"Pictures". 1977, NYC. Fotografía de John Dee | Artists Space Gallery
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Que el desarrollo de la cultura norteamericana ha sido, por lo menos desde finales del siglo XIX, un juego de tensiones entre el realismo y las más variadas formas de abstracción, se vería confirmado por un par de exposiciones efectuadas en Nueva York en 1967 y 1977. La primera, organizada por John Sarkowski, para el Museo de Arte Moderno, se dio a conocer con el nombre de New Documents y reunió los nombres de tres extraordinarios fotógrafos: Garry Winogrand, Lee Friedlander y Dianne Arbus. Tres exponentes del realismo “duro”, frontal, directo y sin ambiguos subjetivismos. Eran fotógrafos existenciales, a tiempo completo, hombres–cámara, en la tradición de Abbott y Capa. No los desvelaba la posibilidad de ser considerados artistas o productores de arte. Pertenecieron a la última generación pre-digital, con los bolsillos llenos de rollos y fotómetros. La Leica era más confiable que cualquier compañía humana, y la calle, el gran teatro del mundo. Sus fotografías se empeñan en lograr esa calidad “táctil”, que Berenson distinguía en los primeros artistas del Renacimiento. Su poesía era la de William Carlos Williams, y su pintura la de Hopper y Kuniyoshi. New Documents fue un triunfo de las tendencias realistas (se trataba, a decir verdad, de un neo-realismo) en el desarrollo de la fotografía de los Estados Unidos. Un triunfo tan avasallante como efímero.
En efecto, apenas diez años después, en la Artists Space Gallery, una de las nuevas galerías de un renovado SoHo (South of Houston), un joven, y apenas conocido crítico, reunió en una muestra, con el impreciso título de “Pictures”, a cinco fotógrafos tan poco célebres como él. El nombre del crítico es Douglas Crimp y los cinco artistas: Jack Goldstein, Sherrie Levine, Roberto Longo, Troy Brauntuch y Philip Smith. Todos, incluyendo a Crimp, nacidos por lo menos veinte años después de los participantes en New Documents. El tiempo justo para separar una generación de la otra, de acuerdo a los cálculos de T.S. Eliot. En los diez años que van de la primera a la segunda muestra, mucho más que una generación había pasado. El héroe-fotógrafo con su cámara a cuestas, siempre listo para llegar al lugar de los hechos y tomar el “momento justo”, o para infiltrarse en el acontecimiento y representarlo de manera apropiada; o el que, como Avedon, estudiaba sus modelos como un anatomista, sería remplazado por un fotógrafo proteico, digital, multimedia, desconfiado y distanciado de la representación convencional. El tema de la autoría sería desplazado por la estética de “l’image volée” (imagen robada), como lo llaman en Francia, o el “arte de la apropiación”, como se conoce en los Estados Unidos. La fotografía ya no presentaría la realidad, como se hacía desde Daguerre o Atget, sino que la re-presentaría, que es como decir que la volvería a presentar. Años antes, el influyente Roland Barthes había cuestionado la veracidad del autor de una obra literaria o artística. Al final, no tendría sentido saber quién es el autor, porque, en el fondo, el supuesto autor no lo es tanto. Tan autor, en todo caso, es el receptor del signo, que es lo que le otorga sentido Para los artistas de The Pictures Generation, que es como sería conocida la nueva tendencia, la imagen fotográfica es sin autor; está allí, y su valor no es lo que dice sino lo que genera. Nadie es dueño de la imagen. De lo cual se enteraría Sam Abell, cuando uno de sus Marlboro cowboys apareciera en venta con el nombre de un “re-autor”. En este caso, Richard Prince, asociado al grupo de los cinco, quien se apropió de la foto publicitaria, la despojó de la marca comercial (Marlboro); desenfocó la imagen y la firmó como suya.
Esta irreverencia era un signo de los nuevos tiempos. Se trataba de la primera generación televisiva, un medio transmisor de imágenes que sustituyó al transmisor de palabras que era la radio. A esta generación post-Vietnam, que no vivió directamente la experiencia de la guerra (todos los miembros de la generación New Documents, por otra parte, estuvieron en el frente de la Segunda Guerra) por diversas excepciones, le tocaría vivir la violencia urbana de los años setenta. Cuando sectores de Nueva York; no precisamente marginales, sino históricos, como la calle 42 más allá de Broadway y hasta el Hudson, se contaban entre los más peligrosos del mundo. Una violencia protagonizada, en buena parte, por los veteranos de guerra traumatizados, desubicados y consumidores de un “mercado libre” de drogas. A la violencia de la mayoría, se sumaba la de una minoría que danzaba distraídamente la última noche del Titanic; en clubes como el Studio 54, donde todo, menos el aburrimiento, era permitido. La violencia de los Estados Unidos forma parte de su propio genoma. Durante generaciones, los fotógrafos se han encargado de reseñarla en sus imágenes, incluyendo los de New Documents. En los artistas de la Pictures Generation, la violencia no está en el asunto, sino en la manera en cómo es presentada. Sherrie Levine se apodera con violencia de las imágenes de Walker Evans y Ad Reinhardt. La violencia de “Hombres de la calle”, de Robert Longo, es tan trágica como la del partisano español de Robert Capa, caído en el frente de batalla. La desmaterialización del hombre que salta en “The Jump”, el video de Jack Goldstein, tiene no poco de autoinmolación. No menos violenta es la apropiación indebida de fotos de Instagram, algunas de carácter íntimo, para ampliarlas y venderlas como suyas sin autorización, como haría el mismo Goldstein. La violencia de New Documents es la violencia de la calle, la de los de Pictures Generation es una violencia existencial, la llevan por dentro. No se ha destacado lo suficiente la particular sociología de los años que siguieron a la incursión norteamericana en Vietnam. Ni siquiera se le conoce por el nombre que le corresponde: post-guerra. Una situación que se agrava al recordar que Estados Unidos enfrentó ese período en su condición de país derrotado. La producción de los artistas de Pictures estará, hasta cierto punto, condicionada por este zeitgeist, este ánimo de la época, como dirían los alemanes especialistas en la materia. La exposición de la Arts Space Gallery se inauguró en 1977, a cuatro años apenas del aparatoso retiro de las fuerzas de ocupación de Saigón. No obstante, la post-guerra había comenzado años antes. Cuando las protestas anti-bélicas se desplegaban por las grandes ciudades de la Unión. “Es hora de tener una conversación seria sobre Vietnam”, dice la productora de un extenso documental sobre Vietnam distribuido por PBS. Lo alarmante, es que esta afirmación fue formulada en 2017. Es decir, que hasta ese momento no se había planteado nada parecido. Si lo que dice la productora es verdad, no lo es menos que tampoco se ha conversado seriamente sobre los alcances de la post-guerra.
Muchos de los elementos de la poética expuesta por los fotógrafos reunidos por Donald Crimp para la muestra de Artists Space Gallery de 1977, prefiguraban lo que, a finales del siglo XX, iba a ser conocido como post-modernista. Una escurridiza noción que se utilizó para señalar la cultura que iba a sustituir al credo modernista. Aunque parezca insuficiente, tal vez la mejor manera de definir la post-modernidad sea destacando que se trata de todo lo que no es modernidad. Lo cual implica dos actitudes asumidas hasta sus últimas consecuencias por los jóvenes de la Picture Generation. Una, es su total desconfianza por nociones como “originalidad” y “autor”. De la supuesta originalidad, los modernos habían hecho uno de sus criterios más firmes y erráticos. Rimbaud había dicho que es “absolutamente necesario ser nuevos”. Un axioma que fue ligera, y falazmente, convertido en la necesidad absoluta de ser nuevos. Ante la tesis de la originalidad, los nuevos fotógrafos, animados por John Baldessari, uno de los profetas de la post-modernidad norteamericana, propusieron un “arte de la apropiación”. Es decir, el artista debía olvidarse de cualquier intento de originalidad y convertirse en un “voleur d’images” (ladron de imágenes). Las imágenes existen a priori, están allí, sólo hay que robárselas. Que es lo que hizo Baldessari primero, y luego sus discípulos, directos o indirectos, Jack Goldstein, Robert Longo, Sherie Levine, Cindy Sherman, Barbara Kruger, Richard Prince, Louis Lawler, David Salle, Troy Brauntuch, Sarah Charlesworth y algunos otros. En ningún caso, la discreción acompaña estos robos. Lo contrario. Un caso notorio es el de Sherrie Levine, cuando organizó una exposición con treinta y ocho fotos hechas a partir de los catálogos de Walker Evans. Sin alteraciones ni intervenciones, fotografió las tomas del viejo maestro y las expuso como suyas. Con lo cual adaptaba la intuición de Roland Barthes según la cual la noción de autor es espuria, inexacta e inútil. Sin embargo, estas dos posiciones, no-autor y no-originalidad, no es lo único que convertiría en post-modernista la producción de los artistas de la Pictures Generation. Son muy variadas y sería necesario un espacio más amplio del que dispongo para exponerlas. Pero podemos recordar, la crítica al llamado “High Art”, un arte reservado para las minorías cultas que frecuentaban el MoMa e instituciones parecidas. Sin que hayan pretendido ser populares, tal vez se pueda señalar el carácter democrático del trabajo de la Pictures Generation. No es necesario haber asistido a una escuela de arte para entenderlo y disfrutarlo. Un caballo al galope montado por un cowboy solo necesita de la mirada del espectador. No como el arte moderno. Cuyo hermetismo empezó con Malevitch y Kandinsky y llegó hasta Pollock y luego los llamados minimalistas. Otra distinción, y debemos considerarlo como un gran aporte, es el humor presente en estas obras, ausente del arte de los modernos. Tan serio como un golpe de ataúd en tierra es la pintura de Rothko o Motherwell. Y, hablando estrictamente de la fotografía, no deja de ser oportuno recordar lo que escribió Lisa Philips en el catálogo de Photoplay, la exposición que se montó en Caracas, en 1994, con piezas de Kruger, Prince, Levine y otros miembros de Pictures Generation. Escribió Philips: “Ahora, en lugar de suponer que una fotografía (no un “cuadro”, como se tradujo en el catálogo) es una prueba concreta, tendemos más bien a preguntarnos: ¿Hay algo de verídico en esta imagen?”. Una pregunta que no se nos hubiese ocurrido frente a una foto de Winogrand, Friedlander o Arbus. Con los artistas de Pictures Generation lo mejor es “no creerles nada”. Un criterio que no evita frustraciones y confusiones. En el inmediato pasado frente la serie de monocromías en azul de Levine, presentadas como suyas, lo más sano era preguntarse: “¿De dónde sacó Sherrie estas imágenes?” . Y nos habríamos enterado de que, en efecto, no son suyas, sino robadas a Ad Reinhardt, uno de los grandes maestros del abstraccionismo estadounidense.
La generación Pictures sería beneficiada con las nuevas tecnologías comercializadas a comienzos de los setenta. No sólo nuevas cámaras, que desplazaron a las icónicas Leica y Rolleiflex, sino con la introducción de las máquinas de videos en el mercado. Era justo lo que les hacía falta para dejar atrás la fotografía convencional. Una novedosa tecnología que les permitió el empleo de las imágenes en movimiento sin tener que convertirse en directores de cine (fatalmente, muchos terminarían siéndolo). Rápidamente, los videos se alternaban con las fotos fijas tomadas de diversas fuentes. A Jack Goldstein, que se dio a conocer con su famoso tratamiento del león de la MGM, le debemos dos de los más inquietantes videos de su generación. En el primero, y ya mencionando, The Jump, utilizando una compleja tecnología, desmaterializa la figura de un hombre que salta en una corta secuencia llena de poesía y dramatismo. El segundo, “Vaso de leche” es una expresión de la violencia existencial, introyectada de la que hemos hablado. Durante más de tres minutos, vemos un puño que golpea una mesa de metal en cuyo centro está un vaso de leche. El puño cae y cae cada vez con más fuerza, hasta que el vaso cede, se voltea, y la leche se derrama. El blanco y negro no hace sino aumentar la “terribilità” de la secuencia, que uno llega a relacionarla con situaciones tan extremas como una sala de tortura.
Con todas sus premoniciones de una poética post-modernista, los artistas de Pictures eran todavía hijos de la modernidad. Produjeron un arte que, aun con todas sus intenciones democráticas, no se despojó del todo de cierto aire elitesco. La ruptura total no se produjo. A pesar del humor que desplegaron en parte de su iconografía, a pesar de toda la ironía, los integrantes del grupo seguían creyendo, como Pollock o Motherwell, que el arte era una cosa seria. Sin llegar al heroísmo de sus predecesores, los nuevos artistas no se despojaron de cierto aire de artista maldito, no pocas veces sometidos a juicios penales. Todavía creían en el arte como un instrumento para el cambio. Como ocurre con las primeras series de Sarah Charlesworth, donde la preocupación social es el fundamento del proyecto. Y recuerdo a Francis Jameson cuando hablaba de la cursilería, de la condición kitsch del arte y la literatura postmoderna. Tal vez no sea un desacierto considerar a The Pictures Generation como el último gran grupo de artistas pre-post-modernistas. En Venezuela, la poética del movimiento ha tenido una fortuna variable, aunque no son pocos los que, en algún momento, han incursionado en su gramática. Dos de los más consecuentes han sido Alexander Apóstol y Diana López.
Alejandro Oliveros
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