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«Da igual lo que piensen, no quería ahogarme.
Quería nadar hasta hundirme, que es diferente».
Joseph Conrad
Cuando la biografía de un escritor es tan interesante o más que su obra, entramos en el ámbito peligroso del empantanamiento de “lo literario” imponiéndose a la literatura. Y para que un autor sea personaje interesante debería reunir ciertas cualidades: turbación, itinerancia, sufrimiento y, si es posible, muerte prematura. Si la muerte es voluntaria o espectacularmente dolorosa, más sustancia para la construcción del mito, que será después filón para la mercadotecnia editorial. La fascinación por una figura atormentada siempre produce algo de consuelo y una vaga sensación de compañía, en medio de tanta confusión masiva fingiendo felicidad. Pero el mito del escritor maldito y desdichado también tiene que saber dosificarse y el balance final debería dejar a flote su obra.
Decía Guillermo Sucre sobre el gran poeta cumanés Ramos Sucre: “pertenece a ese linaje de escritores para quienes el suicidio o la muerte forman parte del acto creador mismo” y recordaba aquella frase de Cioran sobre Von Kleist: “es como si su suicidio hubiese precedido a su obra”. El lector ya lee con la predisposición de cierta fatalidad de la escritura. Se genera una especie de fetiche por el anecdotario escabroso de una vida atormentada y se cree, supersticiosamente, que allí radica el caldo de cultivo de una obra genial. Al menos, es una fantasía generalizada. Un escritor en pantuflas, sentado en casa, escribiendo serena y disciplinadamente, no ofrece atractivo alguno para el imaginario sobre la creación artística y su costoso misterio. La variedad de casos y matices al respecto son innumerables, por supuesto. Y podemos convenir en que algunos mitos sobre escritores malditos son más genuinos que otros.
La literatura colombiana ofrece varios ejemplos dignos de atención en este sentido. Poetas de la talla de José Asunción Silva o Carlos Obregón Borrero optaron por el suicidio en la treintena. Sus obras poéticas son descollantes y han convivido (vaya ironía) saludablemente con su propio mito de malditos. Silva ha sido mucho más reconocido y canónico que Obregón, cuya obra no tiene nada de menor, por cierto. Pero mucho más avasallante es el mito de Andrés Caicedo, el notable y precoz narrador caleño. Su figura está asociada en Colombia a la literatura juvenil por culpa de los programas escolares del bachillerato. Su estampa de muchacho alto, delgado, mechudo y atormentado es una pieza indeleble de la mitología cultural urbana de Colombia. Su suicidio premeditado a los 25 años de edad, el mismo día que recibió el primer ejemplar de su novela Que viva la música no sorprendió a nadie. Como dirían muchos de sus allegados: Andrés vivía muriéndose a diario y no contaba nunca un día más de vida, sino un día menos. Anunciaba pulsión hacia el tánatos una y otra vez. Seguramente, veía en su muerte una continuación de su obra, una culminación altiva o tremendista. Una obra bastante compleja y madura, para su edad, que representa con hondura y perspicacia los conflictos sociales de Colombia como metáforas, a su vez, de los oscuros conflictos del mundo interior humano. Pero su muerte revela también una extraña carga opresiva del horror en su interior que no conseguía eludir y que terminó ahogándolo. Sus tentativas en el teatro y el cine, sus relatos cortos y sus artículos muestran un nivel de madurez intelectual que, al mismo tiempo, evidenciaban su trágico sino: consideraba inútil vivir más de 25 años porque después sólo tocaría repetirse una y otra vez.
Bajo la sombra del boom latinoamericano y de García Márquez, el gran enemigo de Macondo –como lo definiera Alberto Fuguet- daba salida a un túmulo de inquietudes que se habían abigarrado desde la juventud más temprana. Una especie de Rimbaud colombiano, demasiado angustiado para seguir soportando una carga tan pesada. Tal vez porque se tomaba la vida demasiado en serio o tal vez porque percibía como nadie la asfixia del confinamiento desde su valle psíquico y físico. Cali se convirtió en un microcosmos simbólico en el que la vida humana se hacía difícil, obtusa y absurda; y sin embargo, “la capital colombiana de la alegría” se despojaba de tanto horror a través de la danza irracional y vitalista que combate al vacío: una ciudad que amaba y odiaba a partes iguales.
Su visión de su ciudad-cosmos podría verse como una especie de versión moderna de la danza de la muerte medieval, encarnada en la música de Richie Ray y Bobby Cruz. La figura del Caicedo maldito se ha agigantado demasiado y además lo ha hecho en detrimento de su obra. Las nuevas generaciones de lectores colombianos dan evidentes signos de agotamiento. Es natural que esa imagen, que ha sido tan explotada mediática y editorialmente, entre en fase de cansancio. Sin embargo, puede servir también como oportunidad para, por fin, acercarse seriamente a su obra, desde un punto de vista crítico y con el debido detenimiento. Eso es lo que le ha hecho falta a Andrés Caicedo: tener lectores que se olviden de él y lean de verdad sus libros.
Juan Pablo Gómez
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