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En un célebre pasaje de la Poética (1451 b) Aristóteles afirma que la poesía “es más filosófica y elevada que la historia” (philophôteron kaì spoudaióteron), pues ésta dice “lo que ha sucedido”, y aquélla “lo que podría suceder”. Así pues, la poesía dice “lo general” (tà kathólou), y la historia “lo particular” (tà kath’hékaston). Previsivo, el filósofo poco antes nos advierte de que no es cuestión de formas: “el historiador y el poeta no se diferencian por decir las cosas en verso o en prosa, pues sería posible verificar las obras de Herodoto y no serían menos historia en verso que en prosa”. Seguramente Aristóteles está pensando en los primeros textos científicos de los filósofos naturalistas jonios, o de Parménides y Heráclito, que fueron escritos en verso, algunos de ellos en hexámetros dactílicos, el mismo metro de los poemas homéricos. El quid del asunto radica, más bien, en la actitud ante el asunto que se va a tratar, o a cantar: ¿ocurrió realmente? Y, si nos ponemos ontológicos, en nuestra relación con la realidad, si hemos de creer que lo que se narra realmente tuvo lugar. Para ello es fundamental el criterio de verdad. La historia tiene que ser verdadera. La poesía solo verosímil.
A lo largo de los siglos, desde la famosa traducción de Averroes en el siglo XII y después la de Alamán al latín en el XIII, la tradición exegética ha vuelto una y otra vez sobre este pasaje para ensalzar la superioridad de la poesía, la universalidad de sus miras, lo inagotable de sus horizontes, marcando de paso una brecha insalvable entre dos géneros. Modernamente otros han visto en esta diferenciación el origen de otro divorcio irreparable: entre la llamada literatura de ficción y la de no-ficción. Sin embargo, las travesuras de la imaginación, la terrible phantasía de la que Descartes no quería ni oír hablar, pueden resultar imprevisibles incluso para el mayor taxónomo de todos los tiempos.
Al parecer ya en el siglo XVII algunos narradores franceses como Madeleine de Scudéry y La Calprenède, precursores de la moderna novela, habían tenido la idea de ambientar en el pasado sus historias. Esto por no hablar del celebérrimo The Castle of Otranto de Horace Walpole, tenida por ser la primera novela gótica de terror, ambientada –cómo no- en la Italia medieval aunque escrita en la Inglaterra en el siglo XVIII. También en la Francia del XVIII autores como el Ábate Prévost escribían novelas como Les Aventures de Pomponius, chevalier romain, publicada en 1724. Pero incluso antes, si estimamos algunas novelas de caballería como la Estoria de Alexandre el Grand, que se remonta a los tiempos de Alfonso el Sabio. La idea, hay que decirlo, no era original. En la vieja Atenas de Esquilo, Los Persas, que pasa por ser la única tragedia basada en hechos históricos que se conserva, cuenta la dolorosa llegada de los emisarios de Jerjes a Susa, una de las capitales del imperio, para informar de la amarga derrota de la armada persa en Salamina. La tragedia fue estrenada en la primavera del 472 a.C., ocho años después de la batalla, ciento cincuenta antes de que Aristóteles escribiera la Poética.
Todos estos eran relatos ambientados en tiempos pasados, a veces incluso remotos, cuya intención era básicamente moralizante. Lo importante eran los protagonistas y su peripecia, su ejemplo de virtud y castidad, no el momento histórico. Para Georg Lukács, autor del influyente tratado La novela histórica (Berlín, 1955), quizás el primero en abordar el problema desde la sociología literaria, lo que caracteriza a la moderna novela histórica es, precisamente, el que su autor refleje en ella “su conciencia histórica”. No se trata de hacer un recuento cronológico, sino, como dice Carlos García Gual (Apología de la novela histórica, Barcelona, 2002), que el autor dé a los hechos “un marcado sentido histórico”.
Para Lukács, y es posición aceptada por la crítica, la novela histórica en tanto que género tiene fecha de nacimiento. Se trata de Waverley, de Walter Scott, novela publicada en Edimburgo en 1814. En ella, por primera vez, son los hechos históricos los que marcan y definen la peripecia y no al revés. La historia deja de ser un simple telón de fondo y se convierte en el complejo conjunto de las causas que determinan el argumento, el intrincado juego de coordenadas en que se instaura la errática vida de los personajes. La novela se enmarca en medio de la revolución jacobita que sacude a Escocia en 1745, un fallido intento por devolver el trono británico a la Casa de Estuardo. Eduard Waverley es un caballero inglés de ascendencia escocesa. Como oficial británico es enviado a Escocia poco antes de que estalle la rebelión. Allí se dedica a visitar a sus parientes, quienes lo acogen hospitalariamente. Al comenzar las hostilidades Eduard tiene el corazón dividido: debe luchar con las armas británicas pero ama a su familia y a sus raíces escocesas. No solo por eso se debate su corazón: su novia formal es la inglesa Rose Bradwardine, rubia y abnegada, la típica heroína pasiva; pero en Escocia se enamora perdidamente de la bellísima Flora MacIvor, morena y apasionada, ardiente y patriota highlander. El pusilánime Eduard cambiará de bando dos veces. Al final vencen los ingleses, pero Eduard es perdonado y se casa con Rose.
Los protagonistas de Scott son todo menos heroicos. Incapaces de sobreponerse a los hechos, son arrastrados por ellos sin apenas tener consciencia de lo que ocurre. Correctos y mediocres, son las fuerzas históricas las que deciden su destino. En este sentido, encarnan, como Charles, el marido de Madame Bovary, al perfecto héroe mediocre, tanto tiempo después de Aristófanes. A juicio de Lukács, el valor de Scott radica en haber plasmado la naturaleza humana en su dimensión estética. Su mérito indiscutible, “el dominio poético de la historia”. Influido e influyente autor del Romanticismo, creador él mismo del mito romántico de Escocia, escribió otras novelas populares como Ivanhoe o The Bride of Lammermoor. A estas alturas no habrá que decir que Scott, a quien la historia de la literatura considera el inventor de la novela histórica, gozó de una inmensa popularidad en su tiempo, con numerosos lectores en Inglaterra, Europa y Australia. Pero el suyo no fue un hallazgo original: se inspiró en las novelas de una anónima escritora alemana, Benedikte Naubert, quien llegó a escribir más de cincuenta narraciones históricas protagonizadas por personajes secundarios, no por héroes. Naubert, quien firmaba sus novelas con pseudónimo, eligió vivir en el más estricto anonimato y hoy es una perfecta desconocida, incluso en Alemania. Así funciona la historia de la literatura.
Tampoco habrá que recordar que la novela histórica goza hoy de una estupenda salud. Consentida de los medios y de los grandes grupos, infaltable en librerías de aeropuertos, habitualmente encabezando las listas de best sellers, este género, cultivado por autores como Eco, Vargas Llosa, García Márquez o Pérez-Reverte, disfruta cada vez más de la preferencia de unos lectores que gozan al imaginar a seres normales y corrientes viviendo y amando en un pasado remoto y tal vez ideal o idealizado. También en Venezuela se han escrito preciosas novelas históricas, comenzando por prácticamente el conjunto de la obra de Francisco Herrera Luque, verdadero clásico del género, hasta llegar a Miguel Otero Silva, Denzil Romero y Arturo Uslar Pietri (en mi opinión, La luna de Fausto y La visita en el tiempo son las dos mejores novelas históricas venezolanas escritas en el siglo XX). Todos ellos, hay que decirlo, se atrevieron a escribir desafiando las rígidas categorías dictadas por el filósofo de Estagira en su Poética.
Mariano Nava Contreras
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