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En una carta fechada en Cusco en junio de 1825, Bolívar acusa recibo del poema La victoria de Junín o Canto a Bolívar, que el poeta guayaquileño José Joaquín de Olmedo le ha compuesto como sincero homenaje. El poeta se lo envía y le pide su opinión franca. Bolívar le responde a los pocos días con una crítica benevolente aunque implacable: “Vd. se hace dueño de todos los personajes: de mí forma un Júpiter; de Sucre un Marte; de La Mar un Agamenón y un Menelao; de Córdoba un Aquiles; de Necochea un Patroclo y un Áyax; de Miller un Diomedes, y de Lara un Ulises…” Lo sorprendente de esta carta es el grado de conocimiento que Bolívar muestra sobre poesía y teoría literaria. Conoce bien el Arte poética de Horacio y ha leído el Art poétique de Nicolás Boileau, el crítico francés del siglo XVII que impuso toda una preceptiva literaria basada en los postulados del clasicismo.
Bolívar siguió pensando en el poema los siguientes días. Dos semanas después escribe una nueva carta a Olmedo, donde le dice ya en tono jocoso: “He oído decir que un tal Horacio escribió a los Pisones una carta muy severa, en la que castigaba con dureza las composiciones métricas; y su imitador, M. Boileau, me ha enseñado unos cuantos preceptos para que un hombre sin medida pueda dividir y tronchar a cualquiera que hable muy mesuradamente en un tono melodioso y rítmico”. Sin duda Bolívar leyó a Boileau en francés. Troncher es un término usado en el Art poétique para designar el corte rítmico de los versos, su escansión. Bolívar, “un hombre sin medida”, se atreve a dar consejos al poeta sobre ritmo y eufonía. Está claro que se divierte. Al final de la carta le dice a Olmedo: “perdón, perdón, amigo: la culpa es de usted que me metió a poeta”.
Pero resulta que Bolívar también fue poeta. Al menos en cierta forma, si es que queremos leer como un poema Mi delirio sobre el Chimborazo, cuya primera copia está fechada en Loja, Ecuador, el 13 de octubre de 1822, hace ya doscientos años. Se trata de una breve composición en prosa y en primera persona, cosa inusual para la época. El texto consta de dos partes claramente discernibles. En la primera Bolívar narra cómo ha llegado desde las bocas del Orinoco hasta la cumbre del Chimborazo. El Libertador, poseído por el “Dios de Colombia”, accede, “envuelto en el mando de Iris”, desde las riberas de nuestro río, que paga su tributo al “Dios de las aguas”, Neptuno acaso, hasta la cumbre del volcán. En una segunda parte se narra un alegórico diálogo entre Bolívar y El Tiempo, Cronos. El Tiempo se le aparece como un viejo “cargado de los despojos de las edades: ceñudo, inclinado, calvo, rizada la tez, una hoz en la mano”. La oposición entre Iris triunfal, la diosa que tutela al Libertador, y Belona, que ha sido derrotada (“Belona ha sido humillada por el resplandor de Iris”), personifican la Paz y la Guerra respectivamente, y establece una oposición determinante en el poema. Esta oposición entre Paz y Guerra parece sintomática de una angustia que por esos días perturba al Libertador. Consolidada la libertad de Colombia, cómo consolidar también la república cuando ya no exista el enemigo común. Un temor, pero también una aguda previsión que lamentablemente se cumplirá.
La alusión a Iris, mensajera de los dioses, muy especialmente de Zeus, y portadora de la paz, así como de su oponente Belona, divinidad menor romana, esposa y conductora del carro de Marte, la guerra, muestra el conocimiento que tiene Bolívar de la mitología clásica. Tampoco descuidaremos la alusión al manto, el arcoíris que envuelve a Bolívar, y su relación con la promesa divina en el relato bíblico de Noé. El mensaje parece claro: el triunfo de la paz es efímero y no debe distraer a la vanidad humana: aún queda mucho por hacer. Por otra parte, la presencia de un numen alegórico que encarna a la patria, así como la del Mar-Neptuno y el Tiempo-Cronos muestran una curiosa similitud, la única, es verdad, con el poema dramático de Bello Venezuela consolada, escrito aproximadamente en 1804. En el poema de Bello, el Tiempo trata de consolar a Venezuela, que llora postrada por la terrible epidemia de la viruela. Entonces el Mar aparece para anunciar la venturosa llegada de la vacuna. El Mar y el Tiempo quedan, pues, como motivos referenciales en este momento inicial de la poesía venezolana.
En Mi delirio sobre el Chimborazo Bolívar dialoga con el Tiempo, que muestra al Libertador los arcanos del infinito, haciéndole comprender el espejismo de la vanidad del poder (“¿Por qué te envaneces, niño o viejo, hombre o héroe? ¿Crees que es algo tu Universo?”). Bolívar observa con vértigo desde su terrenal pequeñez, entonces comprende: “Absorto, yerto, por decirlo así, quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso diamante que me servía de lecho”. En cierta manera repite sin saberlo, con Píndaro, uno de los motivos más profundos de la tradición literaria: “el hombre es sueño de una sombra”. Al final, la voz de Colombia le grita, haciéndolo volver de su ensimismamiento: “resucito, me incorporo, abro con mis propias manos los pesados párpados: vuelvo a ser hombre, y escribo mi delirio”. El Libertador ha vuelto de su platónica insania.
Bolívar llegó a Quito el 16 de junio de 1822. Tres semanas antes, el 24 de mayo, Sucre había despedazado las tropas realistas en las faldas del volcán Pichincha. Cuentan los historiadores que Bolívar entró a Quito bajo una lluvia de flores, entre fuegos artificiales y repiques de campanas. La leyenda dice que ese día vio por primera vez a Manuela Sáenz, quien le lanzó una corona de flores al pecho. Estaba próximo a cumplir treinta y nueve años. Era el vencedor de Carabobo y Bomboná, el presidente de Colombia, que él mismo había fundado, el jefe supremo de las Campañas del Sur, cruciales para la república. Mes y medio después se reunirá con San Martín en Guayaquil para decidir el futuro del Perú. Tenía, pues, el mundo a sus pies: “Yo domino la tierra con mis plantas, llego al Eterno con mis manos”, escribió en su Delirio.
La primera semana de julio de 1822, precisamente camino de Guayaquil, Bolívar contempló desde Riobamba la imponente mole de uno de los volcanes más altos del mundo, el “Taita” Chimborazo. Llegó a caballo hasta sus laderas y ascendió hasta lo que pudo. La imponente vista debió sobrecogerlo. Dicen los historiadores que la noche del 6 de julio se alojó en la casa del coronel Juan Bernardo de León, en el centro de la ciudad, y que fue allí donde escribió su Delirio. Sin embargo no se conserva manuscrito de su puño y letra, y sí una copia fechada en Loja el 13 de octubre de ese año. En efecto Bolívar llegó a Loja el 10 de octubre, donde estableció su cuartel general. El manuscrito, sin duda de mano de uno de sus escribanos, se conservó en Quito custodiado por los descendientes del patriota quiteño, coronel Vicente Aguirre.
Una segunda copia fue hecha por el escribano Mateo de Belmonte, natural de Oruro, en la provincia de Charcas. Belmonte había acompañado a Bolívar como escribiente oficial adscrito a su Secretaría entre agosto de 1825 y marzo de 1828. En carta dirigida a Sucre, fechada en Bogotá en marzo de 1828, Bolívar lo recomienda afectuosamente, asegurándole que “merece toda la bondad de Vd. y la mía”. Belmonte hizo una copia del texto de Loja y la llevó consigo a su tierra, y a su muerte la legó a su hija Felicidad Belmonte. La primera versión impresa de Mi delirio sobre el Chimborazo no tiene fecha, pero salió de las prensas del periódico caraqueño El venezolano, que circuló entre 1822 y 1824. Esta versión, con algunas variantes, aparece también en el tomo XXII de la Colección de documentos relativos a la vida pública del Libertador, publicados por Francisco Javier Yáñez y Cristóbal Mendoza en Caracas, en 1833. Un documento más nos servirá para despejar cualquier duda acerca de la autoría del poema por parte del Libertador. En carta fechada en Pativilca en enero de 1824, dirigida a Simón Rodríguez, Bolívar le dice: “Venga usted al Chimborazo; profane usted con su planta atrevida la escala de los titanes, la corona de la tierra, la almena inexpugnable del Universo nuevo. Desde tan alto tenderá usted la vista; y al observar el cielo y la tierra, admirando el pasmo de la creación eterna, podrá decir: dos eternidades me contemplan; la pasada y la que viene; y este trono de la naturaleza, idéntico a su autor, será tan duradero, indestructible y eterno como el padre del Universo”.
Poema en prosa, ficción romántica, relato alegórico, texto autobiográfico, presagio genial, Mi delirio sobre el Chimborazo es mucho más que un escrito producto del impacto del paisaje portentoso, la impresión de una experiencia inolvidable. Está, claro, la presencia inevitable del entorno americano, y en eso se acerca a los poemas de Bello, en tanto que abre paso por primera vez, en medio de un universo poético poblado de dioses y referencias grecolatinas, a nuestros nombres, a nuestros ríos, a nuestras montañas. Una afirmación americana que irrumpe frente a la estética de la Ilustración, eso es nuestro romanticismo. Son imágenes portentosas, rompedoras, revolucionarias para su tiempo: Iris que surge con su manto de paz desde las bocas del Orinoco, Cronos que escala el Chimborazo para hablar con Bolívar. Pero más que una propuesta literaria, Mi delirio sobre el Chimborazo es un reflejo de la aguda inteligencia de su autor, una reflexión acerca de la vanidad humana y de la fragilidad del poder y la gloria, meditación sobre el capricho que decide la apoteosis o la caída, un sombrío presentimiento, en fin, si se quiere, acerca de su propio destino. Escrito en el apogeo de su gloria, quizás cuando tuvo más poder que nunca, Mi delirio sobre el Chimborazo desnuda los temores y las angustias del hombre que era Bolívar en ese momento de su vida. Es lo que hacen los buenos poetas.
Mariano Nava Contreras
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