Bella Vista y los expulsados de la vida (o “Cómo fingir la muerte en una gasolinera”)

25/10/2020

¿Hasta dónde puede haber sido expulsada una persona de la vida para ver en el fingimiento de la muerte una estrategia posible?

Es imposible que no resuene la ya manida frase de Lugar común la muerte, de Tomás Eloy Martínez: “Concedí que la muerte era, como la salvación o la tortura, un privilegio individual. Ahora sé que ni siquiera ese lugar común nos pertenece”.

Hagamos el dibujo del suceso, por si algún distraído o escéptico no ha llegado a la noticia: en el estado Mérida, en Venezuela, unos efectivos de la policía detuvieron a un hombre y una mujer que iban a bordo de un vehículo funerario en la gasolinera Bella Vista.

Ella conducía la carroza fúnebre.

Él iba detrás, en el área de carga, envuelto y simulando ser un cadáver.

Los tiempos de la pandemia han replanteado los contextos y esos nuevos contextos han replanteado los motivos: en medio de una inédita crisis de abastecimiento de combustible que ha complicado todavía más los meses de aislamiento por COVID-19 en el país petrolero de la región, la pareja pretendía llenar el tanque sin pasar el proceso de espera que va de horas a días en algunas ciudades venezolanas.

El virus también era el eje de su estratagema: la mujer llevaba un certificado de defunción donde decía que el motivo de la falsa muerte había sido una falla pulmonar por COVID-19.

Existe un inmenso riesgo cuando decidimos que nuestro éxito dependa del miedo de alguien más: a diferencia de lo que se puede presumir que esperaba la pareja, uno de los efectivos decidió revisar el cuerpo y debajo de las sábanas que lo envolvían consiguió a un hombre portando un tapabocas… y vivo.

Todo como parte de un intento desesperado, al menos desde el impulso narrativo, por poner combustible en el mismo país donde alguna vez se despachó la gasolina más barata del planeta.

Y de nuevo la pregunta: ¿hasta dónde debe haberse expulsado a una sociedad de la naturaleza de la vida para que la muerte resulte una coordenada tan cómoda, tan cercana a la picardía y la viveza, tan desprovista de lo sagrado?

Aquello sagrado que alguna vez fue La Muerte.

En la ficción, cuando en El Conde de Montecristo el protagonista de la novela de Dumás, Edmond Dantès, decide escapar de los calabozos del castillo de If, lo hace envuelto en un sudario ajeno y simulando ser el cadáver del abate Faria.

Su motivación, además de la libertad, es ir por un tesoro a la isla de Montecristo que Faria le ha confesado. Aunque, más allá del apetito por la fortuna, Dantès también está pensando en el financiamiento de una venganza feroz y cáustica.

¿Hemos sido reducidos a que un tanque de sesenta litros lleno de combustible nos parezca una promesa como la del tesoro de la Isla de Montecristo, hasta el punto de fingir un sudario y ponerse en el lugar de un cadáver?

¿Estamos tramando alguna manera de venganza basada en el simulacro?

¿O la viveza criolla está más cerca de la estafa que de las ganas de hacer justicia?

Es conocida aquella excentricidad de Timothy Dexter, un millonario que en el siglo XVII fingió su muerte y fue a ver sus exequias, con la intención de presenciar el comportamiento de los suyos ante su muerte. Terminó castigando a su esposa, por haber percibido en ella una tristeza inferior a sus expectativas.

No hace mucho que un funcionario de prisiones, el británico John Darwin, se hizo famoso por partida doble: en 2002 cuando se le dio por muerto y en 2006, cuando una alerta de Google dejó saber que estaba comprando una casa en Panamá.

En Venezuela, tras haber padecido ataques catalépticos desde tenía once años, la artista andina Rafaela Baroni creó en 1985 La mortuoria, una instalación con su ataúd y su autorretrato, en un fingimiento constante de su velación.

Venganza, estafa y performance.

¿Dentro de cuál de estas tradiciones entran Carmen Dugarte y Jackson Belandria, la pareja que fingió un traslado funerario para poner gasolina sin atravesar, como el resto, el padecimiento y la incertidumbre de la fila?

La percepción de este suceso puede pendular entre la picardía y el desespero.

Incluso, habrá quien pueda apuntar hacia el trastorno facticio, aquella enfermedad que alguna vez se conoció como Síndrome de Munchausen, en la alguien decide engañar a otro haciéndose pasar por enfermo e incluso enfermándose adrede.

Aun así, leyendo con pragmatismo los incentivos que podrían manifestar Carmen y Jackson, no hay más que un tanque de gasolina lleno y las horas ahorradas.

Nos han dicho durante años, desde todas las aceras, que las entrañas telúricas de Venezuela están repletas de espeso y prometedor combustible: cada venezolano camina sobre las reservas más importantes de petróleo. Tanto hidrocarburo que, incluso, ha podido despertar la pretensión de una criptomoneda.

Y aún así, una pareja se atreve a simular los rituales de la muerte a cambio de un tanque de combustible.

Venezuela es, hoy, una expulsión de la vida tal que un evento tan simple como poner combustible empieza a demandar la valentía, la audacia y la locura que demanda atravesar la tierra de los muertos.

Como en La Odisea. Así de heroico.

Como en La Eneida. Así de épico.

Como en la Divina Comedia. Así de dantesco.

Un modelo fracasado ha orillado la balsa de Caronte orillada en una gasolinera, mientras el Cancerbero mira cómo más de uno le ofrece a Orfeo, Hércules y Psique ir a medias si les explican cómo entrar y salir del Infierno varias veces, con el tanque lleno, claro está.

Si algo enseñan La Odisea, La Eneida y la Divina Comedia es que debemos temer de nosotros mismos cuando el sacrilegio entra en las dinámicas de lo cotidiano, porque cuando se pierde el miedo atávico y humano a vulnerar aquello que alguna vez fue sagrado, los desenlaces no suelen ser piadosos.

El asunto es que si Carmen y Jackson son, como Orfeo o Eneas, quienes juegan a vencer las reglas del mundo de los muertos, ¿entonces quiénes son los demás?

Si el Conde de Montecristo deja atrás a quienes seguirán presos, si Ulises deja atrás a quienes seguirán muertos, ¿qué pasa con quienes Carmen y Jackson pretendían dejar atrás, en el letargo de una fila que no avanza, esperando que toque el turno de ser surtidos?

¿Penitentes que se acostumbraron a todo?

¿Ánimas del purgatorio haciéndose pasar por vivos?

¿Los expulsados de la vida?

Es que algo debe haber sido expulsado de la vida, para que dos personas se sientan tan cómodas en el simulacro de una muerte que ya no es un «privilegio individual», sino apenas una engañifa para colarse sin temor a lo sagrado.

Como en Bella Vista. Así de cierto.

Carmen y Jackson, por épica propia, no son ni Odiseo ni Orfeo: el fracaso de su picaresca apenas les alcanza para el escalafón de Tío Tigre.

Aunque quizás resulten los responsables de que ahora a las interminables filas de la gasolina haya que sumarle algún efectivo que se encargue de confirmar que no estamos haciéndonos los vivos.

Un absurdo que nos devuelve, como un espejo, el imposible sepelio de la viveza criolla.


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