Anecdotario

Antonio Estévez: entre la creatividad y la anécdota

26/06/2020

Fotografía de Guataca Nights

Como resultado de uno de esos acontecimientos que llamamos coincidencias, la línea de vida de la pianista Clara Rodríguez y la mía, se cruzaron en facebook. Curioseando en su muro, descubro que tenemos afinidades, entre ellas, la admiración rendida a Antonio Estévez (1916-1988).

Cristina hace una semblanza del maestro en un artículo publicado hace años en El Universal (Caracas, 10/01/2016). En esa evocación, resalta la «preocupación por el arte contemporáneo» que animó al autor de la cantata Florentino y el diablo (letra de Alberto Arvelo Torrealba), y en tal sentido menciona, a vuelo de pájaro, su vinculación con otro de los grandes artistas venezolanos: «…sabemos que colaboró en instalaciones con Jesús Soto.»

¿Cuáles fueron?

Quizá más de una, por cuanto coincidieron en París en la década de los sesenta, dedicado Soto a sus exploraciones del universo cinético e iniciando Estévez las suyas con la música electroacústica. En cualquier caso, creo la de mayor envergadura es la del Museo de Arte Moderno Jesús Soto en Ciudad Bolívar.

Este museo, sí, en cierto sentido fue concebido como una instalación, si por ello entendemos una composición de intención estética puesta en un espacio que se integra a ella, realizada con materiales de cualquier clase: desde los naturales y comunes, hasta los de más avanzada tecnología (luz laser, energía pura como el plasma…); puede incorporar sistemas de sonido, computadoras, videos.

Sólo la imaginación pone límites a las posibles formas y combinaciones de los materiales de una instalación, y estas frecuentemente son multisensoriales, por cuanto activan diferentes recursos de percepción (visuales, auditivos, táctiles), e interactivas: el observador puede manipularlas o desplazarse por la estructura. Rolando Peña, autor de instalaciones, aporta un enfoque lírico a esa fría definición descriptiva: «Siempre digo que hacer instalaciones es hacer poesía con el espacio, es transformar el espacio en un sueño, en un concepto».

El Museo de Arte Moderno Jesús Soto satisface con creces los requisitos de la definición en cualquiera de sus dos apreciaciones. Tomando en cuenta la magnitud de la obra mejor debería considerarse una superinstalación.

La composición continente es el edificio diseñado ad hoc por Carlos Raúl Villanueva, en el que uno experimenta la inefable sensación gratificante de la arquitectura al mismo tiempo funcional y artística. En su proposición original al museo lo caracterizaba una singularidad consistente en proporcionar al visitante una experiencia multisensorial espacial-visual-auditiva. A medida que uno se desplazaba por las diferentes salas ─sintiendo el espacio, aunque no de una manera plenamente consciente─ escuchaba en el trasfondo música electroacústica grabada, compuesta por Antonio Estévez, a partir de su inspiración en las obras de Soto, expuestas en ellas. El concepto es una síntesis de creatividades sonora y plástica: lo último por las piezas de Soto y el espacio debido a Villanueva.

Los aportes de Estévez a esta proposición integracionista fueron Cromovibrafonía (1967) y Cromovibrafonía Múltiple (1972). Son los dos primeros ejemplos de obras musicales compuestas para intervenir y formar parte de un espacio arquitectónico en Venezuela, señala Daniel Atilano, entrelazadas de tal forma que, según su cita de una reflexión del compositor, «resultaría incomprensible escuchar esa música fuera de su entorno: habría que estar necesariamente en el espacio para el cual fue creada para disfrutarla plenamente».

Las piezas aludidas también responden a la intención de introducir el avant-garde de la creación musical clásica en nuestro ambiente. Otra, en la misma dirección, no menos notable, fue la fundación del Instituto de Fonología Musical. En él encontraron el campo para desarrollar su creatividad talentos más jóvenes como Federico Ruiz, Juan Carlos Núñez y Alfredo Del Mónaco.

Para esos tiempos, mediados del s. XX, la música electroacústica era toda una innovación, en la punta de la vanguardia, desarrollada en estudios experimentales de Alemania, Francia y Estados Unidos. Me refiero a todo tipo de música en la cual la electricidad tiene un rol que va más allá de la amplificación y la producción del sonido, al convertir una señal acústica en una señal eléctrica y viceversa,

De modo que el Museo de Arte Moderno de Ciudad Bolívar era un monumento ─con calidad de obra maestra─ a la síntesis de la creatividad vanguardista en cultura artística a nivel mundial, resultante de la intervención de la realidad por tres venezolanos que no vacilo en calificar de geniales: Soto, Villanueva y Estévez.

Corrían los días de la inauguración de la institución aludida, arrancando la década de los setenta.

Las autoridades regionales invitaron a la inauguración a un conjunto de intelectuales, periodistas y artistas de todo el país, con el acertado propósito de dar relieve al acontecimiento; entre ellos se contaban dos o tres personalidades históricas de la cultura venezolana.

Al encontrarnos en el aeropuerto de Caracas, no imaginamos que este viaje supuestamente apacible, de propósito netamente cultural, lógicamente festivo, sería una aventura de insólitos matices.

Para empezar, el avión. Se nos había dicho que viajaríamos en el avión presidencial. Falso. Después de una irritante espera prolongada, apareció un aparato del tipo Hércules, de la Fuerza Aérea. Vale decir, una nave de guerra destinada a transportar implementos bélicos y tropas paracaidistas.

Viajar en él fue como hacerlo en un rancho alado desprovisto de la más elemental comodidad. Aquel residuo de la II Guerra Mundial carecía de una cabina presurizada, exponiéndonos de tal forma al diabólico dolor de oídos por el cambio brusco de altitud y a la hipoxia debida a la falta de oxígeno; malestares que, por cierto, se manifestaron mediante chillidos y maldiciones de unos, y los vahídos y ahogos de un viejo y noble poeta.

Sentados en unos bancos dispuestos longitudinalmente, sin respaldo, por estar hechos para que los elementos de tropa se apoyaran en el bulto de sus paracaídas, aferrándonos a lo que podíamos alcanzar, nos empapaba la lluvia colada por los intersticios de las planchas metálicas del fuselaje; nos ensordecía el ruido de los motores.

Sobrevivimos a la travesía y nos alojaron decentemente en un hotel añejo con vista al Orinoco. Fuimos convocados a la sede del Museo de Arte Moderno Jesús Soto a cierta hora de la mañana siguiente, con el fin de realizar un recorrido preliminar a la inauguración oficial; sería un privilegio especial.

Llegamos oportunamente. Y mucho nos sorprendió la ausencia total de una delegación destinada a recibirnos. Antonio Estévez coincidió en la puerta del museo con el resto del grupo, no menos extrañado por el detalle. Decidimos esperar. Quizá hubo un error en la comunicación, decíamos… Pero pasa el tiempo y nadie aparece. Entonces Estévez toma la iniciativa de iniciar el recorrido por nuestra cuenta, haciendo él de guía. Al fin y al cabo, no para otra cosa se había hecho esta convocatoria, y el Maestro estaba, obviamente, de sobra familiarizado con el asunto.

Iniciamos así el excepcional periplo artístico, sintiéndonos realmente privilegiados. En cada estancia, Estévez hacía algún comentario sobre la relación entre las obras plásticas y su música. Lucía alegre, satisfecho. No obstante, a medida que avanzábamos el estado emocional del Maestro experimentaba cambios que a cada paso se hacían más evidentes. Quizá la primera en notarlo fue mi mujer, Lithya, dada la agudeza de su percepción de esas cosas por su ocupación de consultora sociopsicológica.

Discretamente, murmura a mi oído: «Mi amor, ¿no te parece que el Maestro se está alterando?» Pongo atención, y, en efecto, percibo que el tono de su voz se ha vuelto más alto y seco. Sus ademanes, abruptos; sus ojos, inyectados de sangre… En fin, es el aspecto de la persona invadida por un sentimiento de ira cada vez más intenso que trata de controlar. En otras palabras, noto una arrechera in crescendo.

Y así llegamos al último recinto, ocupado íntegro por una pieza monumental de Soto del tipo penetrable sonoro, o sea, una estructura enorme de varas de algún metal pesado, colgantes del techo, la cual retumba con registro de campana en cuanto alguien se mete entre las barras. Y no faltó uno que lo hiciera, activando un atronador sonido que de un solo golpe silenciara la música. Y con ello sale a relucir un rasgo del carácter de Antonio Estévez, reseñado por Clara Rodríguez en su semblanza del personaje; en efecto, aunque «su música tiene una profunda poesía, momentos de absoluta ternura y de delicada filigrana», en contraste también le atribuye «un carácter recio y su poca diplomática ¡libertad de expresión!«

Súbitamente, por encima del retumbar metálico, se escucha la voz airada de Estévez, ya sin intención alguna de velar su cólera, exclamando a grito herido: «¿Se fijan, se fijan? ¡Él como que cree que esta vaina es una catedral!»

Los participantes en la experiencia nos vimos obligados a disimular nuestro estupor por la presencia de Soto que, por allá, lejos, apareció de pronto. Sin darse por aludido, pasó por la sala sonriendo en francés. Saludó aquí y allá y siguió de largo.

Ignoro cómo resolvieron los artistas esta diferencia; pero sí puedo decir con certidumbre lo que pasó con el museo.

Mi última visita ocurrió hace un largo montón años. Mi disgusto no fue progresivo, como el de Estévez: estalló impromptu al apenas entrar a la primera sala, al notar el silencio. Exijo ver al director. Un bedel me lleva ante un individuo que, por su acento, me da la impresión de ser austral. Pido una explicación a la eliminación de la música. Expongo los argumentos que me llevan a considerarla imprescindible. El hombre luce perturbado por la confrontación con un crítico de arte, en aquel momento con amplio acceso mediático. Es el estado de ánimo de aquel pillado en un desaguisado, del cual se reconoce culpable, no obstante lo cual, se esfuerza un tanto contra su voluntad por justificarlo. Responde unas cuantas incoherencias alusivas a la supuesta incompatibilidad de la música con un museo. «Un museo es para cuadros, esculturas y cosas así… La música, para salas de concierto… La gente no viene a un museo a oír música»… «¿Y la grabación, la música… puede saberse al menos dónde está, qué hicieron con ella?» Ni idea tiene el sujeto.

Y así termina la historia. Ignoro si la integridad del MAMJS ha sido restaurada. Ojalá así sea. El hecho es que a consecuencia de la decisión de sabrá Dios cuál prescindible funcionario ignorante, en complicidad con un director de criterio obtuso, se desarticuló lo que fue una obra maestra de la síntesis de la creatividad vanguardista en cultura artística a nivel mundial.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo