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A Rodolfo Izaguirre
Cuando murió el tío Arnaldo, muchos creyeron que antes habría resucitado. Lo habían dado por muerto con tanta convicción que debieron revivirlo en sus archivos antes de acudir a su entierro. En el santoral de la familia, Arnaldo quedó reseñado como un impávido galán de acción retardada por haberse casado con la Tía Antonia, tan bondadosa como poco agraciada. Cuando ya su fama de solterona empedernida se había consolidado hasta dejar de ser un tema, surgió el circunspecto Arnaldo y la condujo sin tropiezos al altar. En las fotos, Antonia parece una abuela disfrazada de novia por loca o por rochela. Donde sí se percibe lo trascendental del evento es en la escena del brindis. Me impresiona cuan serios lucen los dos rezagados, que por fin han llegado a la meta, mientras sostienen sus copas de champaña con estoicismo. La experiencia les habría enseñado lo precisas que son las sonrisas revelando la edad y optaron por la imperturbable pose de un amor heroico y eterno.
El tío Arnaldo tenía además el aura de haber sido jefe civil en Villa de Cura cuando el cargo ya había perdido su prestigio por culpa de Rómulo Gallegos. Ser jefe civil equivalía a rendirle cuentas a alguna Doña Bárbara, luego era un tipo de jefatura incivilizada y plena de reminiscencias gomeras. A este peso sociológico hay que añadir la decadencia de un pueblo que nunca fue ciudad y donde alguna vez vivieron los sangrientos Boves y Zamora. Arnaldo tenía en su estirpe algo de ese pretérito abolengo y se habría cansado de cargar con cuentos y opiniones que a nadie interesaban. Era un genuino testimonio de un pasado remoto y lo manifestaba con la triste sonrisa de quien solo se tiene a sí mismo para compartir sus mejores recuerdos.
En las fiestas de la familia nos tocaba, tarde o temprano, estar juntos. El por viejo y yo por niño, ambos retraídos o desubicados, nos encontrábamos sin buscarnos, como si una marea nos arrinconara al fondo del escenario para contemplar sin ser vistos. Deben haber sido distintos tipos de eventos, pero yo recuerdo puras primeras comuniones, el mismo jamón con un exceso de clavo y un idéntico calor de mediodía húmedo y solarizado. Lo cierto es que conmigo el tío se explayaba con gusto o se vengaba con saña de tanta indiferencia acumulada. Los saludos que le daban al llegar eran tan cariñosos como breves. Lo estrechaban con ambos brazos y luego los abrían con tanta fuerza que el tío salía expulsado hasta el siguiente pariente, y así hasta terminar en su rincón de vigía, a donde le llegaba el eco de algún comentario:
—Está enterito.
Le gustaba el vino y lo bebía con hielo picado, estirando el cuello y los labios más allá del borde de la copa. Tenía algo de colibrí por lo breve del sorbo y una tendencia espasmódica a cerrar los ojos y girar la cabeza de un lado al otro mientras saboreaba el caldo. En cada trago pasaba de la desconfianza a una profunda aprobación, como si volviera a probar un brebaje desconocido. Bebía haciendo meditadas pausas, pero era efectivo, constante, y se bajaba una botella en poco más de una hora. Mi padre era generoso con él, pero lo tenía medido y conocía sus límites. El tío era incapaz de armar escándalo. Su falla era que el alcohol lo iba rigidizando y una vez hubo que llevarlo a su casa engarrotado y aún sentado en una silla de Festejos Mar.
Yo era un niño cuando me contó algo de una batalla en la que había participado. Ya se había adentrado en una fase avanzada de entumecimiento y no entendí dónde peleaba, ni cuándo ni contra quién. Algo recuerdo sobre un compañero herido, quien al caer al suelo con un tiro en el pecho comenzó a escarbar con las uñas como un perro que oculta un hueso. Mi tío, sin dejar de disparar, le propuso a su amigo:
—Tranquilo Vidal, que ahora más tarde te vamos a enterrar como Dios manda.
Y Vidal murió en paz, apoyando suavemente la mejilla sobre la tierra ensangrentada.
Muchos años después, escribí sobre una batalla en tiempos de Gómez y utilicé la escena. Cuando el texto ya parecía estar listo y revisaba libros de historia para chequear nombres y evitar errores imperdonables, me di cuenta de que el tío Arnaldo —el anciano que me había contado sobre el moribundo que decidió enterrarse con sus propias manos— era Arnaldo Morales Carabaño, un joven que en 1929 había peleado en Cumaná. La escena que había impuesto a mi relato estaba allí mucho antes de que yo tratara de encajarla.
La generosidad de mi padre con el tío Arnaldo se debía a que su madrina era la tía Antonia. Le tocó en suerte aquella mujer previsible y abnegada. Cuando ya era un adolescente, asumió a conciencia el inesperado papel de chaperón inserto en un romance tardío y aletargado. La pensión de jefe civil alcanzaría solo para los helados, otra pasión de Arnaldo, y ya adentrados de lleno en la ancianidad, papá les completaba la mensualidad como si fueran sus propios padres. Me cuenta mi hermana que mi madre iba una vez al mes a hacerle la pedicura a la tía. Enfrentar mensualmente aquellos pies retorcidos fue un gesto tan amoroso como el de María, la hermana de Lázaro, perfumando con sus cabellos los pies de Cristo.
Antonia me trataba bien; creo que por retruque. Nunca fui un niño querido por sus tíos. No sé si yo era raro o simplemente muy cabezón. Aún no sé muy bien lo que soy. La tía era aburrida a niveles de merecer indulgencias por visitarla. Más de una vez me dejaron en su casa para pasar la tarde y llegué a creer que era capaz de detener el tiempo hablándome en cámara lenta. Vivían en una casita por Sábana Grande que años más tarde tuve que remodelar. Quizás por esa razón mis recuerdos sean tan nítidos y enfocados. Me tocó hacer desaparecer las cariadas cerámicas de los baños, las huellas de los bodegones guindados en las paredes y esos olores a viejo que tanto mortificaban a García Márquez.
Un día, en un inexplicable arranque de vitalidad, la tía Antonia me cantó su versión de una estrofa de Rigoletto:
La doña inmóvil
perfuma el viento
Muda de asiento
¿Qué podrá ser?
Terminó de cantar estirando las vocales con una picardía que me asomó a una previa encarnación, en la que quizás fue bella, y luego se río con muchas ganas. Nunca había escuchado aquellas roncas carcajadas espaciadas con una tos que apaciguó con golpes de pecho. Al retornar con los ojos llorosos de aquella liberación, pasó abruptamente a una seriedad de inquisidora y me preguntó:
—¿Por qué no te ríes? ¿Es que acaso no entiendes qué podrá ser?
Preferí pasar por bruto a confesar que su verso no me hacía gracia y mantuve la expresión de desconcierto. Quizás percibió el juego porque me dijo muy enojada, y además con aprensión, como si también estuviera en juego su mensualidad:
—Sea lo que sea que entendiste, nunca le cuentes a tu papá, ni a nadie. ¿Me lo juras?
Moví la cabeza con un ángulo tan incierto que casi la hago llorar, pero he mantenido el secreto hasta hoy.
Más me divertía dar una vuelta a la cuadra con el tío Arnaldo, quien caminaba con la parsimonia de una esfinge, muy concentrado, en línea recta y con una enorme dificultad para girar en las esquinas. Yo avanzaba en círculos, rodeándolo para no dejarlo atrás. La diferencia de velocidad me hacía sentir que Arnaldo estaba inmóvil, pero, milagrosamente, como en el caso de la liebre y la tortuga, siempre llegaba de vuelta a la casa antes que yo. Su truco era hacer unas observaciones enigmáticas, o saludar a un vecino como si fuera a detenerse, o dejar caer un par de monedas, o preguntar cuántos mangos quedaban en un árbol, y hasta el descarado truco de hacerme buscarle un vaso de agua, todo con el propósito de ganarme por tres pasos.
Aunque Arnaldo le llevaba decenas de años a su Antonia, a la tía le tocaría morirse antes. La confusión en nuestra familia se debe a que al tío se lo llevaron los Morales para evitarle presenciar la escandalosa agonía de su esposa. Al no estar presente en el funeral, la gran mayoría pensó que Arnaldo la había precedido y, cuando le llegó el turno, parecía un error cronológico.
Recuerdo que fue un entierro de puros hombres. Yo andaría por los quince y el Cementerio General del Sur exudaba la milenaria seguridad de quienes están a gusto en sus casas. Me cuentan que ahora es un cementerio horroroso y vengativo, depositario de una miseria que se lleva hasta los huesos para ceremonias macabras. Esa mañana de otro siglo, de otro milenio, deslumbrado por las esculturas dedicadas a los muertos y a la muerte, yo estaba perplejo, observando cómo sepultaban a un hombre que quizás había vivido más de la porción que le tocaba, mientras sus deudos se lo reprochaban con indiferencias y oraciones mecánicas. Quizás hasta recordé la frase de “vamos a enterrarte como Dios manda”, lo mínimo que podemos exigir en esta vida.
En medio de un sopor de cuchicheos, resaltó un grito entre los cuerpos vestidos con trajes de lana gruesa y negra:
—¡Mi cartera!
Como si un general estuviera pasando revista a la tropa, todos los cuerpos, antes en posiciones desgarbadas, se pusieron firmes y con una fuerte palmada al unísono, como dándose una marcial nalgada, revisaron el bolsillo posterior de sus pantalones. Dos o tres repitieron la frase original: “!Mi cartera!”, y se miraron unos a otros buscando ya con vengativo rencor al culpable. Solo mi padre, quizás por lo alto, logró una visión periférica y dijo señalando con el dedo a alguien que estaba muy cerca del hoyo:
—¡Ese es!
Al verse señalado, el carterista entró en pánico y decidió correr. Tuvo pésima suerte. Le había tocado la despedida a un jefe civil, oficio con leyendas de linchamientos, y lo persiguió una horda sin sentimentalismos ni esas profundas tristezas que debilita los cuerpos, ni damas que apaciguaran la ira con exclamaciones de horror.
El pillo vendría de varias faenas, pues le encontraron más carteras que las faltantes. Lo golpearon mucho, demasiado, incluso en nombre de sus previas y futuras víctimas.
Cuando la poblada victoriosa regresó a la tumba que faltaba rellenar de tierra, rodearon a mi padre felicitándolo y le preguntaron:
—Pero Martín, ¿cómo supiste quién era el ladrón?
Martín Vegas, abrumado por la violencia que había desatado con solo estirar el brazo, respondió apuntando esta vez hacia la razón de la convocatoria:
—Porque era el único que lloraba.
Federico Vegas
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