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La historia oficial venezolana ha tendido a obviar los méritos intelectuales de sus protagonistas. A menudo olvidamos que figuras como Rómulo Betancourt, Rafael Caldera, Ramón J. Velázquez, ni qué decir de Rómulo Gallegos, fueron extraordinarios intelectuales, hombres de pensamiento tal vez antes que de acción.
Sin embargo, donde encontramos los ejemplos más sangrantes es en la generación de la Independencia. Muchas veces hemos resaltado la importancia de conocer el estado de la cultura y el pensamiento en la Venezuela de la segunda mitad del siglo XVIII, para entender mejor lo que pasó con aquellos venezolanos que después de mucho leer y reflexionar pasaron a la acción.
La lista de esos venezolanos cultos que se incorporaron a la lucha o prestaron importantes servicios a la nueva república, no es nada despreciable. El caso de Simón Bolívar es sin duda el más llamativo.
En una famosa carta fechada en Arequipa el 20 de mayo de 1825, Bolívar nos cuenta cómo fue su formación intelectual. Resulta que un viajero francés, Gaspar de Mollien, había publicado un libro producto de sus experiencias por estas tierras. En su Viaje por la república de Colombia, 1823, Mollien tiene expresiones despectivas contra el Libertador. Dice que es “inculto y ordinario”. Como no podía ser de otra forma, Bolívar, en carta a Santander, comenta indignado las expresiones de Mollien: “Mi madre y mis tutores hicieron cuanto era posible porque yo aprendiese”, dice en un conocido fragmento. “Me buscaron maestros de primer orden en mi país, don Simón Rodríguez, que Vd. conoce, fue mi maestro de primeras letras y gramática; de bellas artes y geografía, nuestro famoso Bello”.
En efecto, ya para entonces Andrés Bello ostentaba una bien ganada fama de intelectual y poeta, gracias a sus publicaciones en Londres. A continuación, Bolívar afirma haber leído “todos los clásicos modernos de España, Francia, Italia y parte de los ingleses, y todos los clásicos de la antigüedad, así filósofos, historiadores, oradores y poetas”.
Ofendido en su pundonor, en realidad a Bolívar no le hacía falta declarar su erudición. En casi cada una de sus cartas, documentos y proclamas, las numerosas citas de filósofos, poetas e historiadores muestran la cantidad y calidad de sus lecturas.
En 1825 el poeta guayaquileño José Joaquín de Olmedo le envía un ejemplar de La victoria de Junín o Canto a Bolívar, poema épico y grandilocuente que el Libertador destroza con fino gusto y erudición de crítico literario: “Vd. es poeta y sabe bien que de lo heroico a lo ridículo no hay más que un paso”, dice.
Maneja con pericia sus fuentes: el Arte poética de Horacio y L’art poétique de Boileau (poeta y crítico francés del siglo XVII), pero sobre todo los poemas homéricos, que conoce profundamente.
Que Bolívar se haya aficionado a la lectura desde su adolescencia no debe extrañarnos, dado el lujo de maestros que tuvo y el clima intelectual que reinaba entre los jóvenes de la oligarquía caraqueña a finales del siglo XVIII. Más tarde, cuando es enviado a Madrid, tendrá la oportunidad de disfrutar de la biblioteca de su pariente el Marqués de Ustáriz, prestigioso funcionario de la Corte en cuya casa se aloja.
Allí lee a los historiadores y filósofos antiguos en buenas traducciones francesas. Esas lecturas lo acompañarán en el fragor de la guerra y de la contienda política, pues hay testimonios de que no desperdiciaba sus pocos ratos libres para entregarse a los libros. Perú de Lacroix, en su Diario de Bucaramanga, cuenta que, cuando el tiempo estaba muy lluvioso y no podía salir, pasaba “la mayor parte del día” releyendo la Odisea de Homero. Lector entusiasta, cuenta de Lacroix que mandaba a llamar a sus edecanes y los hacía sentar junto a su hamaca para hacerles largos comentarios acerca de lo que estaba leyendo. Que Bolívar, hombre de viajes, dificultades y aventuras, haya sentido predilección por la Odisea es algo que tampoco debe extrañarnos.
¿Cuáles eran, pues, los libros favoritos de Bolívar? Afortunadamente lo sabemos, pues en sus viajes y campañas se hacía acompañar de una biblioteca portátil cuyas listas poseemos. Figuran allí, entre otros, los poemas de Homero y Virgilio, algunos títulos de Platón y Aristóteles, la Historia de Polibio, los Comentarios de César y las Vidas paralelas de Plutarco.
Como buen amante de la lectura, se encariñaba con sus libros: “Recomiendo a Vd. mucho mis papeles y mis libros”, es un encarecido ruego que hace al capitán Tomás Mosquera, encargado de mudar su biblioteca de Lima a Bogotá en 1827. En el número 7 de su testamento consta la voluntad de donar a la Universidad de su querida Caracas dos títulos de su propiedad que pertenecieron un día a la biblioteca personal de Napoleón Bonaparte. Uno de ellos es El contrato social de Rousseau.
Ojalá el próximo año, cuando volvamos a recordar un nuevo natalicio del Libertador, no pensemos tanto en el héroe guerrero y matón que se han empeñado en vendernos, sino más bien en el hombre estudioso que dedicó muchas horas de lecturas, meditaciones y trasnochos para que tuviéramos un país libre.
Mariano Nava Contreras
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