Perspectivas

Bielorrusia

03/11/2020

[Publicamos un fragmento de Viaje al poscomunismo, libro de Ana Teresa Torres con fotografías y documentación de Yolanda Pantin (Caracas, Editorial Eclepsidra, 2020), el cual será presentado el próximo 07 de noviembre]

Plaza de la independencia. Minsk, Bielorrusia. Fotografía de Yolanda Pantin.

Llegamos a Minsk el domingo 15 de agosto. Pasamos el control de inmigración sin visado ya que nuestra amistad con Lukashenko nos concedía ese honor a los venezolanos (ahora Bielorrusia ha descubierto la importancia del turismo y ha eliminado los visados para permanencias cortas) y nos alojamos en el hotel Minsk, situado en la avenida Nezavisimosti, una vía céntrica de la ciudad. Salimos a la calle inmediatamente en medio de una ola de calor poco menos que insoportable, pero estaríamos solamente dos días allí, así que no podíamos desperdiciar ni un minuto. Frente al hotel destacaban las llamadas «puertas de la ciudad», unas torres gemelas con cúpulas construidas después de la guerra en el mismo estilo estalinista de los palacios de cultura. Hoy alojan negocios, oficinas, restaurantes. Un poco más adelante puede verse una iglesia de color rojo, dedicada a san Simón y santa Helena, que no visitamos.

Quizás por ser domingo por la tarde se veía poco tráfico de automóviles y de personas, o quizás porque son espacios inmensos –tanto las avenidas, en el estilo ruso de las perspectivas, como las plazas–, o porque no llega a los dos millones de habitantes en un país que no alcanza los diez. Las fotos de ese día y las del siguiente, que era laborable, muestran unas avenidas desoladas, y al mismo tiempo ofrecen una magnífica visión de una ciudad soviética. La historia bielorrusa supera por completo mis posibilidades de comprensión, lo que me queda claro es que durante la Segunda Guerra Mundial perdió un tercio de la población y la ciudad de Minsk fue destruida en un 80 %. Como no tenía antecedentes importantes de arquitectura histórica la reconstrucción produjo una ciudad enteramente soviética que se conserva casi intacta con nuevos añadidos que siguen el estilo kitsch ruso poscomunista de difícil descripción. Tampoco las condiciones políticas han variado mucho. Su presidente, Aleksandr Lukashenko, gobierna el país desde 1994 con una economía controlada por el Estado y un régimen que él mismo caracteriza de autoritario, y en algunas regiones rurales de servidumbre [1], pues los campesinos no tienen libre tránsito por el país ni pueden abandonar los lugares donde están ubicados, algunos conservan el sistema de producción de koljós. Es el único país postsoviético que no ha modificado la denominación del organismo de inteligencia que conocemos con las siglas KGB. Así que en rigor no puede hablarse de un país poscomunista.

No está de más recordar que Hugo Chávez visitó tres veces Bielorrusia, y Lukashenko estuvo en cuatro oportunidades en Venezuela, además de que asistió con su hijo menor Nikolai a los funerales del venezolano. También Nicolás Maduro hizo una visita en 2017 y develó el busto del Libertador en el Parque Simón Bolívar de Minsk donde, según se dice, se celebran anualmente las conmemoraciones de nuestra independencia. En 2009 se fundó el Centro Cultural Latinoamericano Simón Bolívar, auspiciado por Chávez para fortalecer las relaciones de ambos pueblos. Las noticias de prensa estilo soviético afirman la «estrecha amistad» entre los bielorrusos y los venezolanos. Recuerdo la marcha de unos soldados bielorrusos en un desfile patrio, nada menos que la conmemoración del bicentenario de la independencia en 2010, que asombraban por la precisión y marcialidad de su paso en la avenida Los Próceres, mientras aviones chinos y Sukhoi rusos surcaban el cielo de Caracas. Esa ha debido ser una pieza de reality show insuperable para Chávez. También hubo muchas menciones de participación bielorrusa en la fabricación de viviendas, pero, como otras tantas, son noticias que se van extinguiendo.

En nuestro paseo por la avenida Nezavisimosti (Independencia), nos detuvimos un buen rato en una fuente adornada con unos grandes pájaros, que contiene la representación de los escudos de las diferentes provincias. Los pájaros no sé a qué especie pertenecen. En la base de la fuente los visitantes se remojaban los pies, eran casi todos jóvenes que lucían sus aparatos electrónicos tomando fotos y sus botellones de Coca-Cola. Los bielorrusos son cien por ciento eslavos y de fenotipo muy homogéneo, porque en Bielorrusia no hubo el mestizaje euroasiático que puede encontrarse en Rusia. Son muy bellos, bien conformados, encarnan la imagen viva de las representaciones pictóricas de la alegría y progreso comunistas.

La avenida recorre unos quince kilómetros en conjunto. Nosotras caminamos hasta la plaza Nezalezhnastsi rodeada por una mole de edificios que componen las dependencias del gobierno, frente a los cuales, por supuesto, se presenta la estatua de Lenin. La plaza, tengo entendido, tiene un área superior a la Plaza Roja de Moscú. No por nada Minsk es una de las doce ciudades heroicas de la URSS. Regresamos al hotel, un edificio de los años cincuenta que fue durante mucho tiempo el más importante de la ciudad y que hoy ha sido ampliamente superado por una impresionante oferta de alojamientos de todos los precios, lo que no deja de ser sorprendente porque no es un punto turístico demasiado atractivo ni variado (luego veremos la causa). El año de nuestra visita no vimos boutiques de lujo que ahora abundan. Por mera curiosidad entramos en unos grandes almacenes en los que vendían mercancía barata, salimos rápidamente porque el calor era intolerable. Esa noche conocimos a nuestros compañeros de viaje, a la guía bielorrusa (no recuerdo su nombre porque lo fue por poco tiempo) y a quien nos acompañaría el resto del camino a partir de Brest, Iryna, una guía excepcional. Nacida en Leópolis, hoy Ucrania, de padre ruso y madre polaca (Leópolis fue parte de Polonia antes de ser incorporada a la URSS), hablaba en polaco con su madre y pasaba del ruso al ucraniano sin casi darse cuenta, además de un perfecto inglés y un conocimiento de historia y cultura de su país muy notable. A diferencia de la bielorrusa, que jamás hizo un comentario político, a Iryna le encantaba hablar de política, y sobre todo hablar mal de los rusos. Cuando alguien, sabiendo que era ucraniana, se dirigía a ella en ruso, se indignaba. Los hablantes de ruso, bielorruso y ucraniano pueden comprenderse entre sí sin mayor problema. El bielorruso está desapareciendo, solamente es hablado por las personas mayores y en las zonas rurales porque la educación formal es en ruso.

Al día siguiente con el resto del grupo hicimos un recorrido similar al que habíamos hecho por nuestra cuenta, pero en esta ocasión ampliado. Plaza de la Independencia, de Octubre, de la Victoria. Independencia, Victoria, nombres que se repiten y que a veces no se llega a entender exactamente cuál hito histórico conmemoran. Visitamos también, aunque solo desde el exterior, la biblioteca nacional equipada con una tecnología de última generación que nos hubiera gustado conocer mejor, le dimos un vistazo al mural policromado dedicado a Yuri Gagarin, y cruzamos el puente peatonal sobre el Svislach para visitar un islote conocido como «isla de las lágrimas» por el memorial construido en 1988 en homenaje a los soldados bielorrusos caídos en la guerra de Afganistán. Los motivos del memorial son muy curiosos, no han sido diseñados en clave heroica o militar sino más bien religiosa. El edificio se asemeja a una iglesia y los portales se componen de unas esculturas que representan figuras femeninas, vírgenes llorosas que portan una imagen de Cristo. El obelisco está coronado por un ángel. En conjunto no tiene ningún significado artístico de importancia, pero al parecer es un lugar simbólico de la ciudad, lo expresan las coronas de flores ofrecidas a los pies del monumento, los candados que ensartan los enamorados como testimonio de su amor eterno, y la costumbre de los recién casados de fotografiarse en ese escenario, de sombrío augurio, pienso. De allí visitamos el Yama Memorial, el memorial del holocausto judío de la ciudad. Está situado en un parque, pero no sé el nombre ni he podido encontrarlo. Construido en 1947 recuerda al de Varsovia, las mismas figuras macilentas que descienden unas escaleras hacia su destino final. Era la introducción a lo que visitaríamos por la tarde.

Después de una hora de recorrido llegamos a Khatyn. El nombre causa confusión por ser, al menos en nuestra pronunciación, idéntico a Katyn. Su destino es también muy similar. En el bosque de Khatyn (Polonia, hoy Rusia) ocurrió una matanza ordenada por Stalin cuando los soviéticos invadieron Polonia en 1940 en la que fueron asesinadas veinte mil personas, la mayoría militares de alto rango, prisioneros de guerra, policías, y civiles pertenecientes a la intelectualidad polaca. Katyn (2007), el filme de Andrzej Wajda, hijo de uno de los oficiales asesinados, da cuenta espléndidamente de los acontecimientos, así como de las dos versiones, rusa y alemana, de lo ocurrido; durante mucho tiempo los rusos culparon a los alemanes hasta que el estudio de la balística reveló que los fusilamientos fueron ejecutados con armas soviéticas. El Khatyn de Bielorrusia fue una aldea de veintiséis casas y 156 habitantes, arrasada en 1943 hasta sus cimientos por los alemanes con la colaboración de ucranianos nazis, y asesinados todos los habitantes menos Yuzif Kaminsky (1887-1973), único adulto que sobrevivió, y algunos niños que lograron esconderse. La estatua de Kaminsky, realizada en bronce, nos recibe desde sus seis metros de altura con uno de sus hijos en brazos.

Khatyn es el símbolo de los más de 5.000 asentamientos bielorrusos destruidos por los nazis, solo en la región 186 aldeas fueron arrasadas y no se reconstruyeron; en 1969 se erigió el complejo memorial que lleva su nombre. Contiene veintiséis chimeneas con campanas en memoria de las veintiséis casas, y las campanas suenan cada minuto. En un muro están inscritos los nombres de los campos de concentración de Bielorrusia, y más adelante se despliegan los símbolos de las 186 aldeas que allí se conmemoran. En un diseño perfectamente geométrico se construyeron 186 cubos, rojos y negros, que las señalan. Ignoro la simbología de estos colores. La desolación del paisaje, las construcciones en piedra conmemorativas de otras 433 aldeas aniquiladas, la ausencia de figuras humanas salvo la de Kaminsky, en su absoluta soledad de único sobreviviente, confluyen en una experiencia inolvidable. Por mi parte hubiera sido suficiente pero el día no había terminado.

Almorzamos de regreso en Minsk para después ser recibidos por una familia local y tener la oportunidad de escuchar a unos lugareños hablar sobre su vida ordinaria. La familia estaba compuesta por una pareja bastante joven; ella, médica, él, ingeniero, y dos niños varones de unos ocho y doce años. Vivían en un pequeño pero cómodo apartamento en un barrio que no logro recordar, si es que alguna vez supe el nombre, y resultaban ser una típica familia de clase media profesional de padres preocupados por la educación de sus hijos, a quienes costeaban una escuela privada por considerarla de mejor calidad que la pública, y que intercambiaban su cuidado sin prejuicios de género. Se suponía que tomaríamos el consabido té, pero la anfitriona desbordó por completo las expectativas y atiborró la mesa de platos con las comidas y bebidas más variadas. Era embarazoso porque, como dije, habíamos comido hacía poco y nadie tenía hambre, y al mismo tiempo nadie quería dejarle su obsequio sin atención. Nos servíamos pequeñas raciones, y ofrecíamos excusas por no consumir más. La muchacha estaba decepcionada, era evidente. No era muy habladora, o no tanto como el marido que se expresaba bien en inglés y conversaba continuamente. Los niños nos llevaron a su habitación donde pudimos ver unos afiches de Disney, los 101 dálmatas creo, y la jaula de un hámster que tenía el menor. El mayor tocaba la guitarra y fue obligado a darnos una pequeña demostración de lo que había aprendido. Eran niños simpáticos, un tanto intimidados por la presencia de extraños y verse obligados a hablar una lengua de la que apenas sabían unas palabras. Finalmente, la visita concluyó y pudimos irnos a descansar al hotel. Para mí fue solamente un ejemplo de que, a pesar de la dictadura y control férreo de la población, unos jóvenes educados durante la era soviética estudiaron profesiones universitarias y lograron, en la era postsoviética, un nivel de vida similar al de otras sociedades europeas. Probablemente un caso entre muchos que no tuvieron el mismo desenlace. Para Yolanda la cosa iba más lejos. Todo era un montaje. Ni él era ingeniero, ni ella médica, ni los niños acudían a una escuela privada. Los afiches de Disney habían sido instalados el día anterior, junto con el hámster, y la comida había sido costeada por la agencia de viajes (lo que era obvio). Lamentablemente no recuerdo lo conversado en medio de aquella teoría conspirativa que supone Yolanda, aparte de que los norteamericanos hacían gala de una actitud condescendiente, más exactamente patronizing, es decir, afables y tratando de ocultar su superioridad, mientras sonreían admirados de que los bielorrusos no escondieran un puñal detrás de la espalda y de que fueran tan buenos padres y los niños tan buenos hijos.

Fotografía de Yolanda Pantin.

Al día siguiente visitamos el mercado principal y Yolanda insistió en su teoría conspirativa. El mercado también era un montaje. No puedo saber cómo son los mercados bielorrusos porque este fue el único que conocí, y por supuesto que era real, recuerdo que pensé, lástima que no hayan traído a Chávez de visita para que viera cómo debe ser la alimentación socialista. En general los mercados son un punto que prefiero omitir porque me aburren soberanamente, sin embargo, este era comparativamente interesante, bastaba ver la calidad y abundancia de los productos para darse cuenta de que en Venezuela jamás podrían ofrecer un «montaje» de esas características. La visita fue corta y de allí nos dirigimos al museo estatal bielorruso de la historia de la Gran Guerra Patriótica.

La construcción del museo comenzó durante la ocupación nazi y se inauguró antes de finalizar la guerra en 1944, fue trasladado en 1966 a la plaza de Octubre (Oktyabrskaya). Aquí comienzan las dudas, ¿qué museo visitamos en 2010? Precisamente ese año comenzaron los planes para una nueva sede que se inauguró en 2014 en la plaza de los Héroes, pero la guía que nos acompañó en la visita no lo mencionó, quizá no lo sabía o no estaba autorizada para decirlo. Era una mujer muy bien informada en lo que a la exposición se refiere y parecía, o nos lo pareció, genuinamente comprometida con el museo y con la historia que relataba. En la visita se podía apreciar un conjunto valiosísimo de documentos y testimonios gráficos acumulados en una museografía un tanto desordenada, sillas que aparecían de pronto en medio de una sala, objetos sin clasificación, exhibiciones descuidadas. Yolanda insiste en que nuestra visita tuvo lugar en una sede provisional, y el desorden museístico pareciera prueba de ello. La otra posibilidad es que visitáramos la sede de 1966 en la plaza Oktyabrskaya. Cuando nos despedíamos la guía hizo un comentario inesperado, dijo que era probable que el museo cerrara pronto. Quedé sorprendida y pregunté la razón, «parece que se va a convertir en un casino», contestó. Esto era una ofensa histórica, ¿cómo podía Lukashenko permitirlo? En realidad el plan era hacer un nuevo museo, una construcción colosal de imaginario futurístico y funcionamiento high tech. Entiendo que es el museo de historia más grande del mundo. En todo caso, en cuanto a museos también Lukashenko le va ganando a Chávez, y en cuanto a si el antiguo museo pasó a ser un casino no lo he podido verificar, pero lo cierto es que Minsk tiene más de treinta, y hay muchos otros en el resto del país, incluyendo Grodno, la ciudad que quisimos visitar en honor de Blanca Strepponi, y Brest, la ciudad que visitaríamos a continuación. Los clientes son rusos y ucranianos, y Minsk es conocida como Las Vegas poscomunista. Esa debe ser la razón del pujante desarrollo de la hotelería.

De allí salimos en dirección a Brest…

***

[1] Sistema de dominación campesina que existió en Rusia hasta que en 1861 fue abolido por el zar Alejandro II.

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