Apuntes personales para una historia reciente de (la narrativa en) Venezuela

Segunda planta de la librería Sopa de Letras, en la Hacienda La Trinidad. Foto tomada de haciendalatrinidad.org

16/07/2021

[Entre el 28 y 30 de junio pasado se celebraron las V Jornadas de la Sesión Venezolana de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA, por sus siglas en inglés). En dos mesas redondas, denominadas «El relato escindido: narrativa venezolana actual», un grupo de narradores venezolanos disertó respecto de lo que significa hoy escribir en o sobre Venezuela. Presentamos el texto de Gabriel Payares.]

Si un día me tocara explicarle a un amigo extranjero la reciente situación de la narrativa de mi país, me vería sin duda alguna en dificultades. En parte porque después de siete años de extranjería son muchos los nombres nuevos que desconozco, y también porque es difícil contar el modo en que hemos decidido contarnos, ya que lo hemos estado haciendo a contracorriente. Pero si tuviera, de nuevo, que hacerlo, y si encontrara un interlocutor lo bastante paciente y lo bastante interesado, seguramente le explicaría algo parecido a lo que expongo a continuación.

Mucho se ha escrito respecto a las tensas relaciones entre el poder y la ficción literaria, particularmente en épocas de autoritarismo. La historia nos dice que los gobiernos de este semblante suelen ser infértiles, que no propician el florecer de los relatos, excepto entre aquellos que se le oponen y que se ven, por ese mismo motivo, obligados a combatir la asfixiante versión oficial que desde el poder se construye: un relato monolítico que a lo sumo puede aspirar a replicarse a sí mismo, a la manera de los virus, engendrando versiones idénticas a sí misma. Ya que la propaganda, pues ese es su nombre, tiende a colmar todo espacio posible y a sofocar, como ciertas malas hierbas, cualquier semilla que retoñe.

Quizá esa sea la razón de que en sus veinte largos años de existencia, el chavismo no haya sido capaz de engendrar una literatura que lo represente. Escritores chavistas ha habido, desde luego, y muchos de ellos produjeron relatos que buscaron hacerse eco, cual antenas repetidoras, de la versión oficial que el gobierno revolucionario imponía gracias a su creciente hegemonía comunicacional. O textos que intentaron sacar nuevo lustre a la gesta independentista bolivariana, guardando fidelidad al retrovisor ideológico propuesto por el chavismo. Pero incluso así uno podría preguntarse si existe o existió una literatura chavista: una que persiga sus propios intereses estéticos y humanos, o que guarde una distancia crítica respecto del poder en Venezuela. 

Y es que el gran relator del chavismo, y por “gran” prácticamente quiero decir que fue el único, era Hugo Chávez. Y no me refiero únicamente a las anécdotas de infancia que Hugo Chávez rememoraba en su programa de televisión y que luego los ministerios compilaban, corregían e imprimían. Suyo era el lenguaje con el que se bautizaban las cosas, en especial a sus contrincantes; suyas las anécdotas que a todo servían de ejemplo y quién sabe si suya también la propuesta de pensar el siglo XIX como el instante histórico al que el país debía retrotraerse, para elegir de nuevo un camino distinto. La refundación de la patria, la enmendadura del destino trágico de Bolívar.

Es por ello que cualquier intento de historia reciente de la narrativa criolla tendría que dar cuenta, de un modo u otro, de las piruetas con que el mundo literario hizo afán de redefinirse, desmarcarse y tratar de oponerse al relato oficial: a su ruralismo épico, su martirologio revolucionario, a sus intentos de hagiografía política. Sirvan las siguientes páginas como un intento, rudimentario, incompleto.

Esta resistencia literaria –pues eso acabó siendo– se nucleó inicialmente en torno a la idea de lo urbano, expresado en la imagen de la Venezuela moderna que el petróleo permitió durante el siglo XX. Así, con el nombre de «Narrativa Urbana» o de «Nueva Narrativa Urbana», se ofreció una ruta histórica distinta hacia la identidad nacional, o sea, una memoria alternativa de lo patrio. Bajo su paraguas se reunían estilos y propuestas narrativas muy diferentes, sin que existiera una clara intención de organizarlas o conducirlas de ninguna manera. No era un movimiento, ni una tendencia, ni siquiera un grupo literario, pero incluso así eventos como la «Semana de la Nueva Narrativa Urbana» e iniciativas editoriales como la Fundación para la Cultura Urbana –cuya labor incluía no sólo un catálogo de literatura y ensayo, sino también de fotografía aérea de nuestras principales ciudades y transcripciones de conferencias con invitados internacionales en torno al tema ciudad– fueron potentes vitrinas para narradores noveles y consagrados, en cuyos relatos se rememoraba la Venezuela de la crisis de los noventa o comienzos del dos mil, en especial una Caracas violenta, vibrante y ávida de presente. Cito de memoria los nombres de Eduardo Febres, Enza García Arreaza, Rodrigo Blanco Calderón, Lucas García París, John Manuel Silva y Roberto Martínez Bachrich, apenas un abreboca de los que fueron sustrato para numerosas antologías que en ese entonces vieron la luz, en medio de una atmósfera de franco entusiasmo editorial.

La «Narrativa Urbana» existió durante casi una década, y su final coincidió con la explosión de la burbuja editorial que algunos optimistas catalogaban de «boom», cediendo paso rápidamente a una manifiesta recesión en el sector del libro venezolano. Y mucho antes de que el deterioro económico hincara el diente en las editoriales privadas e independientes, el creciente espíritu omnímodo del chavismo cobraba sus primeras víctimas del sector, como ocurrió con la Fundación para la Cultura Urbana, cuya intervención por funcionarios de la policía política impidió una parte importante de su valiosa labor cultural. El mensaje parecía estar claro: alternativas semejantes no tenían lugar en la Venezuela venidera. Incluso las editoriales estatales –Monte Ávila Editores, la Casa de las Letras Andrés Bello, el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos–, fruto de la gestión cultural pre revolucionaria, eran percibidas con desconfianza por los apparátchiks del gobierno.

Se debe decir que hubo antenas sensibles captando el callejón sin salida venidero: un clima de asfixia discursiva y de paulatino agotamiento de las oportunidades de consumo, que se instalaría conforme el Boom de los commodities llegaba a su infeliz término. Y como ocurre con frecuencia en nuestra historia, el pueblo venezolano pasó de la sobredosis consumista a la precarización, pero esta vez el tobogán fue más pronunciado que nunca. Había operado la alquimia del desastre: después de catorce años de históricos ingresos petroleros, el país se quedaba sin gasolina. Alrededor de 2012 comenzó la fuga de las clases pudientes y el discurso migratorio asomó tímidamente la cabeza. Ese fue el año en que apareció el documental amateur Caracas, ciudad de despedidas en el que distintos jóvenes del Este caraqueño manifestaban su deseo de fuga. Se trató de un preludio caprichoso, casi cómico, a la tragedia que se avecinaría pocos años después como queriendo invertir la célebre frase de Marx sobre la historia. Y en esta breve etapa de prefiguración del desastre surgió también la llamada «narrativa del exilio» con que las letras nacionales buscaban sumarse al clima de hundimiento del Titanic.

Se trató, de nuevo, de una etiqueta editorial poco fiel al contenido de los textos que promocionaba, dado que en realidad desplazaba el foco hacia la biografía de sus respectivos autores, venezolanos con muchos años de residencia en el extranjero: Gustavo Valle, Juan Carlos Méndez Guédez, Miguel Gomes o Eduardo Sánchez Rugeles. Y aunque la noción del exilio, candorosamente manejada en la prensa local, no se hallaba presente ni en sus obras, ni en los pronunciamientos personales de sus autores, ni en la manera en que sus obras eran publicadas, promocionadas y comercializadas en Venezuela es posible que bautizara exitosamente lo que habitaba en el seno de un creciente sector de la sociedad: la sensación de haber sido expulsados, de hallarse confinados a la periferia.

Entonces tuvo lugar un evento que marcó un hiato de silencio en el país, como si todos contuviéramos al unísono la respiración: la muerte de Hugo Chávez en 2013. Su ausencia prometía ser el final y el inicio de algo, pero era difícil intuir exactamente de qué; el chavismo perdía a su gran relator, pero a cambio recibía un mártir y una dinastía. Y como si del espectro de Hamlet se tratara, la voz fantasmal de Hugo Chávez continuó resonando en los parlantes y sus ojos escudriñadores aparecieron en lo alto de los edificios, mientras que el príncipe heredero se hacía llamar hijo suyo. También hubo intentos por instalar el relato del magnicidio: así como Chávez decía que el imperialismo había matado a Bolívar, se afirmó que el cáncer del comandante le había sido inoculado desde Washington. Y el resto, de un modo u otro, fue el silencio.

En los años siguientes se produjo el colapso: hiperinflación, escasez de alimentos y de gasolina, y una brutal depreciación de la moneda que hicieron, obviamente, inviable cualquier intento de vida normal, ni hablar de una modesta vida cultural como la acostumbrada. La respuesta de la clase intelectual fue la fuga: emigraron masivamente las clases medias y letradas, se perdió la generación de relevo de las universidades y se produjo un abandono masivo de la labor editorial. Se marcaba así la hoja de ruta que los sectores sociales más deprimidos no tardarían en emular: una tragedia de la que ya existe abundante documentación periodística y que no hará falta explicar aquí con mayor detalle. Baste decir que los años venideros atestiguaron una bestial atomización del sector literario y editorial venezolano conformando un archipiélago cultural dentro del cual Venezuela misma pasó a ser un islote más, cuyos creadores experimentan su propia versión del «nadar en seco» de Virgilio Piñera. Escindido entre el adentro y el afuera, este panorama literario debe hacer frente a la disminución de los espacios de diálogo más allá de las redes sociales y a las dificultades propias de la circulación del libro en América Latina, especialmente a la hora de entrar y salir de Venezuela. Ninguna editorial internacional –ni siquiera las que profesan una abierta simpatía por el régimen– aceptan enviar sus libros a pérdida a un mercado editorial de bajísima demanda, a sabiendas de que controles cambiarios y sanciones internacionales les impedirían cosechar sus respectivos dividendos.

Pero nuevos polos editoriales emergen de la mano de editores venezolanos y en menor medida de empresas locales. Con España como el gran protagonista, pero también Estados Unidos, Colombia, Argentina y Chile, nuevas ediciones se dedican a narradores consagrados como Salvador Garmendia, Ednodio Quintero o Victoria de Stefano, así como a antologías de diverso calibre y también a autores de trayectoria más modesta.

Y aunque pareciera improbable dar con tendencias narrativas más o menos homogéneas en un momento así de insularizado, por lo que se impone una lectura quizás más evidente, propia de los asuntos de una diáspora: la nostalgia y la querencia, la extrañeza ante lo propio frente a las culturas ajenas y, por último, la denuncia, literal o metafórica, de la feroz situación venezolana. Tres grandes cauces narrativos cuyos dos primeros son fácilmente atribuibles al imaginario migrante: enuncian procesos contradictorios y complementarios de adaptación, conforme la nueva realidad se va imponiendo a la patria lejana en la vida de los autores. Mención aparte amerita, en cambio, el último de estos tres derroteros, el de la denuncia y la militancia antichavista, es decir, de las ficciones que hacen del antichavismo un leitmotiv explícito o metafórico.

Nada de malo hay en aprovechar la ficción para dar rienda suelta a las vendettas: bastante lo hizo Dante en su Divina comedia sentenciando al infierno a sus enemigos y acreedores; pero el dilema está en por ello acercarse al terreno del artículo de opinión, o peor aún, del simple marketing político al cual el mundo editorial no es inmune. Aprovechando la oportunidad histórica y mediática bien se puede abandonar el compromiso con la ficción, esto es, con la complejidad de la experiencia humana que es el único ethos posible de la ficción literaria. Como lo dijo Sergio Ramírez en su discurso de aceptación del Premio Cervantes en 2017: «A través de los siglos la historia se ha escrito siempre en contra de alguien o a favor de alguien. La novela, en cambio, no toma partido, o si lo hace, arruina su cometido».

El otro riesgo que corre semejante quehacer narrativo es el de acabar regresando al martillo retórico del chavismo, como un bumerán. Pues son estos, y no otros, en los que podría finalmente devenir la narrativa del chavismo, pero en la justa medida en que sus ficciones se hacen eco de los rasgos con que el propio Hugo Chávez caracterizó durante década y media a sus detractores: clasismo, racismo, desprecio por lo propio y criminalización de la pobreza. Quienes combaten a un dragón, después de todo, llevan dentro siempre un diente de la bestia. Quizás convenga entender estas narraciones más bien como una advertencia involuntaria respecto a un cierto tufo reaccionario que se percibe en la diáspora, al menos a juzgar por lo que evidencian las redes sociales. Y es que muchos parecen convencidos de que fueron los modestos avances en materia de reivindicaciones sociales y laborales del chavismo los que arruinaron al país, en vez del autoritarismo, la corrupción, el aplastante burocratismo y también, todo hay decirlo, la falta de organización política real por parte de sectores opositores irresponsables.

Si un amigo extranjero me solicitara una conclusión le explicaría que son muchos los retos que una narrativa de la diáspora, en tanto último y provisional peldaño en esta historia de las letras criollas, deberá enfrentar de cara al futuro inmediato. Hacerse un espacio en el mundo, tender una red de vasos comunicantes y tal vez rescatar el carácter humano de nuestra tragedia, eso que nos vincula al resto del mundo, sacudiéndonos en el proceso los espejismos heredados de una cultura de importación: esos mismos que llevaron a José Ignacio Cabrujas a afirmar, a principios de la década de 1990, que los venezolanos éramos «extranjeros permanentes», dada «nuestra capacidad de usar sillas danesas o agua de colonia 4711, o aceitunas sevillanas prácticamente como productos folklóricos». Hoy en día sabemos que de semejantes planteamientos solo pueden engendrarse nacionalismos recalcitrantes y compensaciones fanáticas. De eso último, creo yo, ya hemos tenido bastante.


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