Música

Canciones para irse de casa

18/04/2021

Fotografía de Andrés Kerese

No hace mucho, un poco más de cuarenta años, cuando apenas terminé el bachillerato, me di el lujo de irme de casa. No tenía la necesidad de salir a buscar mi futuro. Me bastaba y sobraba seguir viviendo el presente. No me preocupaba ni universidad ni a dónde iba a estudiar; más bien veía una oportunidad de seguir con el plan de «A ver qué vamos a hacer al salir de clases».

Así que ejercí mi derecho a ser joven e irresponsable por un tiempo. La rebeldía no me dio para ir tan lejos. Una tarde, en contra de la voluntad de mis padres, algo que no les duró más de dos meses, me fui junto a un par de amigos, en la parte de atrás de un Toyota descapotable, a estudiar Oceanografía y Acuicultura.

Aparte de ropa no tenía ni idea de lo que iba a necesitar para vivir junto a dos amigos igual de inútiles que yo. Estaba dispuesto a dejar la lavadora, secadora y comida de la casa a cambio de poder hacer lo que quisiera. En esa época, la música se escuchaba en el reproductor de cassette del carro o en el equipo de música del cuarto. Hablar por teléfono y escuchar música no era algo tan fácil y a la mano como ahora. Si te ibas de casa, tenías que meter la mayor cantidad de canciones en unos cuantos cassettes y cargar con ellos hasta el nuevo destino. De lo que me llevé de equipaje no me acuerdo mucho, pero sí de los discos y canciones que me acompañaron los primeros días que me tomó instalarme en Margarita: Darkness on the Edge of Town, de Bruce Springsteen; Against The Wind, de Bob Seger & The Silver Bullet Band; Late for the Sky, de Jackson Browne; The Parkerilla, de Graham Parker & The Rumour; One for the Road, de The Kinks; Kaya, de Bob Marley. Discos que se fueron quedando grabados en la corteza frontal de mi cerebro. Por eso, ahora no soy capaz de acodarme qué escuché esta mañana mientras me tomaba el café, pero podría cantar perfectamente en karaoke «Against The Wind» de Bob Seger.

Margarita, a comienzos de los años 80, era un experimento social al que nos sumamos sin haber sido invitados. La excusa era ir a la isla para parecernos al explorador Jacques Cousteau, pero en realidad queríamos surfear todos los días. Para tres navegados, recién bajados del ferry, todo era nuevo; hasta la música que íbamos a comenzar a escuchar. No nos costó mucho enterarnos de lo que teníamos que hacer después de salir de clases. Tampoco es que hubiese muchas cosas que hacer. Íbamos todos los días a Playa Parguito donde había un niño llamado Cumbagua que vivía en un ranchería de pescadores. No tenía tabla, tomaba la mía y la de mis otros amigos, pero surfeaba mejor que todos nosotros. No sé si llegamos a formar parte de la fauna de personajes que hacían vida en la playa, pero sí estoy seguro que desde el primer día fuimos bien recibidos. Solo había donde comer, todo vegetariano, en un kiosko repleto de pinturas del artista venezolano Juan Loyola. Los fines de semana, después de salir de la playa, íbamos a un hotel en Playa Cardón a ver a los Morochos Mujica tocando con su banda en vivo.

Andrés Kerese en Playa Parguito. Fotografía de Andrés Kerese

De la primera de las idas al hotel Cardón me llevé como tesoro dos canciones que tocaron Los Morochos junto a su banda. Nunca las había escuchado y ahora, cada vez que siento la necesidad de salir del lugar donde estoy, así sea solo la parte frontal de mi cerebro, recurro a ellas. «Simple Man» aparece en Song for Beginners de Graham Nash, pero la mejor versión que he escuchado, la que me dejó marcado fue la de esa noche, experimentando con las cantidades de Triple Filtrado la Florida que podía soportar del pico de la botella. «Carried Away» es la canción más bella de Crosby, Stills & Nash, y la versión de los Morochos logró convertirse en un himno a la juventud. Sobre cómo terminó el concierto no me acuerdo nada. El triple Filtrado La Florida, después de varios tragos a rin pelado, borra la memoria.


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