Literatura

Birongo

Paisaje de Birongo. Fotografía de barloventomagico | Flickr

18/11/2022

A continuación publicamos uno de los diez relatos del libro de Raúl De Armas, del libro El relámpago mudo (Luis Felipe Capriles Editor, 2022).

 

We know the sun, and we know the moon. And we say, when a white woman sacrifice herself to our gods, then our gods will begin to make the world again…

D.H. Lawrence

Si callas
todavía te oyes tú,
el muy lleno,
que nada vales
(o sólo vales en tu errancia).

Rafael Cadenas

El martes 13 de noviembre de 2001, la Embajada Británica en Venezuela envió a un grupo de profesionales a implementar un proyecto socioambiental en una comunidad rural del Estado Miranda. El objetivo era salvar al bosque a través de prácticas agroforestales, que permitieran a la población cultivar y mantener sus tradiciones sin destruir la biodiversidad. Por una semana, un sociólogo, un agrónomo, y un biólogo tuvieron que trasladarse de la ciudad al campo. Para el sábado ya habían completado la mayor parte del trabajo, menos un aspecto elemental: la valoración y el entendimiento de las costumbres de la comunidad, y su consecuente impacto en el proyecto.

El encargado de esa tarea era Joán Petersen, un sociólogo que estaba sentado sobre un tronco podrido en las orillas del río Birongo. En frente de él, varios nativos producían música y bailaban sobre el agua. Estaban semidesnudos, con plumas de guacamayas coronando sus cabezas. El río quedaba a treinta minutos del pueblo, y era la segunda vez que lo visitaban. Un anciano de la comunidad los había invitado el día anterior, asegurando la información que Petersen buscaba.

—Con eso entenderán —les dijo—. En el río encontrarán lo que buscan y cumplirán su misión.

Sin posadas, los forasteros habían pasado las noches en una casita frugal alquilada por la Embajada. Por alguna razón que no les explicaron, la comunidad —teniendo animales disponibles—, no estaba comiendo carne, ni blanca ni roja, por lo que la dieta de los visitantes consistía en vegetales, granos y frutas. Les parecía un ayuno prolongado e injusto. La monotonía los tenía hartos. Era demasiada sencillez. Ni siquiera habían traído un paquete de cartas. A la cocinera siempre le faltaba sal y cocción, las caraotas le quedaban duras y desabridas. No había señal de teléfono ni Internet. Los niños no jugaban al aire libre. Los paseos por el bosque estaban veda- dos por los derrumbes. Los hombres no se juntaban en los sitios comunes. El trabajo quedaba corto porque los líderes, a quienes convenía entrevistar, nunca estaban. Prevalecía la sensación de que los días sobraban. El tiempo se había aletargado. Habitaban en una espera larga y aburrida.

Habían quedado volver a la ciudad el martes, cuestión que Petersen rechazaba porque no había completado su trabajo. La incompetencia no era uno de sus defectos, desde el liceo había sido el primero de la clase, el más comprometido con su futuro. Para él, el conocimiento era el vehículo hacia lo más importante: el prestigio. Aunque no lo reconociese, todo su obrar y todo su pensar aspiraba a miradas y aplausos, a loas y respeto. Anhelaba la gloria, el poder que alcanzaría mediante el estudio sistemático del hombre y del mundo. En ese entonces estudiaba un doctorado en psicología, escribía un libro sobre la cultura Yanomami, y trabajaba en el proyecto de la embajada. Aquello consumía sus días con una mezcla de histeria y agrado, confiando, afanosamente, en que pronto sería reconocido. A veces, estando a solas, en especial durante aquella semana, decía:

—-El conocimiento: las infinitas posibilidades, la expansión del espíritu, la vitalidad, el resguardo de la razón…

Y no llegaba a nada, simplemente se jactaba con su potencia. Se regocijaba creyéndose más inteligente que los demás. Gozaba contemplando a los hombres, creyendo que veía en ellos cosas que solo él y otros como él veían.

De esta forma, en las orillas del río, con el baile aún a sus pies, bajo la sombra de enormes apamates, anotaba en su cuaderno:

Esta es la única rama de la tribu Guaraúno que sobrevive. En ellos palpita cierto politeísmo natural. Un desorden africano mueve sus costumbres. Creo haber escuchado que aún sacrifican animales. No he visto ninguna imagen cristiana. La gente evita las miradas. Andan cabizbajos. La situación económica los deprime. Los bajos precios del café y las excesivas lluvias los han menoscabado. Sus dioses no los ayudan. Son muy prudentes, rozan la indiferencia. Pareciera que viven en un pesimismo sin tregua. Toda la semana ha sido una avalancha de melancolía,

como si una tragedia fuese inminente. La única demostración de alegría ha sido el baile de hoy. Si se agudiza el oído, es fácil percibir que en el ritmo y melodía de sus canciones se transmite un dolor por la vida, un misticismo primitivo que los mantiene en una actitud de timidez y suspicacia hacia el mundo externo.

De pronto la música cesó. Petersen dejó la pluma y subió la cabeza. El reloj marcaba las once en punto. Un hombre se aproximó y los convidó a unirse. Les dijo que iban a caminar a través del río para celebrar la procesión más importante de la comunidad. El agrónomo y el biólogo rechazaron la invitación porque habían pautado una entrevista en el pueblo. Petersen aceptó porque él había sido invitado personalmente. Se sintió especial y afortunado. Argumentó que era posible que en esa ceremonia descubrieran la relación de Birongo con la naturaleza. Que tal vez se evidenciaría las creencias más profundas del pueblo, y que serviría como punto de encuentro entre el proyecto y la comunidad. Eran razones suficientes para quedarse.

—Es lo que estamos buscando —aseguró, mientras dejaba su morral con el agrónomo Martín Peláez.

—Muy bien —respondió este—. Nosotros volveremos al pueblo.

Sin zapatos, con una cámara desechable atada a su muñeca, Petersen empezó a seguir al grupo río arriba. Le amargaba no haberse enterado antes de la ceremonia. Le parecía una falta de profesionalismo, al punto de culpar a Peláez por no aclarar el calendario de la semana. Llegó al desprecio pensando en sus compañeros. «Inútiles» —susurró— mientras el agua fría subía hasta sus rodillas. Los hombres del grupo rompían el caudal con un paso lento. Tocaban el bongó a un ritmo repetitivo. Las mujeres los seguían, generando una melodía con flautas que se desvanecía entre la maleza. De alguna manera, la música funcionaba como un compañero que sin hablar, decía algo. A través del agua traslucían piedritas rojas de todos los tamaños, que pinchaban los pies del citadino. Este no se quejaba porque no quería mostrar debilidad, hasta que hundió el pie en una grieta y cayó al agua. Uno de los hombres volteó a verlo, y sin dejar de tocar el tambor, hizo un gesto varonil que Petersen comprendió perfectamente. Sin verbalizar, le transmitía fuerza y voluntad.

Después de revisar el estado de la cámara, el sociólogo miró a su alrededor y sintió gran regocijo. Parecía reconocer el momento. Era el instante, abriéndose ante sus sentidos. Empezó a notar la textura de los troncos, los nidos colgantes, las florecitas sedosas y naranjas de los bucares. Sonrió ante la presencia de las nubes, y pensó en el hecho milagroso de la lluvia. Colocó su atención en el cuerpo y viajó hasta sus pies. Se asombró ante el fenómeno del tacto. ¡El hecho de sentir!, la capacidad de captar elementos externos. El viento le sopló la cara y sintió cómo sus poros se cerraban, cómo la brisa acariciaba sus cejas, sus labios, sus pestañas. Luego su cuello, tenso, siempre tenso, fue estirado hasta el pecho, y escuchó las vértebras sonar satisfactoriamente. Lo mismo hizo con sus dedos, con sus brazos, con sus hombros. Era una fiesta de conciencia. Arriba creyó escuchar un gavilán y subió la mirada. Imaginó la trayectoria del pájaro entre los confines del bosque, y se hizo conciente de su vastedad.

De ahí viajó a sus oídos. Empezó a escuchar. Pensó que los insectos eran los verdaderos dueños del mundo. Eran tantos seres expresándose, jugando con el aire, llamando a su pareja, sufriendo, cantando, bailando como los hombres que él seguía. Chicharras, escarabajos, grillos, atrapamoscas, águilas, hormigas, renacuajos, osos hormigueros, cunaguaros, cardenalitos, oropéndolas, gusanos, víboras; ¡miles!, miles de vidas rodeándolo y que jamás vería. Pero que los escuchaba, y al escucharlos los reconocía, se veía en el mismo sitio que ellos, compartiendo la misma tierra, el mismo aire, el mismo sol. Él era una criatura más del universo, como sus compañeros a quienes ya no detestaba tanto. A quienes, más bien, le hubiese gustado quererlos.

Con el agua en sus muslos, Petersen se dio cuenta de su soledad. Pensó que si moría nadie lo lloraría. Notó que su arrogancia y su egoísmo habían alejado a sus conocidos. Como pocas veces en su vida, empezó a notar las manchas de su historial de pecados. Reconoció las pocas veces que le había demostrado afecto a alguien. A sus padres, esporádicamente, con un gracias o un abrazo después de la ausencia; a su última pareja, con reservas, pues siempre temía la traición; a sus amigos, nunca, pues ellos eran colegas de trabajo y no amigos. No quedaba más nadie, sólo sus deseos. Varias vueltas a este pensamiento lo entristeció. Sumergió la mirada en el agua, y vio con pesadumbre sus pies arrugados. Sus sentimientos cambiaban radicalmente. No podía seguir una línea de pensamiento. Cualquier idea se derrumbaba contra su lado contrario. Mil voces rebotaban de un lugar a otro. El éxtasis se había evaporado. Su confianza y su miseria se alternaban una a la otra. La conciencia estaba ahora reducida, la mente mareada por sus cavilaciones.

En cuestión de minutos llegó a una resolución. Al volver a casa abriría más su corazón. Buscaría a los demás. Combatiría la tonta vanidad que habitaba en sus huesos. Se burlaría de su soberbia. Trataría, por Dios que trataría, de amar más. Las imágenes de sus seres mal queridos desfilaron en su cabeza, y con uno a uno sintió un dolor intenso, un arrepentimiento que no había sentido jamás. Necesitaba enmiendas inmediatas. Expresar el error era el primer paso, luego vendrían los hechos. Una ansiedad desconcertante brotó de repente. Era el presentimiento de que las cosas no serían tan fáciles. Que la gente no cambia de un día para otro. Que por más palabras que dijese, por más hechos que acumulase, el mal seguiría en su interior.

—¿Estaré maldito? —se preguntó.

Y sin darse cuenta, el grupo se detuvo. Petersen había estado absorto. Uno de los hombres, el más adornado, con un collar de dientes colgando del cuello, se acercó y le dijo:

—¿Quiere una bebida?

—Sí, pero primero: ¿a dónde vamos?

—Al origen del río.

—¿Falta mucho?

—No, acá almorzaremos y pronto estaremos allá. ¿Ha tomado fotos?

—Tomé unas desde atrás, pero quisiera tomarles una así como están.

—Júntese —ordenó el hombre—, usted es parte del ritual.

La cámara captó a los locales y a Petersen alrededor de una olla. Ya había piedras y madera seca en el lugar, como si alguien las hubiese organizado. Uno de los hombres cargaba un morral de mimbre donde guardaba los insumos para el almuerzo. En otra olla hicieron un brebaje con hierbas y lo dejaron enfriando en el río. Una de las mujeres despellejó y trituró un bejuco que venía en el morral, hasta producir una bebida.

El grupo comió en silencio. Petersen los contemplaba, tomaba notas. Le asombraba que prácticamente no hablaban entre ellos, como si compartieran un dolor. A veces, mientras cocinaban o arreglaban algo, intercambiaban palabras en voz baja. Cierta ligereza se apropió de Petersen. Una ráfaga de presencia, de estar en el sitio indicado, le permitió preguntar:

—¿Cuál es el motivo de la ceremonia?

Ninguno levantó la cabeza. Miraban las brasas convertirse en ceniza. A su lado, el agua corría. El líder se acomodó, observó al extranjero, y respondió:

—Limpiarnos.

—¿Limpiarnos de qué? —replicó el citadino.

—Del mal, señor, del ruido. De la energía que nos tiene hundidos en la miseria.

Petersen se quedó pensando.

—Nosotros vinimos a ayudarlos, la embajada está comprometida. ¿Desde hace cuánto Birongo está en malas condiciones?

El hombre sonrió levemente, casi imperceptible.

—Van nueve años desde que perdimos la felicidad. El mundo está enfermo y nos hemos contagiado. Cambiamos a los ídolos por falsos ídolos. No podemos esperar más.

—¿Cuáles son los ídolos y cuáles son los falsos ídolos?

—Usted conoce la respuesta —contestó el nativo—. Todos los que sufren conocen la respuesta. Los ídolos verdaderos son los que serenan el alma y conectan a los hombres. A ellos nos entregamos. Los falsos ídolos nos corrompen y nos alejan, pero seducen. ¿Cuándo fue la última vez que escuchó al agua?

—¿Al agua?
—Sí.
—Creo que jamás la he escuchado —dijo Petersen.

—Sí la ha escuchado —repicó el hombre—. Hoy la escuchó, mientras caminaba. Después de las voces viene el silencio. Pronto habrán más voces. El ruido destruye la vida, ¿sabe? Ha vuelto al amor carne, a la palabra artilugio, a la honradez chiste. Hemos perdido el cielo, la bondad, la música. No podemos seguir así. Es hora de renovarnos.

—¿Y cómo se renuevan?

El hombre volvió a realizar ese gesto de gracia, de conocimiento secreto.

—Con el agua, señor. Ya verá.

Cuando empezaron a caminar de nuevo, Petersen se acercó a una de las mujeres.

—¿Qué significa Birongo?

Ella, desprendida y penetrando el agua, cargando uno de los morrales, contestó:

—Lugar libre de sufrimiento.

El extranjero intuyó el fondo de la respuesta. Imitó el gesto del líder, y prestó atención a los sonidos, a los infinitos sonidos que lo habitaban y envolvían. Estaba en el lugar adecuado en el momento adecuado. Era parte vital del ritual, y sobre todo, era eslabón del mundo, del instante que unía la historia con el porvenir. El grupo retomó la melodía. Los tambores y las flautas se mezclaban con el estruendo del río que empezaba a fortalecerse. Las primeras gotas cayeron y el aire se enfrió. Un enorme árbol amarillo apareció en el camino, marcando una bifurcación. El grupo se detuvo por unos minutos y las mujeres se metieron en la selva. Esperaron en silencio. Sólo estaban. Cuando volvieron, las mujeres traían antorchas encendidas.

Tomaron la derecha, cruzaron un codo de agua, y subieron a través de un tramo que no tenía árboles, sino piedras monolíticas, puestas ordenadamente a lo largo de la orilla. Parecían guardianes. El sociólogo se acercó a una y palpó su superficie. Juró percibir rostros y voces. Todas se parecían a alguien. Una mujer seria, un niño nervioso, un hombre contraído, un indígena con collar de dientes, un anciano con plumas en la cabeza, un joven con anteojos. Eran centenas de rocas alineadas en dos filas paralelas, hasta llegar a un pasillo de agua donde gruesas lianas ocultaban el cielo. Los árboles se abalanzaban sobre ellos. La música sonaba. Las gotas se estrellaban contra las hojas. Todo chocaba en un mismo sitio, en frente de Petersen, alrededor de Petersen, dentro de Petersen. Era el cansancio, los pies morados, el deseo, los gestos congelados, el arrepentimiento, las plumas rojas, los dientes roídos, los compañeros distantes, la bebida. Era el rayo del universo concentrado en ese momento. No pensaba, no hablaba, no sentía. Sólo caminaba al origen.

Un claro en el cielo alumbró su cuerpo. Bajó la cabeza y vio su figura borrosa en el agua.

¿Quién era?, ¿para qué era?, ¿por qué dejaron las ollas en la fogata?, ¿qué tenía de especial sino el estar allí? Una cara más, un nombre sin resonancia. Un organismo que fue y dejará de ser para que otros sean y dejen de ser.

En ese momento Petersen sintió una certeza. Un entendimiento íntegro bajaba hasta sus intestinos, no a través de la razón sino del sentir. Sentía, con la convicción de su alma, la verdad. Él y el porvenir se hicieron uno, y lo aceptaba con humildad. Todas sus decisiones parecían arrojarlo a este momento. Ya estaba listo, y cuando se pensó listo, el río se abrió. Habían llegado al origen. El ambiente tenía un color arenoso que impedía precisar la hora, pero era tarde, cerca del ocaso. La lluvia se intensificó. Una brisa con olor a turba navegó el aire. En frente y a los lados se erguía un teatro de piedras bañadas por cascadas blancas. Era una escena magnífica. El agua caía con una fuerza majestuosa. Alrededor, el pueblo de Birongo esperaba.

Habían venido a depurarse.

Unos treinta adultos gritaron. Entre ellos estaban sus compañeros. El rugido apenas se escuchó, pues el ruido de la lluvia y de las cascadas, de los tambores y de las flautas, dominaba todo el lugar. Petersen sintió como nunca su existencia irrepetible y común. No hacía falta más nada. El doctorado y su trabajo eran inútiles, siempre lo habían sido. Ya sabía lo que debía saber.

—Tarde o temprano todos vuelven al inicio —murmuró —. Al final, la respuesta está en el origen.

Un pozo se abría como un ojo de caballo. En el medio había un peñón que sobresalía del agua como una tarima. Los viejos nazarenos y las antiguas ceibas se inclinaban sobre él, sobre todos. Cuando el líder apagó el fuego de las antorchas en el agua verde, la gente dio un paso adelante. Estaban en el borde del pozo. Treinta personas clamaban entre el respeto y la expectativa, pero no se escuchaba nada, solo las cascadas, solo el agua que venía a expurgar. Los tambores seguían mudos pero vibrantes. Las mujeres se movían anhelantes, pero sin expresión. Era el momento. Un sonido volcánico explotó cerca y la tierra tembló. El alud se aproximaba y todos lo sabían. Ya estaban en posición. Eran ellos las piedras del camino. Petersen dio un paso atrás, y con los dedos de los pies cruzados, esperó el golpe.

***

[Nota: este cuento se titula “El río de las quinientas voces” en el libro “El relámpago mudo”].


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