Perspectivas

Arrecifes: el puerto olvidado

Fotografía de María Elisa Manzur

21/08/2023

1973

En un punto marginado de la costa de Venezuela, un hombre pelea con un tiburón. El animal se metió en sus redes de pesca. Para sacarlo, el hombre, de apellido Frontado, se arroja al mar con un cuchillo. Sus compañeros se ríen desde el peñero, con admiración y envidia. El arrojo de Frontado no es común. Como en otras ocasiones, la hazaña le resulta.

—Era un tiburón pequeño —diría su hijo Oswaldo muchos años después—. Pero hay que estar loco de remate para hacer eso.

Oswaldo nunca olvidaría la desconcertante sonrisa de su padre.  A partir de allí, cada vez que sus amigos lo invitaban al agua, él dudaba. Sus amigos, como él, eran hijos de pescadores. Desde pequeños aprendieron a hacer del mar un terreno tan familiar como la tierra.  Oswaldo solía ver la bahía donde ocurrió el hecho desde el malecón.

—¡Hay bastante pescado! —gritaban—. ¡Lánzate!

A unos cien metros, otro joven pescador acompaña a sus tíos a inspeccionar la orilla. Es Prisco Palma, cabezón, fuerte, casi dorado. El grupo lanza la carnada cada veinte o treinta metros. La abundancia es rutina. Recogen pargo, cojinúa, jurel, catalina. Prisco los carga en un tobo y no hace preguntas. No imagina que casi todo lo que lo rodea —menos el mar, el sol— desaparecerá.

Prisco Palma. Fotografía de María Elisa Manzur

—Aquí no había nada —diría ya anciano—. Todo era coral, arrecife, la mejor playa para surfear. Ahí donde construyeron la planta de Tacoa.

Carlos Mendoza también era un niño en esa época. La imagen más nítida que tiene es la de salir a pescar con su familia y encontrar un cayuco en el medio del mar. Un cayuco es una embarcación similar a una canoa. La amarraron al bote y se la trajeron a la orilla. Con ella jugaba y pescaba. Siempre sacaba algo.

—Aquí había pulpo, langosta, carite, pargo, catalana, las especies más codiciadas por el pescador. Sacábamos treinta kilos diarios y éramos felices. Ese coral de arrecife era una vaina impresionante, como una pista de aterrizaje.

Nadie, entonces, esperaba que la pesca y el mar —aparentemente infinitos— pudiesen mermar. Menos aún, que ese pequeño puerto rezagado del estado Vargas fuese tan especial. No solo por sus condiciones naturales, sino por su historia.

Carlos Mendoza. Fotografía de María Elisa Manzur

1600

Los españoles tienen poco más de cien años en el continente. La colonización está en marcha. Todo está por hacer. Entre ello, definir cuál será el puerto de Caracas, epicentro económico y estratégico de la provincia. La contienda, nada menos, está entre los dos puertos más acordes de la zona: La Guaira y Arrecifes.

 

Una noticia da a entender la relevancia de Arrecifes para los caraqueños. Según el Archivo General de la Nación, en 1599, el barco San Pedro entró con 137.343 reales españoles de mercancía, equivalentes a casi 2.5 millones de dólares actuales. Al mismo tiempo, la idoneidad de La Guaira está en crisis. En especial, debido a los ataques de piratas, como el de Francis Drake en 1595. Además, el obispo Fray Domingo de Salinas, asesor real, ha enviado una carta al rey pidiendo que se favorezca a Arrecifes como puerto de Caracas. Entre sus argumentos está que “el Gobernador no cuida las defensas de las costas y que no vive con su mujer”. Pero también que Arrecifes —en comparación con La Guaira— ofrece mejor bahía.

El rey contestó un año después: “He entendido que es muy mal puerto el de La Guaira, y que no tienen ninguna defensa de los enemigos los navíos que allí llegan, y que se gasta en él cada año de mi Hacienda mil y quinientos ducados sin frutos, y que el dicho puerto se podría pasar adonde llaman los Arrecifes, tres leguas más adentro, que es más capaz, mejor y más seguro (…) quiero saber particularmente lo que en esto hay y en qué y cómo se gastan los dichos mil y quinientos ducados, y qué puerto es el dicho Arrecifes y de qué capacidad y bondad (…)”.

Pimentel (1578). Plano de Caracas y su Costa

La orden del rey, el aumento del comercio y la amenaza corsaria, obligaron al Cabildo de Caracas a tomar una decisión. Deben construir una defensa y un muelle. Pero, ¿dónde? ¿En La Guaira o en Arrecifes? La decisión determinará la dinámica socioeconómica entre Caracas y la costa por los próximos siglos. Dentro del Cabildo hay distintas opiniones. Por eso, como escribió el arquitecto Graziano Gasparini, “con la esperanza de resolver el asunto definitivamente”, enviaron una comisión a Arrecifes para averiguar si era apto. Entre la comisión está el conquistador Garci González de Silva, hombre multifacético, personalidad de la época.

Conocido por haber vencido en combate cuerpo a cuerpo al cacique Paramaconi y por haber dado la opción al cacique Tamanaco de enfrentar a un perro en lugar de cumplir la condena a muerte, González visita Arrecifes. Camina por la bahía. Evalúa la zona. Realiza cálculos. Se forma una idea y vuelve a Caracas. Su dictamen es claro: Arrecifes no tiene agua dulce. La construcción de un muelle y de un fortín en esas condiciones es demasiado costosa. La Guaira, entonces, será el puerto de Caracas. Arrecifes jamás será lo que pudo ser.

1958

La empresa danesa Christiani y Nielsen concluye la primera fase de la Central Termoeléctrica Tacoa para la C.A. Electricidad de Caracas. Está situada en el puerto de Arrecifes. Surtirá a la capital y al entonces Departamento Vargas. La planta es brillante, casi grotesca. Ningún local ha visto tantos cables en su vida. Representa el estatuto de entonces: la modernización del país.

1979

El Consorcio Precowayss empieza a construir la unidad 9 de la Central Tacoa sobre el arrecife que con certeza vieron Oswaldo, Prisco, Carlos, y Garci González. Según la página web de la empresa, el nuevo bloque estará conformado por “una sala de máquinas de cinco niveles, en concreto armado; una chimenea de 120 metros de altura (…) un edificio en acero, y una caldera de 60 metros de altura”.

La nueva unidad es monumental. Un tanto incongruente con las humildes adyacencias. ¿Por qué la construyeron allí?, le preguntaré muchos años después a Enrique Larrañaga, arquitecto y diseñador urbano.

—Por la calidad de la zona. Para poder operar como puerto alternativo, por el calado. Eso la convirtió en un sitio deseable. La dimensión tiene que ver con el servicio que se presta.

1982

La planta tiene catorce años operativa.

Al lado, en la orilla de la bahía, el padre de Oswaldo Frontado levantó un humilde restorán. Es domingo y se trabaja. El joven Oswaldo y sus hermanos salen al mar para revisar las redes. Al regresar, notan una sustancia babosa en sus cuerpos. Están cubiertos de petróleo. Específicamente de un derivado llamado fueloil (del ing. fuel oil). Se lavan, pero quedan aceitosos. Escuchan que es peligroso porque el fueloil es inflamable. Más aún, después de lo que pasó esa mañana.

Alrededor de las 6 a.m. del 19 de diciembre de 1982, el tanque 8 de la planta de Tacoa explotó. Dos trabajadores murieron desintegrados. Las fuerzas de seguridad le pidieron al señor Frontado preparar comida para la operación. La familia accedió y empezaron los preparativos.

Lo peor estaba por suceder. Cerca de las 11 de la mañana, el jefe de bomberos levantó las medidas de seguridad. El incendio estaba “controlado”. Sin saberlo, la decisión mataría a 154 personas, entre ellos a 10 periodistas, y desaparecería a otras 300.

—Mi mamá ya había terminado el sancocho —añadiría Oswaldo cuatro décadas después—. Recuerdo que estábamos comiendo en la orilla cuando explotó el segundo tanque. Por todos lados era candela. La espalda nos quemaba porque estábamos llenos de gasolina. Uno de los chamos se prendió en fuego.

Restos de la plata. Fotografía de María Elisa Manzur

Según los registros oficiales, explotaron 16.000 toneladas de fueloil. Los alrededores de Arrecifes —cuenta el periodista Miro Popic— se transformaron “en volcán, en terremoto, en Hiroshima, en un castigo alucinante, en napalm, en devastación y ruina más que en cien guerras, en impotencia y rabia, en tormento y tristeza, en lástima y perdón, en la cosa más terrible de la tierra y de los cielos (…) Todo lo vivo pereció, todo lo físico fue destruido y en cientos y cientos de metros en donde hasta entonces crecía la ilusión y la fantasía sólo quedaron cenizas y restos calcinados”.

Prisco Palma tenía treinta y tres años el día de la explosión.

—Yo estaba en Catia La Mar con mis dos botes y las redes. Me vine a sacar gente. El hijo mío vio la tapa del tanque volando en el cielo y pensó que era un avión. Después la gente se fue de aquí porque pensaba que iba a volver a pasar. Todo el mundo dejó esto. Hasta los botes se quemaron.

Carlos Mendoza, por su parte, tenía veinte años. Ese día estaba en casa de un amigo, cerca de la planta, pasando una borrachera.

—Esa tragedia para mí fue una falla humana. En aquel tiempo afectó a la comunidad y a todo el mundo, a los vendedores, a los mismos turistas. Estuvimos varios años sin que pasara linda por aquí, porque afectó a la fauna marina y a la gente cercana. A uno de arriba, que estaba lejos, se le sancochó la pierna por el calor.

Ruinas en Arrecifes. Fotografía de María Elisa Manzur

Oswaldo, Prisco y Carlos son parte de la última generación que experimentó la tragedia de Tacoa. Llevan el desastre con ellos: el fuego, las muertes. Lo que no piensan a menudo es lo que pudo haber sido la zona si no hubiesen construido la planta allí. Los ingresos del turismo, la biodiversidad, el orgullo por el pasado. Arrecifes sería otra cosa. Pero en algo coinciden: después del desastre, nada volvió a ser lo mismo.

2023

Alguien cagó en la puerta del depósito —dice un pescador mientras hablo con Oswaldo.

La gracia dice algo de Arrecifes, de la gente, del abandono. Para llegar aquí hay que transitar una vía con muchas curvas y muchos ranchos. Predomina la pobreza y la aridez. Dos construcciones llaman la atención: un monstruo industrial oxidado, con tres chimeneas gigantes sin usar; y un castillo abandonado, que debió ser un hotel. Al llegar, el fondo es azul y desconcierta. No se cree que la belleza y la fealdad sean tan seductoras juntas. Carlos Peláez, biólogo de la organización medioambiental Provita, habla sobre las consecuencias biocéntricas de haber construido la planta allí.

—Esa planta tuvo que haber alterado el ecosistema, por supuesto; tuvo que haber destruido lo que había allí, sin duda. Ahora, en términos de un arrecife de coral, es difícil decir qué hubiese pasado con o sin la planta. ¿Por qué? Porque los arrecifes de corales en la costa de Vargas y en la costa central de Venezuela son muy escasos. No prosperan bien en lugares con agua dulce.

—Es paradójico saber que el agua dulce fue, precisamente, la razón por la cual desestimaron a Arrecifes en 1600. De cualquier modo, la ecología y la economía se parecen. Tienen conceptos y dinámicas intercambiables. Una de ellas es el trade-off (costo de oportunidad): lo que pierdes al ganar algo. ¿Cuál fue, entonces, el trade-off de haber construido la planta de Tacoa sobre un arrecife?

—Por la mentalidad de la época, no creo que haya habido ninguna consideración de trade-off más allá de la ingeniería. Yo puedo adivinar que el interés principal de construir sobre un arrecife, sea de coral o de roca, es que te da estabilidad para construir en el mar. Si la bahía era buena para calar, eso permite que los barcos lleguen directo a la planta.

Daniel Delgado, moreno y con tatuajes, es buzo profesional. Trabaja sondeando el fondo de la bahía de Arrecifes para identificar el estado de la fauna y flora. Lo acompaño al mar a revisar las redes. Saltamos desde una cornisa en la planta de Tacoa. En el agua me esperan otros pescadores. Hay poca corriente. La visibilidad es buena.

—Catire —me pregunta Daniel, que acaba de hundirse veinte metros a pulmón—, ¿aguantas la picazón?

Unas pequeñas medusas pican mi piel. El ardor es manejable. Lo importante es que son muestras de que el ecosistema, al parecer, está saludable. Unas semanas atrás apareció un tiburón ballena: otro síntoma de salud.

—El ecosistema se está recuperando de forma natural —asegura Daniel—. La actividad humana no nos ha afectado tanto últimamente, pero la explosión destruyó al 98% del sistema. Mató especies que no podremos recuperar, aunque podamos traslocarlas.

Daniel propone insertar estructuras de metal al mar: tractores, barcos, chasis.

Daniel Delgado. Fotografía de María Elisa Manzur

—Se corroen y son transformados en colonias vivientes.

La idea es que las estructuras creen ecosistemas al ofrecer protección a animales pequeños, que luego atraigan a los grandes. Esa dinámica genera biodiversidad. Pero Esteban Agudo, biólogo de la Universidad Simón Bolívar, no concuerda.

—Esa es una idea zombi: no muere aunque no hay evidencia de que es correcta. Las rocas o los corales dan cierta complejidad estructural, que permite que los pequeños se escondan. En consecuencia, las especies se mudan al arrecife artificial y la biomasa se concentra allí. Esto puede generar, por ejemplo, sobrepesca. Le haces la vida fácil a los pescadores en detrimento de la biomasa.

Son las seis de la tarde y flotamos en la bahía. Somos 21 personas en dos peñeros. Vamos a recoger una de las últimas cosechas de la temporada de cojinúa (Caranx crysos). En la superficie, Oswaldo Frontado comanda la operación como un general en batalla.

—¡Jala, chamo, amarra! ¡Quita los plomos! ¡Corta los mecates! ¡Retrocede!

La red cuesta cerca de $20.000. Mide 400 metros de largo y 20 de profundo. Un cardumen de sardinas intenta escapar: saltan y nadan por todos lados. Con un cigarro en la boca, sin asombro, Oswaldo dice que la cosecha fue de mil quinientos kilos de pescado. Otro día, sacan mil.

—Antes sacábamos tanto pescado que teníamos que dejarlo —asegura Carlos Mendoza, con 61 años, quien más nunca se montó en un cayuco.

Lleno de escamas, de nuevo perplejo por la fealdad de la termoeléctrica, me pregunto: si hay abundancia en estas condiciones, ¿cómo sería esta zona —en términos ecológicos y económicos— sin la planta y sin la explosión?

Fotografía de María Elisa Manzur

—Esto sería un paraíso si no hubiesen construido nada —dice Prisco, ya de 74, con siete hijos de cuatro mujeres distintas.

El biólogo Esteban matiza:

—Probablemente habría un arrecife rocoso, similar a los sitios alrededor, con una comunidad de peces asociada, algunos corales pequeños y corales blandos. Obviamente, al haber construido esa planta, ese arrecife desapareció. Sin embargo, es importante destacar que probablemente Tacoa no fue el único impacto. Gran parte del estado Vargas está impactado por el desarrollo de La Guaira.

—Todo rincón de Venezuela tiene potencial turístico —dice Carlos Peláez.

Pero la estimación es difícil, asegura el economista Jesús Palacios Chacín. Habría que calcular y comparar los ingresos turísticos de una población cercana y similar, para intentar determinar los posibles ingresos perdidos en Arrecifes. La falta de datos dificulta esa tarea. A estas alturas, la adaptación tiene más sentido que la mitigación.

—Las medidas de adaptación son más o menos las mismas que en el resto del país —continúa Carlos Peláez—. Mejorar la gestión del agua de descarga, la gestión de la basura, pasar la planta de Tacoa a Diesel y después a gas y después a energías renovables. Esa sería la progresión. De resto son las mismas políticas que sacan a la gente de la pobreza. Pero da igual lo que yo diga: si no hay República, si no hay institucionalidad, da lo mismo.

Si el Puerto Arrecifes no fue el puerto de Caracas, tal vez hubiese podido ser parte de un proyecto mayor, donde la costa central de Venezuela, desde Catia hasta Choroní, fuese una gran vía de turismo ecológico: con posadas, puntos de buceo, pesca controlada, áreas marinas protegidas. Incluso —me atrevo a pensar— pudiésemos leer el hermoso mapa de Juan de Pimentel en esos términos: como una articulación de puertos y comunidades, subordinados a una narrativa biológica-turística.

En este punto, sintonizo con Enrique Larrañaga, quién además coincide con Carlos en el uso alternativo para la planta. Los dos proponen usar las instalaciones de Tacoa como punto de generación eólica. Usar al viento: limpio, seguro, renovable; y no al combustible: sucio, peligroso, caduco. Además, Enrique va más allá.

—La Tate Gallery de Londres era una planta eléctrica y hoy es un museo fantástico. Tacoa podría ser un lugar público. Lo que veo es un potencial aguardando una mirada cariñosa. Creo que es un sitio con un potencial urbano estupendo. Que puede tener restaurantes, salas de exhibición, lugares de trabajo, prestación de servicios, oficinas nacionales. Lo que se requiere es el atrevimiento de pensarlo de otra manera.

—A mí me da mucha tristeza porque La Guaira es uno de esos ejemplos de lo que pudo ser pero no es —asoma Esteban Agudo.

En una de mis últimas visitas, le enseñé a Oswaldo el mapa de Pimentel. Siendo el principal pescador de la zona, como lo fue su padre, la gente se le acercaba a preguntarle cosas. Él no los escuchaba. Veía los trazos de 1577 como una revelación. No creía que Arrecifes, tan marginado e irrelevante, fuese parte de la historia del continente.

–¿Merecerían más? –pienso.

La idea es sencilla y universal: los ecosistemas son industrias, motores económicos. La economía y la ecología van de la mano. Ignorar sus dinámicas genera pobreza. Genera un presente como el de Arrecifes. Una comunidad sin un futuro sostenible cercano, con el trauma de una tragedia, y con el hábito de vivir entre lo feo y lo bello, día tras día.

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Bibliografía

Fundación Polar. (s.f.). Diccionario de Historia de Venezuela.

Fundación Arquitectura y ciudad. (8 de julio de 2023). 1958. Planta Eléctrica Tacoa. https://fundaayc.com/2017/11/11/1958%E2%80%A2-planta-electrica-tacoa/

Gasparini, G. Pérez Vila, M. (1981). La Guaira. Orígenes Históricos & Morfología Urbana. Ernesto Armitano Editor.

Hurtado, F. (2020). El real de a ocho: la primera divisa mundial. Geografía Infinita.  https://www.geografiainfinita.com/2020/07/el-real-de-a-ocho-la-primera-divisa-mundial/

Popic, M. (2022). Cuarenta años de la Tragedia de Tacoa. Prodavinci. https://prodavinci.com/cuarenta-anos-de-la-tragedia-de-tacoa/

Precomprimido C.A. (8 de julio de 2023). Ampliación Planta Termoeléctrica de Tacoa. https://precomprimido.com/project/ampliacion-planta-termoelectrica-de-tacoa


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