 17), lacónicamente registra: “los que están en el orbe romano se hicieron ciudadanos romanos por una constitución del emperador Antonino”. Más de un siglo después, Agustín, oriundo del África como los Severos, dirá: “El privilegio antes reservado a unos pocos, fue extendido a todos” (Dei Civ. V 17).
Hoy las críticas de Dión Casio han sido desestimadas por los historiadores, quienes han demostrado que, si bien no dejaron de ingresar a las arcas los impuestos de los nuevos ciudadanos, por otra parte se dejaron de percibir otros tributos que antes se cargaban a los peregrini. En realidad, bajo las insinuaciones del historiador y la tibia acogida de los comentaristas también yace la resistencia del Senado y de los círculos conservadores, que veían en estas reformas una inaceptable nivelación social y una barbarización del Imperio, a más de una ruptura con la tradición itálica y oligárquica, impulsada por un Emperador proveniente de una dinastía de origen africano.
Otras consideraciones de tipo político y social cuentan. Al ampliar la base fiscal, el Emperador quizás aumentaba la recaudación, pero también la homogenizaba, igualándola y extendiéndola, lo que redundaba en una mayor cohesión y nivelación social que entonces parecía imprescindible. Caracalla se mostraba a favor de la clase campesina y militar en detrimento de la senatorial, consolidando su monarquismo militarista a la vez que sentando las bases de un verdadero imperio multiétnico y multicultural. Un ejército étnicamente diverso como base para la cohesión de un imperio global. Se trataba de otro lenguaje político que entonces pocos eran capaces de comprender. No será por nada que Ulpiano declaraba en el Digesto (I 1, 3) que “en lo que concierne al derecho natural, todos los hombres son iguales”, y contemplaba el uso de lenguas como el arameo, el púnico y el galo.
También importan consideraciones de tipo cultural. Los Severos, tampoco Caracalla, no gobernaron solos. Un Consilium principiis compuesto por juristas y senadores, verdadero Think tank de la época, dirigía la transformación del imperio y le daba carácter sistemático. Influyente era también el círculo en torno a Iulia Domna, la Emperatriz-madre. Allí se reunían juristas como Filóstrato de Lemnos y eruditos como el retórico Claudio Eliano o el doxógrafo Diógenes Laercio, provenientes de distintos puntos del Imperio. Algunos historiadores se atreven a sugerir que fue de estos círculos ilustrados de donde salió la idea del Edicto. Ello no va en menoscabo del carácter mismo del Emperador. Espíritu cosmopolita, hizo construir un templo al dios egipcio Serapis en medio de Roma, sobre la colina del Quirinal, nada menos que junto al templo de Júpiter Capitolino. Profundo admirador de Alejandro, le imitó al punto de hacerse llamar también Magnus, y vio en él un símbolo de la unión entre Oriente y Occidente que debía consolidarse bajo Roma. Esta imitatio Alexandri suponía la construcción de un imperio universal, animada por un sincretismo religioso e inspirada en las ideas cosmopolitistas de los viejos filósofos helenísticos. Qué duda cabe, Caracalla sería el nuevo Alejandro.
Fue el jurista Herenio Modestino, discípulo de Ulpiano, quien dijo: Roma communis nostra patria est, “Roma es nuestra patria común”. Sin embargo pareciera que la discriminación fuera un instinto histórico. La vieja diferencia entre cives, “ciudadanos”, y peregrini era sustituida, ya en tiempos del Edicto, por otra entre ricos y pobres, potentiores y humiliores, cuya vigencia sin duda permanece intacta. Paradojas del destino, hoy la historia sitúa a Caracalla, junto a Nerón y Calígula, en el purgatorio de los malos-malísimos de Roma. Su bien ganada fama de sanguinario y asesino consiguió imponerse a la revolucionaria trascendencia del edicto que lleva su nombre. Es verdad, la Constitución Antoniniana en su momento no cambió la vida de nadie, pero en cambio dotó de fundamento jurídico (esencial en la mentalidad romana) a un proyecto de imperio universal, al tiempo que transformaba para siempre la identidad de Roma y sentaba las bases de la romanidad, la vieja Romanía, sin la que fuera imposible comprender a Occidente. También señaló un camino para los que en el futuro apostaran por la inclusión y la solidaridad.
Mariano Nava Contreras
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