Ensayo

Bernard Shaw: ¿un intelectual a favor del genocidio?

17/03/2018

Fotografía de AFP

“Algunas personas solo quieren ver arder el mundo”. Alfred Pennyworth (Michael Caine), refiriéndose al Guasón, en Batman el caballero de la noche.
(Christopher Nolan, 2012).

 

Julien Benda, en La traición de los intelectuales (1927), denunció cómo muchos pensadores habían tomado partido por lo irracional y lo particular, abandonando lo racional y lo universal, rindiendo con ello culto a la religión de la nación o la religión de la clase social.

Benda fue doblemente profético. Por un lado, pronosticó el aumento de una intelectualidad que justificaba el desencadenamiento de las pasiones políticas; por el otro anunció el advenimiento de regímenes totalitarios producto de dichas pasiones.

Uno de los más celebrados intelectuales que incurrió en el fenómeno que describía Benda fue Bernard Shaw. Con sus obras de teatro, Santa Juana, La mayor Bárbara y Pigmalión, se convirtió en un autor renombre. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1925 y en 1938 compartió el Óscar de la Academia al mejor guion adaptado por la versión cinematográfica de Pigmalión, convirtiéndose en la primera persona en ganar ambos galardones.

Shaw era un personaje muy peculiar. Se le distingue por su anatomía alargada y barba puntiaguda, su talento desbordado, sus comentarios mordaces y su vocación de profeta estrafalario, además de su actividad panfletaria. También se le reconoce por ser uno de los precursores del socialismo democrático británico y, por tanto, del partido laborista. Sin duda, fue un progresista. Lo que es menos conocido es que su concepto de progreso conduce a la eugenesia y al genocidio.

El admirador de Stalin

Shaw argumentó que los diez mandamientos bíblicos debían abandonarse como principios de orientación moral ya que eran anacrónicos, mientras que la revolución rusa daba el ejemplo a seguir en cuanto a nuevas formas de principios morales.

“Los diez mandamientos, en total, son inadecuados e inservibles para las necesidades modernas, ya que no dicen una sola palabra contra esas formas de robo, legalizadas por los ladrones, que han desarraigado los cimientos morales de nuestra sociedad y nos condenarán a un lento decaimiento social si no nos despierta, como ha pasado en Rusia, un quebranto ruidoso” (La aventura de la niña negra en busca de Dios).

Según Shaw, el alma del hombre no puede salvarse mediante los credos convencionales del cristianismo, sino por la capacidad de la humanidad de someterse a la religión de la evolución creadora. Bajo ese término tan atractivo, tomado de Bergson, está la fuerza vital, la energía del absoluto irracional, objeto de culto de autores como Schopenhauer y Nietzsche. Este absoluto irracional declara anticuados tanto los mandamientos de religión como los postulados de la razón. En otras palabras, Shaw se cuenta entre ese grupo de moralistas modernos que llama a burlarse de los evangelios y a obedecer a las pulsiones tiránicas.

A invitación de Stalin, Shaw visitó la Unión Soviética en 1931, a los 75 años de edad. Se convirtió en un apologista leal del estalinismo. Llegó a afirmar que el Gulag era una especie de balneario de vacaciones de lujo, cuya gran población se debía únicamente a «la dificultad de inducir a los prisioneros a salir… Por lo que pude ver, podían quedarse tanto tiempo como quisieran”. Esta mentira quedó al descubierto ante el mundo más de cuarenta años después, con la novela de Aleksandr Solzhenitsyn: El archipiélago Gulag (1973).

En 1936, Shaw defendió públicamente el llamado Gran Terror de Stalin, aduciendo:

«Incluso en opinión de los enemigos más enconados de la Unión Soviética y de su gobierno, los juicios [de purga] han demostrado claramente la existencia de conspiraciones activas contra el régimen… Estoy convencido de que esta es la verdad, y estoy convencido de que llevará el anillo de la verdad incluso en Europa occidental, incluso para lectores hostiles”.

Una visión muy diferente de estos juicios la encontramos en la novela El cero y el infinito (1940) de Arthur Koestler, entre muchas otras obras, así como en la información que pudo salir a la luz después del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética y durante toda la era del Deshielo, cuando Nikita Kruschev, sucesor de Stalin, denunció sus crímenes.

Todavía, en 1948, Shaw declaró: «Soy comunista, pero no soy miembro del Partido Comunista. Stalin es un Fabiano de primera clase. Soy uno de los fundadores del fabianismo y, como tal, muy amigo de Rusia”. Un año después, Orwell publicaba su denuncia del estalinismo con su novela 1984.

A favor del genocidio

El autor genial, creador de frases inolvidables, además fue capaz de acuñar párrafos como este:

«La exterminación debe ponerse sobre una base científica si alguna vez se debe llevar a cabo de manera humana y apologética, así como a fondo». «[Si] deseamos un cierto tipo de civilización y cultura debemos exterminar al tipo de personas que no encajan en ella».

El genocidio es, según Camus, consecuencia de la experiencia del absurdo, de la irracionalidad del mundo. En un discurso público, grabado en un noticiario del 5 de marzo de 1931, Shaw dio expresión a la doctrina Nazi de «la vida indigna de la vida»:

«Todos deben conocer al menos a media docena de personas que no sirven en este mundo, que son más problemáticas de lo que valen la pena. Solo póngalos ahí y diga Señor, o Señora, ¿ahora tendrá la amabilidad de justificar su existencia?

Si no puedes justificar tu existencia, si no reduces tu peso en el barco social, cosa que no harás, si no produces tanto como consumes o tal vez un poco más, entonces, claramente, no podemos usar las organizaciones de nuestra sociedad con el propósito de mantenerte vivo, porque tu vida no nos beneficia ni nos puede ser de mucha utilidad».

Shaw se hizo socialista para acabar contra la pobreza. En esto fue muy consecuente. Lo que sucede es que no tiene demasiada compasión con los pobres. Su idea consiste en exterminarlos con eficiencia tecnológica.

«Deberíamos encontrarnos comprometidos a matar a muchas personas a quienes ahora dejamos vivas… Una parte de la política eugenésica finalmente nos llevaría a un uso extensivo de la cámara letal. Una gran cantidad de personas tendrían que dejar de existir simplemente porque desperdician el tiempo de otras personas para cuidarlas».

El rechazo de Shaw a la pobreza no es moral, es más bien estético. Le molesta el cuadro de la depauperación. No hay identificación con el dolor, con la tragedia de una vida de carencias. Su punto es que las clases superiores de la sociedad han demostrado que se pueden sostener por sí mismas; luego hay que exigirles a las otras clases que se justifiquen. Si no pueden hacerlo, entonces les espera la muerte.

El progreso despiadado

A pesar de su abierta admiración por Stalin, Shaw no sometió su intelecto al dictador soviético. Bernard Shaw no le rendía pleitesía a Stalin ni veía a través de sus ojos. Su admiración era tan amplia que incluía también a Mussolini e incluso a Hitler. En otras palabras, le fascinaban los hombres fuertes, ante los cuales sacrificaba las libertades.

Es muy significativo que apoyara los dos extremos del totalitarismo a la vez. Uno se pregunta cómo su pensamiento independiente se puso al servicio de tan espantosas políticas. La respuesta parece residir en su culto al progreso. John Gray nos lo explica:

“Sabía que las hambrunas soviéticas eran artificiales. Pero quiso hacerle un guiño jovial a su audiencia convencido como estaba de que el exterminio masivo estaba justificado si promovía la causa del progreso” (Perros de paja, p. 87).

En la oposición entre el progreso y la humanidad, Shaw toma partido por el progreso. Si la humanidad no está a la altura, entonces hay que sacrificarla en el lecho de Procusto. El progreso será de los superhombres, no de los hombres comunes, y ellos podrán exterminar a los que no alcancen ese exigente nivel. Chesterton lo ilustra con una aguda analogía:

“Es algo así como si una enfermera se hubiera pasado varios años dando comida amarga a los recién nacidos y, al descubrirlo, en vez de dejar de dársela y exigir otro alimento, tirara a los recién nacidos por la ventana y exigiera otros nuevos“ (Herejías, p. 58-9).

Podría decirse que Shaw no se encuentra en ninguna de las religiones de las que hablaba Benda. No parece tomar partido por la clase ni por la nación. Su preferencia está en la base de ambas: el progreso despiadado. Por tal razón, al igual que Nietzsche, Shaw desprecia al hombre común, ese personaje promedio que compone la inmensa mayoría de la población mundial.

“Y las cosas que se han fundado sobre esa criatura permanecen inmortales. En cambio, lo que se ha fundado sobre el superhombre ha muerto con todas las civilizaciones agonizantes que lo han alumbrado” (Chesterton: Herejías, p. 58-9).

Con toda su gloria, Bernard Shaw era parte de la tragedia contemporánea de los intelectuales filotiránicos; los que se han puesto al servicio de las dictaduras totalitarias. Ellos han destilado la ideología tóxica del culto a lo irracional, la cual conduce a considerar que el deseo de justicia es propio de almas bajas, mientras que el ansia de poder es señal de las elevadas.


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