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La mejor versión de Decisiones, la clásica canción del panameño Rubén Blades, es la original, la que menciona el bate de “Tony Armas”.
Fue nuestro primer gran slugger en las Ligas Mayores, de hecho, el único hasta que llegó Andrés Galarraga.
Representaba el poder, el jonrón. Era el tipo que daba los batazos descomunales, esos que suenan y anuncian desde el contacto que la pelota desaparecerá inevitablemente.
Antonio Armas era emocionante. Verlo llegar al plato con su imponente estampa metía miedo a los contrarios y para los caraquistas era una esperanza. Claro que podía poncharse, pero no importaba, vendría otro turno. Lo que esperábamos era que en cualquier momento sacara la pelota del parque, que la desapareciera sin piedad como vimos tantas veces.
Por eso cuando se escuchaba en el éxito del cantautor panameño “Un bate de esos que dicen y que Tony Armas, slugger”, crecía el orgullo caraquista. Escuchar su nombre en aquella pieza del famoso cantante era un goce, lo decíamos con él, subíamos el volumen “¡SLUGGER!”.
Era la representación del poder criollo, digo que siempre lo será. Uno lo veía inmenso. Bueno, ¡lo es!
Antonio estuvo veinte temporadas repartiendo batazos en la Liga Venezolana de Béisbol Profesional y dieciocho usando el uniforme de los melenudos, el que sigue vistiendo como coach. El número “20” que sólo le pertenece a él.
Se ganó el mote de “Mr. Enero”, gracias a su bate en la postemporada. Conectó 25 jonrones y remolcó 86 carreras en los juegos de play off.
Con el Caracas ganó siete anillos de campeón y es hasta el fin de los innings una de las gemas del equipo.
El nativo de Puerto Píritu también fue un brillante jardinero. Era un fildeador que sabía leer los batazos, con potente y certero brazo, tenía un rifle con mira telescópica.
Desarrolló esa musculatura en su pueblo natal, pescando camarones, sosteniendo y alzando la red repleta de centenares de mariscos colorados de la laguna. Ese fue su gimnasio.
“Siempre fui la fuerza bruta”, le dijo en una maravillosa entrevista al periodista Ignacio Serrano.
Inolvidable el duelo que protagonizó con Jim Rice, su compañero de equipo en los Medias Rojas de Boston. También memorable su dominio del “Monstruo Verde”. Conocía el rebote de la pelota contra esa pared como pocos, la convirtió en parte de su fildeo.
En aquel tiempo despertábamos pendientes de él, a veces llegaban sus hazañas con dos días de atraso, pero igual revisábamos las páginas deportivas de los diarios para saber cómo había bateado. Entonces eran pocos venezolanos en la Gran Carpa y Antonio Armas era de los que más acaparaba nuestra atención. Sin importar la afición local, una vez comenzaba la temporada de Grandes Ligas era orgullo de todos, pero claro, aún más para los fanáticos de los Leones.
Era la barajita que los niños caraquistas deseábamos cuando abríamos emocionados los sobres Topps. Nos aprendíamos los números del reverso, era nuestra iniciación a las estadísticas.
Se mantuvo 14 años en el béisbol de las Grandes Ligas, jugó con los Piratas de Pittsburgh, Atléticos de Oakland, Medias Rojas de Boston y Angelinos de California.
Dejó en su cuenta 251 jonrones en las Mayores. Es uno de los grandes argumentos para echonería caraquista.
El 2 de julio cumplió años, y al recordar la efeméride en las redes sociales, se desataron los recuerdos de toda la afición. Conmovedor como cada quien tiene su propio Antonio, un recuerdo, una anécdota, un batazo, un tiro al home.
Tengo una vivencia increíble con él, una lesión que no puedo olvidar nunca.
En el año 2000, me tocó la responsabilidad y el honor de atender a los jugadores seleccionados para el equipo “Maltín Polar del Milenio”, del cual, por supuesto, formaba parte Antonio Armas. Se trataba de hacerles un homenaje que tuvo lugar en el estadio Luis Aparicio ‘El Grande’ de Maracaibo, en el primer juego de la final entre Magallanes y Águilas. Todos los históricos fueron ubicados en unas gradas dispuestas detrás de la segunda base, debían lucir unas camisas con sus nombres y números. Una de mis tareas era entregarles esas camisas, así que los iba llamando para dárselas, caminando entre ellos para agilizar, con varias colgadas en el brazo izquierdo. Tropecé con Antonio que venía de frente. Mi estatura es 1,63, así que mi mano derecha impactó a la altura de su abdomen, mi dedo anular se fracturó. En el momento no me di cuenta, por el apuro, pero de regreso al hotel parecía un cambur titiaro. El catcher Carlos Hernández, al ver la hinchazón y acostumbrado a llevar golpes en sus dedos, me aconsejó meterlo en hielo toda la noche. Al día siguiente, ya en Caracas, mi papá, quien era médico traumatólogo, me puso una férula por varios días. La fractura sanó y me quedó este cuento casi insólito. Papi era amigo de Antonio, coincidía con él en el Universitario, cuando terminaba “La Caimanera de los miércoles” y comenzaba la práctica de los jugadores de Leones. El accidente le hizo mucha gracia, bromeaba como haciendo un informe forense: “Mari Montes, paciente con fractura debido a impacto con una mole”.
Aún hoy con todos sus años, cuando los caraquistas lo vemos ahí asomado en el dugout, y hace falta que alguien empuje las carreras, esos días de slumps colectivos, creemos sin dudar que si él tomara un turno al bate sería capaz de resolver el juego con un buen batazo. Como fue siempre.
Mari Montes
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