Perspectivas

Bradbury: el futuro que dejamos atrás

15/03/2020

Fotografía de PIERRE VERDY | AFP

Me convierto en marciano,
no sé ni cómo me llamo,
a veces no puedo ni dormir,
en marciano me fui a convertir

(Misfits / Molotov)

Lo que sigue no es una invitación a la lectura sino una celebración de lo leído. Si no has pasado por el libro sobre el que aquí se trata huye sin demora, porque te lo vamos a contar.

Ya hace cincuenta y un años que, gracias a la ficción, llegamos a Marte: en febrero de 1999. Sabemos de ese primer viaje por una mujer llamada Ylla que nos soñó, una Casandra roja. Como en la Ilíada –las crónicas troyanas– la historia de este asedio es narrada inicialmente desde el punto de vista de los perdedores, de una mujer que sueña y cuenta a su marido escéptico sobre la inminente llegada de la primera expedición, y que terminará siendo abortada por un marido celoso, o que simplemente intuye que con la llegada de los primeros terrícolas comienza el fin de su civilización, de una raza que Ray Bradbury dibuja en su libro publicado en 1950, imaginada como una conjunción de lo mejor de Persia, Grecia y Roma antiguas, una dimensión mediterránea en el cuarto planeta, adonde también ha viajado la nostalgia de lo que nunca fue.

El relato de la segunda expedición, que arriba en agosto de ese mismo año, tiene un componente cervantino, quizás por lo que de locura o percepción de la demencia hay en el Quijote. Este nuevo grupo de astronautas logra contactar a los nativos pero estos los tratan como lunáticos, es decir, como terrícolas. Los marcianos son telépatas y cuando enloquecen pueden materializar y hacer visibles sus alucinaciones, y hasta hay una enfermedad mental que consiste en creerse proveniente de la Tierra. Esta tripulación de astronautas dueños de una locura que les permite materializar hasta un cohete que parece de verdad termina internada en un manicomio, y luego se les aplica la eutanasia. El psiquiatra marciano es un santo Tomás irreductible, cuando ve que las alucinaciones sobreviven a los alucinados asume que lo han contagiado, y se suicida.

Hay que reconocer que las expediciones militares norteamericanas imaginadas por Bradbury –si nos remitimos a las crónicas terrestres de las incursiones y excursiones de esta nación durante los siglos XIX y XX– son tan fantasiosas como la existencia de canales navegables y barcas que levitan sobre las arenas del desierto rojo; se presentan de manera pacífica y, como decíamos de niños copiando algún doblaje de serie norteamericana, en «son de paz». Al mismo tiempo hay que reconocerle cierta clarividencia al imaginar un siglo XXI en el que a medida que se va descubriendo y colonizando Marte, la destrucción del planeta natal está cada vez más cerca. Entre 1999 y 2026 la Tierra no es consumida por los populismos de distintos signos, por el neocapitalismo asiático o por la polución y el calentamiento antropogénico de la biósfera, sino por un conflicto nuclear que nuevamente se encuentra al alcance de la mano de más de un fanático ególatra en el poder.

Nos estamos adelantando, volvamos veinte años atrás.

En abril del 2000 amartiza la tercera expedición en lo que parece ser Green Bluff, Illinois, como era en 1920. Es el relato de las Crónicas que más inquietó a Borges, tal y como señaló en el prólogo a la primera edición hecha por Minotauro en agosto de 1955 (en torno a este libro los meses son tan importantes como los años). Esta nueva misión actúa con cierto recelo por la falta de noticias de las expediciones anteriores y sospechan una posible actitud hostil por parte de los marcianos (el problema que suele presentarse con los locales cuando te empeñas en invadir su territorio), pero no está preparada para este encuentro, o reencuentro con un lugar de la Tierra que no sólo dejaron atrás en el espacio sino también en el tiempo. La tripulación vuelve a compartir con padres, hermanos y amigos muertos o con los que perdieron contacto hace años; lugares de la infancia y juventud desaparecidos que ahora retornan como parte de una trampa creada gracias a los poderes telepáticos del pueblo marciano. Borges: «su horror (sospecho) es metafísico; la incertidumbre sobre la identidad de los huéspedes del capitán John Black insinúa incómodamente que tampoco sabemos quiénes somos ni cómo es, para Dios, nuestra cara.»

Por un momento los marcianos, como los troyanos, habrán creído posible vencer la invasión de los terrestres, pero es porque no habían leído a Wells a través de un espejo: en este caso las bacterias alienígenas acabarán con los nativos, tal y como lo hicieron las enfermedades europeas en el Nuevo Mundo, o como los virus chinos en este mundo virtual donde ahora residimos. La cuarta expedición, en junio de 2001, ya no encuentra resistencia alguna, la mayor parte de las ciudades marcianas están muertas, pobladas por cadáveres y fantasmas. Marte, una cultura de un millón de años, agoniza a causa de la varicela y es contemplada por Spender, el arqueólogo de este grupo, con una simpatía creciente al tiempo que crece su aversión por la conducta arrogante e irrespetuosa de sus compañeros. Dice Spender:

–Creo en las obras, y hay muchas obras en Marte. Hay calles y casas, e imagino que también habrá libros, y grandes canales, y relojes, y cuadras, si no para caballos quizá para animales domésticos de doce patas, ¿quién sabe? En todas partes veo cosas usadas. Cosas que fueron tocadas y manejadas durante siglos.

Si usted me pregunta si creo en el espíritu de las cosas usadas, le diré que sí. Ahí están todas esas cosas que sirvieron un día para algo. Nunca podremos utilizarlas sin sentirnos incómodos. Y esas montañas, por ejemplo, tienen nombres… Nunca nos serán familiares; las bautizaremos de nuevo, pero sus verdaderos nombres son los antiguos. La gente que vio cambiar estas montañas las conocía por sus antiguos nombres. Los nombres con que bautizaremos las montañas y los canales resbalarán sobre ellos como agua sobre el lomo de un pato. Por mucho que nos acerquemos a Marte, jamás lo alcanzaremos. Y nos pondremos furiosos, ¿y sabe usted qué haremos entonces? Lo destrozaremos, le arrancaremos la piel y lo transformaremos a nuestra imagen y semejanza.

–No arruinaremos este planeta –dijo el capitán–. Es demasiado grande y demasiado hermoso.

–¿Cree usted que no? Nosotros, los habitantes de la Tierra, tenemos un talento especial para arruinar las cosas grandes y hermosas.

Poco después Spender se «convierte en marciano» y trata de eliminar a todos sus compañeros, repitiendo así otro tópico de nuestra humanidad, el de la empatía que se hace conversión: el bárbaro que decide defender Roma de sus compañeros, el conquistador español que se vuelve indígena, el sargento de policía que se pasa al lado del bandolero. Pero Marte está condenada, y la humanidad también. En 2005 finalmente la guerra total comienza y la mayor parte de los colonos deciden volver a la Tierra, quedando apenas algunos seres deambulando por ciudades tan solitarias como las ruinas marcianas; pero antes del retorno masivo hay dos historias que vale la pena destacar.

En «Usher II» un fanático de la obra de Edgar Allan Poe reconstruye la casa Usher, poblándola con todos los artilugios de tortura y terror de los relatos de este narrador extraordinario, e invita a su inauguración y caída a censores y miembros de la «Sociedad de la Represión de la Fantasía». Bradbury nos recuerda –aunque todavía no hubiera empezado cuando publicó las Crónicas– la atmósfera creciente de opresión, persecución y miedo que caracterizaría a la sociedad norteamericana entre 1950 y 1956. En este relato la persecución se orienta hacia cualquier manifestación de ficción, juego o fantasía, de todo texto que estimule la imaginación. Un relato que preanuncia su novela publicada en 1953, Fahrenheit 451.

Ese mismo año, en septiembre, se presenta en una colonia el que podría ser el último marciano, pero al contrario de Spender, el arqueólogo que se convirtió en marciano, éste tiene la habilidad de transformarse en un ser humano querido y que haya desaparecido, un hijo muerto, una hija perdida, un amigo al que se perdió la pista, siempre y cuando permanezca bajo la vista de los dolientes. Quizás somos más como nos ven que como creemos ser, pero aunque podemos ser alguien para cada uno no podemos ser uno para todos, no al mismo tiempo.

Éste fue el otro relato destacado por Borges en el prólogo de la edición de Minotauro de 1955, y también fue el primer texto de  Crónicas marcianas sobre el que escuché hablar a José Balza en agosto de 1979, apenas diez años y un mes después de la llegada del hombre a la Luna.

Libro de profecías incumplidas, o realizadas en otra temporalidad, una perteneciente a esa otra manera de la vigilia que puede ser la literatura (todo lo contado pasó en 1950, en 2026 y cada vez que alguien abre este libro en algún rincón de la vieja Tierra), es un volumen de cuentos que puede leerse como una novela, o bien una novela estructurada en forma de volumen de cuentos. Ray Bradbury, que este año, junto a Isaac Asimov, se convierte en un autor centenario, no sólo se anticipa a la cacería de brujas del macartismo, también a todo el programa espacial. Cuando se publican las Crónicas faltan todavía siete años para que los rusos coloquen el primer satélite en órbita y once para que Yuri Gagarin se convierta en el primer ser humano en orbitar alrededor de la Tierra durante poco más de una hora.

La velocidad con que Estados Unidos desarrolló su programa espacial dejó atrás a los rusos y a más de un relato de anticipación, como la novela de Arthur Clarke, El fin de la infancia, publicada el mismo año que Fahrenheit 451, en la que el viaje a la Luna se ve truncado por la aparición de unos extraterrestres que en los sesenta nos consideraban listos para evolucionar. No fue así, no evolucionamos, pero al menos esta novela influyó en un par de temas y en el diseño de una portada de tres grupos emblemáticos del rock británico: Pink Floyd (Obscurecido por las nubes), Génesis (Foxtrot) y Led Zeppelin (House of the Holy).

En menos de veinte años la NASA comenzará a depositar regularmente hombres en la Luna (ninguna mujer posó su planta en ella, todavía) y de haber seguido ese impulso y con el mismo acceso ilimitado a  recursos financieros, la NASA le hubiera ganado la carrera espacial a Bradbury y hubiera llegado a Marte a mediados de los ochenta. Pero la exploración espacial fue dejando de ser una prioridad y se desdibujó aún más al derrumbarse uno de los competidores que daba empuje e interés a la carrera: la Unión Soviética. Los siguientes treinta años hubo avances notables en la exploración espacial, a la que se han incorporado más países, y de nuevo hay un germen de carrera espacial –esta vez principalmente entre China y Estados Unidos, pero con otros corredores que pueden sorprender, como la Unión Europea (si no colapsa antes), India y hasta los mismos rusos– por quiénes serán los próximos humanos en volver a la Luna y en llegar a Marte antes del 2050.

Por ahora, Bradbury sigue adelante: en abril de 2026 una nave procedente de Neptuno, dirigida por el mismo capitán que escuchamos conversar con el marcianizado Spender, para en Marte antes de seguir su viaje a la Tierra y se encuentra con algunos sobrevivientes. Sabe que es muy probable que no encuentre nada, que es probable que la Tierra ya sólo sea una casa vacía y envenenada, pero aun así quiere volver.

«Una casa vive únicamente de hombres, como una tumba», dice Vallejo en «No vive ya nadie en la casa», mientras camina por la nueva casa Usher. Bradbury lo evoca seguramente sin conocerlo y nos habla de otra casa en agosto de 2026, en «Vendrán lluvias suaves», una que sigue viva sin sus habitantes y que a través de sus desperfectos y deterioros nos cuenta el fin, la muerte de una civilización. En octubre de ese mismo año, pero en otro planeta, asistiremos a la llegada de familias sobrevivientes eligiendo para un nuevo comienzo, en vez de los asentamientos humanos abandonados, las antiguas y frescas ciudades marcianas. La raza humana ha desaparecido, que viva la nueva raza marciana.

Esto podría pasar dentro de seis años, o dentro de cien, si es que logramos revertir algunos de los desastres que actualmente nos amenazan y seguimos aquí. Mientras allá, en agosto de 2002, hace dieciocho años, un colono, Tomás Gómez, viaja con su camioneta por una antigua carretera marciana que serpentea entre colinas azules.

Esa noche había un olor a tiempo. Tomás sonrió. La idea era divertida. ¿Qué olor tenía el tiempo? Un sonido de agua en una cueva y unas voces que lloraban y una voz muy triste, y unas gotas sucias que caen sobre tapas de cajas vacías, y un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a qué se parecía el tiempo? El tiempo se parecía a la nieve que cae calladamente en una habitación negra, a una película muda en un viejo cine, a cien millones de rostros que descienden como globos de Año Nuevo, bajando y bajando hacia la nada. Así era como olía el tiempo, como sonaba y qué parecía. Y esta noche (y Tomás sacó una mano al viento fuera de la camioneta), esta noche casi se podía tocar el tiempo.

Gómez atraviesa las ruinas de un pueblo marciano, extinto miles de años antes de la llegada de los terrícolas, avanza un poco más y se detiene para comer. Se sirve café y escucha un ruido; poco después ve surgir de la curva de la carretera una máquina parecida a una mantis religiosa, con seis patas que se detienen y de la que desciende un ser de ojos amarillos. Tomás y Muhe Ca, así se llama el marciano, se encuentran en un punto en el que convergen dos presentes: en uno Muhe se dirige al pueblo cercano, donde hay música, risa y gente divirtiéndose; las ruinas que contempla Tomás, que a su vez va camino de una ciudad cercana y nueva donde los cohetes siguen siendo parte fundamental del paisaje. Aunque la situación sea extraña entablan una conversación amistosa, están demasiado separados en el tiempo como para ser enemigos, y como en otro célebre encuentro de un relato de Borges, ambos se despiden sin dar mucho crédito a lo que acaba de pasarles.

–¡Dios mío! Qué sueño tan raro –suspiró Tomás, con las manos en el volante, pensando en los cohetes, en las mujeres, en el whisky, en las noticias de Virginia.

–Qué visión más extraña –se dijo el marciano, apresurándose, pensando en el festival, en los canales, en las barcas, en las mujeres de ojos dorados, y en las canciones.

Cada uno contempla al otro como un fantasma, y nosotros los recordamos a ambos como parte del futuro que dejamos atrás.

Tierra, febrero de 2020


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