"Lacoonte". 1610. El Greco
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De todos los grandes pintores europeos, El Greco (Domeniko Theotocopoulos) es el único cuyo genio, en más de una ocasión, ha sido cuestionado. Y ha sido así desde los tiempos del influyente y culto cardenal Alessandro Farnese, quien no se sintió especialmente fascinado por su obra, tal vez prejuiciado por la arrogancia del joven maestro quien se comprometía a pintar un Juicio Final, mejor y más decoroso, para reemplazar al de Buonarroti. Más tarde, en Madrid, tuvo que padecer la indiferencia del poderoso Felipe II quien, consecuente con el apodo de “Prudente”, prefería la seguridad de Tiziano, Tintoretto y Veronese. Se le debe a la ilustre ciudad de Toledo la generosa decisión de acoger entre sus muros al autor de una de las iconografías más controvertidas desde los tiempos de Apeles. Sin embargo, no todo había sido indiferencia en Madrid. Velázquez era dueño de dos de sus telas, y el retorcido vate Luis de Góngora le dedicó un retorcido soneto al enterarse de su muerte en 1614. La fortuna del maestro de Creta fue enterrada ese mismo año de 1614. Le seguirán dos siglos y medio de incomprensión e indiferencia. Demasiado oscuro, religioso y contorsionado para el gusto de la Ilustración, más impresionada por los rosados de Boucher o los azules luminosos de Fragonard. Una nueva sensibilidad, no obstante, comienza a insinuarse a finales del siglo XVIII que será más sensible a la fracturada visión del Greco. Delacroix lo admira y su influencia no se oculta en telas como “El lago de Getsemaní”. Pero habrá que esperar hasta los inicios de la modernidad para que la obra del cretense sea reconsiderada. Manet viaja a Toledo a conocerlo en profundidad y le rinde homenaje en su “Cristo muerto con ángeles”, de 1864. Por su parte, Degas adquiere dos magníficos lienzos para su colección personal, mientras Cezanne lo toma como antecedente en su obra temprana. Pero será el siglo XX el verdadero inventor de El Greco. Picasso le hace un homenaje en su “Entierro de Casagemas”. Y el futurista Ardengo Sofice, en 1908, lo distingue como un pintor moderno, y los artistas del expresionismo alemán lo reconocen como una de sus influencias. La estupenda exposición que le dedica el Palazzo Reale de Milán es una confirmación de que esta vigencia se mantiene en el siglo XXI. De El Greco se puede decir que es uno de los pocos maestros, si no el único, cuya obra ha sido reconocida tanto por la modernidad como por la llamada post-modernidad.
Se trata de una exposición histórica. Con la colaboración de la Embajada de España en Italia y de importantes museos de Europa y los Estados Unidos, las autoridades del Palazzo Reale de Milán, realizaron la improbable empresa de reunir más de cincuenta de las mejores obras del pintor, acompañadas por estupendas telas de los artistas afines al Greco: Basano, Tintoretto y, por supuesto, Tiziano. La impecable organización estuvo bajo la responsabilidad de los especialistas Juan Antonio García, Palma Martínez Burgos-García y Thomas Clement Salomon bajo la coordinación de Mila Ortiz. Los organizadores de la exposición dividieron el recorrido en cinco secciones temáticas, no necesariamente cronológicas: “I bivio”, “Dialoghi con Italia”, “Dipingere la santità”, “L’icona di nuevo”, “Il greco nel laberinto”. Una acertada sistematización para un artista signado por el movimiento, tanto en su vida como en su iconografía. Tal vez la más reveladora de las cinco secciones sea la tercera, “Dipingere la santità” (“Pintar lo sagrado”), que se detiene en describir las formas que adoptó la pintura de El Greco para adaptarse a las exigencias de la estética contra-reformista. En aquellos años de expansión incontrolable de la influencia de la Inquisición, al maestro cretense le correspondió el dudoso honor de trabajar en Toledo, sede central de la organización y residencia del poderoso Inquisidor General, el cardenal Fernando Niño de Guevara, inmortalizado en uno de sus mejores retratos. El Greco no tuvo la suerte de Velázquez quien, como pintor de corte, contaba con los modelos de la familia real para evitar los rigores de una iconografía religiosa. Tampoco contaba con el temperamento de Zurbarán, para sacar provecho con sus “retratos a lo divino” de las exigencias del Santo Oficio. Obligado por las circunstancias, El Greco logró, sin embargo, producir una pintura religiosa absolutamente personal y original. Una originalidad, como señala Martínez Burgos-García en su importante ensayo incluido en el catálogo, que se basaba, entre otras cosas, en el uso del cuerpo para expresar la experiencia religiosa en episodios claves del Evangelio. El resultado son las imágenes religiosas más expresivas de la moderna pintura occidental. El Greco entendió que esos momentos de intensa emocionalidad no podían ser presentados de una manera convencional. No sólo el alma era conmovida, también el cuerpo, que adoptaba posturas tan radicales que llegaron hasta la deformación. Una decisión que insistía en la expresión de las emociones de una manera no exenta de violencia. Lo que convirtió al maestro de Toledo en fundador de todos los expresionismos del siglo XX, desde Kokoschka hasta Bacon y Baselitz. Lo mismo con el uso del color. Su cromatismo expresionista es una evolución nada obvia del de sus maestros venecianos, que será aprovechada, casi dos siglos después por Delacroix. El expresionismo cromático al servicio del proselitismo religioso. Una decisión que lo mantuvo alejado de la pintura mitológica, y privó a la pintura occidental de lo que ha podido ser uno de los grandes pintores de mitología de la pintura occidental. Es lo que se desprende de la contemplación del único cuadro dedicado al tema. Una desafortunada circunstancia que el Palazzo Reale se preocupa de destacar con una sala especial dedicada al asunto. Una sala que ella sola vale la visita a la muestra. En la pared de fondo el imponente Laocconte, de la National Gallery (Washington), y en la pared, a la derecha, gigantescos dibujos que reproducen algunas de las más conocidas versiones del mito, A la izquierda, la más famosa de todas las versiones: “Laocoonte y sus hijos”, de los Museos Vaticanos, en una esmerada copia tamaño natural. Con su expresionista cromatismo, su empleo del cuerpo como vehículo de expresión emocional y su ruptura con las convenciones de la representatividad, el maestro de Toledo prefiguró los estilos y formas del arte moderno. Pero no sólo los artistas se sintieron conmovidos por esta iconografía. Rainer Maria Rilke, príncipe de la poesía del siglo XX, descubrió el significado de la “angelidad” durante su estadía en Toledo, ciudad a la que llegó para confirmar una admiración que se había iniciado en 1908, cuando descubrió a El Greco en una muestra del Louvre. La muestra de Palazzo Reale es inevitable. Se trata de una invitación única para entender la obra de un maestro cuya modernidad es absolutamente contemporánea.
Alejandro Oliveros
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