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La siguiente entrevista se realizó en Caracas en 2011 a propósito de cumplirse treinta años de la fundación del grupo Tráfico, uno de los últimos y más relevantes grupos literarios de la historia literaria venezolana. Se publicó parcialmente en Papel Literario del diario El Nacional y ahora, tras cumplirse tres años de fallecimiento del poeta y ensayista Armando Rojas Guardia (1949-2020), aparece en su versión íntegra, como homenaje a quien fue una voz literaria fundamental en la Venezuela reciente.
Tres décadas separan al grupo Tráfico, cuyos integrantes decidieron arremeter desde el ejercicio poético contra una sociedad adormecida por el rentismo petrolero, del complejo panorama político que hoy, en un juego de espejos, los confronta consigo mismos y con su «Sí, manifiesto», considerado por muchos el último grito poético colectivo del país. Armando Rojas Guardia, miembro fundador del grupo que también integraron Yolanda Pantin, Rafael Castillo Zapata, Igor Barreto, Miguel Márquez y Alberto Márquez, contempla el pasado de Tráfico con una mezcla de orgullo y de severa voluntad autocrítica.
La mayoría de las aproximaciones a Tráfico coinciden en ver en el grupo un intento por restituir una voluntad crítica del intelectual hacia el poder, extraviada durante los años de bonanza petrolera. «Sincerar la relación del poeta con Venezuela», como decía el manifiesto. ¿De qué manera percibes hoy esa necesidad?
Efectivamente, surgimos como grupo en un contexto histórico donde ese talante crítico frente al poder se había hecho más bien laxo. La República del Este representó para nosotros esa laxitud, esa confraternización contranatura de cierta izquierda con Miraflores. Era el símbolo de todo aquello que no queríamos para el intelectual, para el escritor, y específicamente para el poeta. Visto retrospectivamente, sin embargo, el manifiesto está impregnado de un voluntarismo mesiánico. Postulamos que el poeta tenía que salir a la calle y hacer, escribir y difundir un tipo de poesía que se acercara al venezolano medio, y pasamos por alto culposamente que el divorcio entre la poesía y la mayoría de los venezolanos no es responsabilidad de los poetas, sino que obedece a causas estructurales de tipo político, social, cultural y económico. Entonces, eso de que el poeta tenía que salir al barrio, al cuartel, a la fábrica, a la plaza pública, a los parques, me suena hoy en día a ese mesianismo voluntarista, como si el cambio cualitativo que representaría una nueva percepción del fenómeno poético y del papel del poeta en la sociedad dependieran de la voluntad exclusiva de los poetas.
Entonces el Viernes Negro y la debacle que con él se inició en la democracia venezolana significaron la confirmación de los reclamos de Tráfico.
Por supuesto. Nosotros hablábamos de la democracia petrolera, y de alguna manera nos hacíamos eco de lo que Uslar Pietri llamaba «el festín de Baltazar», esa danza de los millones que se concretaba en el ta’barato dame dos de la Venezuela mayamera y de la clase media urbana. El Viernes Negro vino a ser la señal de alarma de que la decadencia había empezado, de que el festín, si no había terminado, estaba por terminarse. Nosotros quisimos hablar consciente y voluntariamente desde la clase media urbana, pero sin identificarnos con la mayoría de sus estereotipos y con buena parte de su universo mental. Quisimos ser voluntariamente críticos con respecto a esos estereotipos y a ese universo mental.
Argumentos similares en contra de la «Venezuela saudita» de los ochenta han sido esgrimidos en el discurso de la Revolución Bolivariana. ¿Sería Tráfico, de surgir hoy en día, un grupo afecto al Gobierno?
No. De hecho, la mayoría de los ex integrantes de Tráfico disentimos de la orientación ideológica y de las políticas del régimen chavista. La única excepción es Miguel Márquez, a quien respeto y admiro. A mi juicio, el chavismo representa un anacronismo histórico. Rescato en él la conexión con el imaginario y el sentimiento populares, y el esfuerzo que ha venido implementando en materia de organización de las mayorías empobrecidas, aunque ese esfuerzo esté contaminado de clientelismo y verticalismo burocratizante. Pero en general su propuesta política y económica me resulta anacrónica, pues reivindica una vía de realización colectiva ya superada por la dinámica histórica.
¿Crees que el «realismo crítico» propuesto por Tráfico sea también algo demodé, o es todavía un camino necesario en la poesía venezolana?
Cada enfoque temático en la poesía implica sus propios procedimientos. Cuando escribí La nada vigilante me enfrenté con un problema intrapsíquico para el tratamiento del cual los procedimientos postulados por el manifiesto no me servían. Quería escribir acerca de un bloqueo psíquico, quería escribir el poema del imposible poema, quería escribir sobre la imposibilidad de escribir. Eso implicaba un procedimiento estilístico que nada tenía que ver con Tráfico. La psicología ontologizante de Rafael Cadenas, la crítica a la realidad aparente a partir de las imágenes primordiales de la ensoñación poética de Juan Sánchez Peláez o las preocupaciones filosófico-estéticas de Alfredo Silva Estrada, por ejemplo, requieren sus propios procedimientos estilísticos que nada tienen que ver con lo postulado en el manifiesto. En ese sentido, la apuesta por el realismo crítico me parece válida como opción a elegir; el manifiesto la erigía como la única posible y en ese sentido es una afirmación dogmática y fanática. Miguel Márquez acaba de hacer, en su último libro publicado, Poemas de la Independencia y del escarnio, un experimento estilístico que no se había hecho nunca en Venezuela y del que solo recuerdo como antecedente un libro de Ernesto Cardenal, El estrecho dudoso. Miguel toma textos históricos y crónicas del período de la Independencia y los somete a un tratamiento rítmico musical que los redimensiona, de la misma manera en que Cardenal toma algunos textos de los cronistas de Indias: Fernández de Oviedo, Bernal Díaz del Castillo, Bartolomé de las Casas, y obtiene de ellos un valor netamente poético. Este experimento se inscribe dentro de una especie de realismo crítico que es perfectamente válido como opción, pero no como la única legítima. En poesía, como en literatura y la vida social, el juego plural de las opciones debe tener la última palabra.
¿Se extravió entonces la experiencia de Tráfico en tu recorrido escritural posterior?
Fíjate, Yolanda Pantin me decía hace unas semanas por teléfono que toda la poesía que hacemos los de Tráfico en este momento no tiene nada que ver con lo que postulamos en el manifiesto, excepto, claro, la de Miguel. Yo no estoy seguro de que eso sea cierto. La poesía de Igor Barreto es una poesía que guarda una fidelidad asombrosa, en lo procedimental y en lo estilístico, a lo señalado en el manifiesto. Yo mismo no hubiera podido escribir un poema como «La desnudez del loco» sin haber pasado por Tráfico. La técnica del collage que yo aprendí en Solentiname estudiando a Pound –porque todas las tardes después de las cinco horas de trabajo manual en Solentiname me dedicaba a estudiar esa técnica del collage que usa Pound en los «Cantos», o que usa T. S. Elliot en La tierra baldía, o que usa Robert Lowell en su poesía–, la apliqué luego a algunos de los que considero mis mejores textos poéticos. Lo mismo sucede con la revalorización, reinvindicada por nosotros, de la narratividad y, en consecuencia, de la anécdota. Frente a la poesía mayoritariamente abstracta, quintaesenciada e impersonal que se escribía y publicaba en el país, nos pareció que una de las maneras específicas de devolverle a lírica venezolana existencialidad y subjetividad comprometida y explicita, consistía en retornar a la narratividad, preferentemente autobiográfica. Aunque se trata de un poema escrito después de que Tráfico ya había desaparecido como grupo, «Retén judicial», ese texto mío incluido en Patria y otros poemas, lleva la impronta narrativa de la poesía de Tráfico. Siempre reconocimos una delgada, pero verdadera tradición en lo que entonces nos proponíamos: las obras poéticas de Víctor Valera Mora y la representada por Copa de huesos de Caupolicán Ovalles; en cierto modo, también Oh smog y Ciudadanos sin fin, de Juan Calzadilla. Igualmente, consideramos cercanos al Alejandro Oliveros El sonido de la casa, Blas Perozo Naveda, William Osuna y los poemas más narrativos de Enrique Hernández de Jesús. En cuanto a la poesía hispanoamericana en general nos percibimos muy próximos a creadores como Ernesto Cardenal, José Coronel Urtecho, Juan Gelman, Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza, Mario Rivero, Jotamario Arbeláez, Luis Rogelio Noguera: todos elaboran una poesía donde caben gentilicios, nombres propios, giros coloquiales, dicciones conversacionales, la primera persona del singular, lo narrativo. De la misma forma, reconocimos el magisterio que representaba la llamada «poesía de la experiencia» española, cuyo máximo exponente fue Jaime Gil de Biedma.
¿Ocurre algo similar con la herencia de Tráfico en los colectivos y las tendencias poéticas posteriores?
Llevo ocho años dictando talleres de poesía semanalmente, dicto tres simultáneos en la actualidad y estoy en contacto con buena parte de los poetas jóvenes que escriben y publican en el país. Yo no diría que Tráfico constituye en el trabajo de estos poetas la referencia fundamental; pero sin duda es una importante en su mapa mental. En nuestro empeño de reconectar al poeta con el público, y en ese sentido darle una nueva dimensión social a la poesía, en Tráfico quisimos renovar los recitales. El recital es hoy moneda de uso corriente, cosa que no sucedía a comienzos de los 80, cuando era mal visto, considerado cosa de fiesta patronal, de acto cultural de liceo y se lo asociaba a la cursilería declamatoria; de modo que nos propusimos resucitar esa práctica en función de una nueva conexión del poeta con el público. Otra conquista innegable de Tráfico fue su insistencia en una poesía que rescatara lo histórico y lo cotidiano, la macrohistoria colectiva y la microhistoria individual y existencial del hombre que es su cotidianidad. Nos pareció que el orbe poético dentro de la poesía moderna en donde se explayaban más explícitamente estos elementos era el de la poesía norteamericana. Y si hoy los poetas incursionan en esos temas, y todavía más si se estudia con ojos nuevos la poesía norteamericana, todo eso se debe a Tráfico. Poemarios de excelente calidad estética, como La patria forajida de Harry Almeda, y Armadura de piedra, de Edda Armas, en los cuales palpita la actualidad histórica del país, no creo que sean concebibles sin que la experiencia de Tráfico haya actuado en sus creadores al menos como referencia mental. Y, si atendemos a los que escriben los más jóvenes, la extraordinaria poesía homoerótica de Alejandro Castro, su irreverente desenfado, su sabia y subversiva ironía, dentro de la cual la atmósfera urbana es una presencia tácita pero también abrumadora, no es explicable sin el antecedente de Trafico. Lo mismo puede afirmarse de la clave política y citadina del estupendo poema titulado «Sexto mandamiento», de Leonardo González Alcalá.
¿Crees que ese rol político de la poesía que Tráfico persiguió se encuentre aún en vigencia?
Pienso que se ha complejizado enormemente el panorama histórico. En aquel momento algunos de nosotros eran muy críticos frente al socialismo real: después de sus cinco años de estudios en Rumania, Igor nos transmitía su gran reserva ante el modelo soviético. Y recuerdo que a todos nos escandalizó la ilegalización, perpetrada por el partido comunista polaco, del sindicato Solidaridad. Yo tenía simpatías por la Revolución cubana y el sandinismo; simpatías que ya no existen. Creo que la opción por el socialismo hay que reinventarla desde su misma raíz: todos los intentos de sustituir asertivamente a la democracia burguesa han mostrado carencias y fracasos estruendosos. Aún así, rescato del talante político de Tráfico la voluntad crítica y cuestionadora, y el haber puesto sobre el tapete la necesidad de que el poeta se convierta en un señalador de que hay que acceder a niveles superiores, individuales y colectivos, de conciencia y libertad.
Gabriel Payares
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