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Armando Manzanero: la ilusión de una virilidad latinoamericana amorosa y protectora

30/12/2020

Yo cambio la gloria
por la dicha enorme de estar en tu historia.

A. M., de «Cuando estoy contigo»

Armando Manzanero es un cantor retroactivo. Típica, muy argumental retroactividad del artificio de los años 40. Una larga coherencia –cortés, locuaz, suavemente amorosa– une las canciones de susurrante disciplina de Armando Manzanero, al musitado sistema que han sido las canciones de Agustín Lara o de María Grever, entonadas por Pedro Vargas.

En continente de asperezas –donde la selva no solo está en la última e inhóspita tierra, sino en la conducta, pública y privada, de los varones–, Pedro Vargas, a través de un tenaz oficio de cantante, le dio prestigio al amor y nos trajo una versión más benévola del hombre latinoamericano. En estos vastos lugares, el macho era muy lacónico con las mujeres. Solo le daba –¿más bien, le ordenaba?– el sexo. Pedro Vargas con canciones como «Una cita de amor», acaso colaboró –grandemente– para hacer más grato, más armónico el entendimiento entre nuestros hombres y nuestras mujeres.

¡Sí: cuánto le debemos nosotras –mujeres de Latinoamérica– a María Grever! Gracias a sus perfumadas canciones, ya no le tuvimos tanto miedo al sexo y albergamos la ilusión de que los hombres que teníamos a un lado podían ser muy dulces, muy gentiles, muy delicadamente pacientes con nosotras. Hasta el punto de llegar a pensar –¡locas y crédulas de amor!–, que el nocturno semen no provenía de un olvidadizo, ingrato e impúdico cuerpo de hombre, sino de la misma luna (porque, la verdad es que el semen –aunque algunas obcecadas feministas hayan tratado de desprestigiarlo sin hasta el presente, aparentemente, haber logrado total éxito en su empresa– es casi tan amarillo como un refrescante vaso de naranja y nítidamente –sin innecesarias, románticas cortesías– del mismo pálido, ambrosino color del satélite luna).

Pero sigamos con nuestra trova. Gracias a las canciones de Pedro Vargas, el hombre del amor ya no era un torvo animal gomecista que solo usaba el cuerpo de la mujer como gozosa despensa nocturna. El hombre agradecido –aún semanas después de haber sostenido dulce batalla con los sedosos órganos femeninos– seguía dialogando con la mujer. Las canciones de Pedro Vargas eran una íntima locuacidad amorosa.

Luego todo se vino abajo. Las mujeres abandonaron las cocinas maritales, las camas de la docilidad. Se aficionaron al trabajo, al divorcio, a la píldora. Era tonto –o por lo menos superfluo– seguir cantando canciones románticas. Después la píldora, para la mujer, no ha significado la soledad del cuerpo. Pero, sí, muchas veces la del alma. La mujer, a través de la píldora, conoció más su cuerpo: también a los hombres. Y el amanecer de los hombres que hacían el amor con la dama que guarda una píldora en la entraña, era muy neurótico, muy apresurado. Vino entonces como una inercia a mediados o al final de los años 70. Fue ese el momento en que las canciones de Armando Manzanero comenzaban a ser oídas por la radio. Y mujeres desilusionadas empezaron a escuchar, atentas: «Adoro», «Esta tarde vi llover» o «Aquel señor».

«Aquel señor» era el comerciante ocasional al que se le «compraba las flores que te di». Los hombres al final de ese organizado desierto que fueron los años 50, habían dejado de mandar flores a las mujeres. ¡Qué alto sueño femenino, qué feliz estupor del destino! Armando Manzanero –a través de sus canciones– era hombre gentil y afectuosísimo que enviaba flores a las damas. Todas nosotras –las del sexo con corazón– empezamos a escuchar, muy fielmente, a Armando Manzanero. La mujer más independiente, después de una noche de amor –por muy fugaz, por muy deleznablemente cronológica que sea la condición del amante– quiere ser sorprendida con un ramo de margaritas. Así somos las mujeres: cuando amamos tenemos vocación de floristas. Segura estoy de que aún a la muy brava de Mrs. Thatcher –después de una efusiva y cordialísima noche de amor– le gustaría salir por esa muy importante –y gubernamental– calle de Downing Street, con un violento ramo de rosas rojas en la mano.

Armando Manzanero –con el moderado pero muy persuasivo argumento de sus canciones– trajo, de nuevo, para las desconsoladas mujeres latinoamericanas: alivio, solaz, fe, loables esperanzas. El facilismo sexual no le habría hecho el corazón tan duro e inclemente. Además de enviar flores de risueño amor, entregaba la generosa, sentimental ceremonia de sus canciones. Y aún seguía incansable, fino: capaz de hablarnos –nada menos que como un altivo poeta de Sabana Grande– de «aves que invernan». Pero sobre todo –¡sobre todo!– lo más conmovedoramente admirable en Armando Manzanero era (¡es!) la enternecedora disposición para pedirle perdón a una mujer:

Perdóname por malograr todo lo bueno que me has dado

por provocar las cosas malas que han pasado

por olvidar que eres el amor y no aventura

por olvidar que en tu amor hay hermosura

perdóname por comportarme noche a noche como un necio

perdóname, perdóname

En toda una larga e híspida historia de la virilidad americana, Armando Manzanero es el primer hombre compadecido de un fragante ovario, de una matriz esplendorosa: de una mujer. Porque los hombres latinoamericanos –tampoco los dictadores: que se sepa hasta el momento– nunca han pedido perdón.

Pero hay algo más en Armando Manzanero que, particularmente, me infunde respeto. El cantor de «Somos novios» no es un divo lujoso. Armando Manzanero, por excelencia, es el anti-Julio Iglesias. Cuando Julio Iglesias canta, de antemano sabemos, que él no es nuestro. Que Julio Iglesias no nos pertenece a todas las mujeres. Julio Iglesias cuando canta no compite con Raphael o cualquier hispano artista del momento. Compite con Adolfo Suárez y nos dice (o parece decirnos) con esbelta pero distante melodía: «Yo solo me acuesto con las marquesas de España. Yo sigo siendo el buenmozo pretendiente de alguna nieta de Franco». Con Armando Manzanero no confrontamos esos problemas. Porque en su canto no hay voluntad de amor individual –personal–, anecdótico. Sus propios ímpetus de amante desaparecen para dar cabida a las cautas fantasías amorosas y medianos apetitos de desafortunados hombres de oficina, de oscuros periodistas de provincia. El canto de Armando Manzanero tiene un límite laboral y honesto. Abarca solo el amoroso deseo de un hombre suburbano, instalado inflexiblemente en el nocturno anonimato.

No es Manzanero, como Julio Iglesias, un seguro y bello ególatra. Armando Manzanero conoce su alta tarea ciudadana. No hay locuras o altanerías biográficas en su canto. Manzanero es un reflexivo cronista del amor. Y si para sus presentaciones en la televisión no deja de usar siempre una corbata, no es provocativo, presumido juego viril: esa corbata es una última solidaridad posible con los hombres de oficina a los cuales él representa cuando canta. Acaso por eso Manzanero ostenta una seriedad –casi oficinesca– para sus presentaciones de televisión. Un hombre muy formal. De tronco y de piernas que –frente al micrófono– bordean lo sedentario, la sosegada instalación. Y la corbata que lleva, ciertamente, no es muy vistosa: la monocorde pasión de la burocracia parece rozarla muy de cerca.

Armando Manzanero, en ocasiones, para ilustrar la tapa de los discos o casetes que graba, se coloca smoking. Supongo, entonces, que en esa forma está él homenajeando la noche latinoamericana: una nocturna virtud del amor. Porque entre nosotros, el amor –a partir de los boleros del 40 y las canciones de Armando Manzanero no lo desmienten– es un prepararse para contemplar la noche.

Yo adoro el «Adoro» de Armando Manzanero. Porque cuando él canta hace de nuestros hombres y mujeres seres que –plenamente– confían en el amor. Gracias a Armando Manzanero no me importa –¡tanto!– sufrir el tormentoso oprobio del amor. Porque en las melodías de Manzanero hay un hombre que apaga –dulcemente– la luz para pensar en mí. No nos podemos quejar las mujeres latinoamericanas. Pese a la cotidiana ferocidad de nuestros machos, en las canciones de Armando Manzanero somos dichosas. Se nos trata muy bien. Con esmerada efusión amorosa. Y hasta se nos pide perdón por «los errores cometidos». ¡Loor a Armando Manzanero, de indeclinable vocación romántica y entregado a la mujer como su tocayo, Armando Duval! Venido otra vez al país para cantar en un canal local. Para nuestra inenarrable –femenina– felicidad.

(Septiembre, 1981)

[Tomado de Así que pasen cien años. Crónicas reunidas. Caracas, Editorial Madera Fina, 2016]


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