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Cualquiera de las estrategias que pretenden aliviar la rutina de los trabajos de la casa han sido históricamente apreciadas por mi madre. Ella, quien incluso ahora que sus dos hijos no estamos en casa sigue limpiando cada sábado, siempre aprovechó esa dinámica para impartirles a sus dos crías varones las más importantes lecciones de nuestra educación sentimental: su música.
Aun así, con la música de Camilo Sesto era distinto. Su olor era el del café recién hecho: al final de la tarde, mi mamá se tomaba una taza de guayoyo viendo hacia el impecable paisaje de nuestra casa limpia mientras oía «Melina» o aquella versión de «Getsemaní» que sólo años después supe que pertenecía a un musical de Andrew Lloyd Webber. Porque para mí esa canción no era el Mesías antes de su crucifixión, sino el café de Chela viendo el extenso piso rojo del apartamento de la letra L, piso 9, Bloque 36.
Y ahí se me juntan el pop, la memoria y la tristeza.
Entonces, recuerdo que hay un documento audiovisual capaz de resumir en apenas minutos la dimensión performática de la balada española, pero que también es un hermoso documento pop de la absurda y conmovedora tristeza del éxito.
Se trata de una entrevista que Julio Iglesias le hizo a Camilo Sesto en 1981, en la previa a la vigésima primera edición del Festival Viña del Mar. Ambos están sentados en unos sofás cuyo color resulta inefable para el ojo digital. En medio de ese simulacro doméstico que traza el mobiliario, todo parece pensado para hacernos creer que no somos audiencia, sino vouyeristas privilegiados y testigos de una conversación entre dos amigos que hablan sobre inspiración y se preguntan cómo escriben sus canciones.
Y en un momento dice Camilo: «Yo escribo mis canciones sin esperar la inspiración. Si esperara la inspiración, quizás escribiría una letra cada quince o veinte años. Y si esperara la felicidad serían uno, dos, tres… toda la vida. […] Hay que salir a la calle. Es en la calle donde está todo. La felicidad. Los amigos. El dinero. El trabajo. La inspiración. Todo te lo da la vida, la calle».
Resulta conmovedor ver la reacción instintiva de Julio Iglesias, la gran estrella española, movido por la fascinación que le generan esas afirmaciones: «¿Y tú sales?» ¡Cuánto de ellos se condensa en esa pregunta ligera, salida de gozne, espontánea! «¿Y tú sales?»
Después de que Camilo le responde que sí, que sale, a pesar de lo que le recomiendan por razones que van de la seguridad al prestigio, en Julio aparece una epifánica participación: «Camilo, cuando nosotros coincidimos nos hablamos de «¿A dónde vas?» o «¿De dónde vienes?» Pocas veces nos preguntamos, por ejemplo, «¿Te sientes bien?» o «¿Estás feliz?» ¡Nunca! O casi nunca nos preguntamos eso…»
¿Cuánto de aquel placer sereno de mi mamá viendo su piso rojo pulido podrían echar de menos Julio Iglesias y Camilo Sesto, entre aeropuertos y hoteles de lujo?
Ninguno de los dos ídolos permiten que la tristeza que acaba de asomarse los invada. ¡Y entonces aparece la mágica sanación de la comedia! Como si se tratara de adolescentes empujados por el deseo de pasarla bien mientas se ríen de los amigos, Julio convence a Camilo de que imite al único ausente en esta Santísima Trinidad: mi preferido, Raphael. Y las razones para hacerlo volverán a conmover a quien sienta un mínimo respeto por la maravilla humana que es el pop:
—No nos paramos, por ejemplo, a decirnos: Oye, Camilo… ¿serías capaz de cantar… o de imitar, por ejemplo, a Raphael?
—¡O a ti!
—¡O a mí! ¿Serías capaz?
—Yo sí. Yo no le tengo en la vida miedo a nada. Me gusta mirar a la vida de frente, cara a cara. Y me gusta, bien en ratos de entretenimiento y distracción o con amigos… o donde sea: una alegría y una sonrisa en la vida es lo que más me llena.
Y a partir de ahí se divierten como muchachitos, esperando que a usted y a mí, treinta y ocho años después de aquella conversación, nos siga apareciendo una sonrisa ante el delirio que tiene lugar en este juego.
Escribo «delirio» y lo hago con cuidado y con intención. Después del performance de las imitaciones, en el video sucede algo fascinante: de pronto tenemos una vista aérea de la costa de Viña del Mar, gracias a una toma de helicóptero que ponía en evidencia la vanguardia de entonces. Sin embargo, los micrófonos quedan abiertos y escuchamos que los ídolos tienen calor, tienen sed, tienen urgencias… todo mientras vemos cómo luce el mundo cuando es visto desde arriba.
Con el tiempo, quienes hayan permanecido atentos a la vida de Camilo Sesto entendieron que sí tenía miedos.
Miedo al paso del tiempo. Miedo al olvido. Miedo a desaparecer.
Sus hijos no se convirtieron en ídolos de la música urbana capaces de eclipsarlos, como los de Julio. No tuvo nuevos éxitos ni sorprendió en el teatro musical como Raphael. No hizo canciones con Joaquín Sabina como Rocío Dúrcal. No hubo más.
Sin embargo, en este domingo de duelo para la balada española, en las casas queda el olor a limpio de quienes seguimos limpiando los sábados. Y en medio del aroma a pino y a café, ya no es Melina a quien se le dice que «La huella de tu canto echó raíces…», Camilo.
Willy McKey
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