Perspectivas

Andrés Bello y la biblioteca de Miranda

04/12/2021

Andrés Bello

“Me he quedado hoy en casa leyendo con gusto y provecho. ¡Oh libros de mi vida, qué recurso inagotable para alivio de la vida humana!”

Francisco de Miranda

El 10 de julio de 1810 Simón Bolívar, Luis López Méndez y Andrés Bello llegaban a Portsmouth a bordo de la corbeta H.M.S. Wellington. De inmediato solicitaron pasaportes para dirigirse a Londres, así como una entrevista con el Secretario de Relaciones Exteriores de Su Majestad Jorge III, el marqués Richard Wellesley. El día 12 recibieron los permisos y partieron de inmediato a la ciudad. Tenían instrucciones precisas de solicitar la protección de la flota británica, la provisión de armamentos, el apoyo a las decisiones políticas de Venezuela y la mediación de Su Majestad en caso de agresión por parte del Consejo de Regencia. También se les encargaba promover el comercio entre ambas naciones. Un bocadillo suculento, pensaríamos, pero el asunto era bastante más complicado. Inglaterra apoyaba a España en su guerra contra Napoleón. Un quiebre de la alianza entre españoles e ingleses favorecería a Francia en su aventura expansionista.

Fue quizás por eso que Lord Wellesley se mostró frío y prudente desde el principio. Cauteloso, invitaba a los caraqueños a su residencia particular y no a su despacho del Foreign Office, a fin de no dar carácter oficial a las conversaciones. La verdad es que no fueron necesarias más de cuatro reuniones, entre el 16 de julio y el 9 de septiembre, para poner en evidencia las contradicciones de la propuesta de Caracas: ¿la Junta era, entonces, leal o no a Fernando VII? Seis días después de la última reunión Bolívar, jefe de la misión, embarcaba de vuelta para Caracas. Sin embargo la Junta consideró útil que los otros dos agentes, Bello y López Méndez, permanecieran en Londres a fin de promover la causa venezolana a la vez que establecer nuevos contactos.

Amistad y admiración

El gran facilitador de esos contactos no podía ser otro que Francisco de Miranda. Verdadera leyenda viviente, personificación de los ideales de libertad en América, Miranda había vivido largo tiempo en la capital inglesa. Conocía y era conocido no solo por cuanto conspirador o perseguido llegaba a Londres, sino también por buena parte de la élite política, intelectual y comercial inglesa. Casi todas las biografías coinciden en el impacto que causó en un joven tímido y retraído como Bello el conocer a alguien con la arrolladora personalidad y rutilante cultura de Miranda. Tenía el Precursor sesenta años y Bello no cumplía los veintinueve. Sin embargo, como dijo Pedro Grasses, ambos tenían “un pensamiento común: América, y una devoción compartida: la cultura”. Nació una amistad y una admiración que en Bello duró toda la vida, al punto de poner a su segundo hijo el nombre de Francisco. Sabemos que Miranda acogió y apoyó a sus compatriotas con todos los medios a su disposición: sus contactos y su propia casa, donde los alojó. También sus libros. Miranda no solo abrió las puertas de su biblioteca a Bello, sino que, como quieren algunos biógrafos, lo llevó a conocer el que después sería su lugar de estudios predilecto: la British Library.

La biblioteca de Grafton Street

El número 27 de Grafton Street (hoy 58 de Grafton Way, donde funciona el consulado venezolano) es una casa adosada de tres pisos, típica de un barrio londinense de clase trabajadora. Es fama que la planta superior estaba ocupada por una fabulosa biblioteca presidida por un busto de Apolo, uno de Homero y otro de Sócrates. Miranda en su testamento, firmado el 1º de agosto de 1805, estimó que tenía unos 6.000 volúmenes, aunque quizás fueron más. Allí estaba lo mejor del conocimiento científico y humanístico de la época. Como dijo Arturo Uslar Pietri (Los libros de Miranda, Caracas, 1967): “se trataba de una de las bibliotecas más ricas, variadas y cultas de su tiempo. No había en América ningún personaje, ni tampoco ninguna institución sabia que poseyera entonces un conjunto de esa significación y amplitud”. A veces me divierte pensar en la cara de Bello cuando la vio por primera vez.

Como ha dicho don Miguel Castillo Didier (Miranda y la senda de Bello, Caracas, 1996), nadie pudo valorar la biblioteca de Miranda mejor que Andrés Bello. Para comenzar, había allí nada menos que diecisiete ediciones distintas de las poesías de Virgilio, poeta admirado, traducido e imitado, que gozó de la predilección de Bello. Pero estaban también los clásicos griegos ocupando un lugar muy especial. Terzo Tariffi (Los clásicos griegos de Francisco de Miranda, Caracas, 1950) y Juan David García Bacca (Los clásicos griegos de Miranda, Caracas, 1969) nos proporcionan la lista de estos libros, todos en lengua original desde luego, algunos de ellos ediciones raras y valiosísimas de alta factura científica, que han llegado hasta nosotros incluso subrayados y anotados de la propia mano de Miranda. Pero también había libros como la Biblia Políglota en edición de Amberes (1568-1573), la primera edición del Poema del Cid de Tomás Antonio Sánchez en 1779 o el tratado De re militari de Gracián, en edición de Bruselas de 1590. Miranda, además de culto lector, era un fino bibliófilo cazador de incunables, ediciones príncipes y libros raros.

En realidad, la fama de la biblioteca de Miranda ya era conocida en vida de su dueño. Incluso en tiempos de su carrera militar al servicio de España, mucho antes de vivir en Londres, su reputación de ávido lector había despertado las suspicacias de la Inquisición. Después, cuando en 1797 sea víctima de una injusta persecución en Francia, sus amigos ayudarán a despistar a los perseguidores divulgando el rumor de que se ha marchado a Atenas, donde tiene una casa “adornada con una espléndida biblioteca”. Semanas después su casa parisina de Belleville será requisada, y Jacques Montané, presidente del Tribunal Revolucionario, escribirá en el expediente: “encontré una inmensa biblioteca, compuesta de libros escogidos y raros, mapas de todos los países, de los mejores geógrafos”.

Un lugar histórico

Pero la biblioteca de Miranda, sus libros, no solo tienen el inmenso valor de haber reunido lo más importante del saber de su época, el bagaje intelectual de uno de los protagonistas de la emancipación americana, sino que, en parte, ayudaron a financiar la expedición precursora de 1806, pues se sabe que el Precursor empeñó algunos de sus ejemplares más valiosos. Más aún, el sitio de la biblioteca, su espacio físico, tiene el inmenso mérito de haber sido teatro de muchos de los acontecimientos que definirán nuestra historia. Verdadero centro de reuniones de conspiradores y revolucionarios, en la biblioteca de la casa de Grafton Street se dieron muchas de las conversaciones que sostuvieron Miranda, Bolívar y Bello ese verano de 1810 en que se conocieron. Sus paredes son testigo de cómo muchas de las ideas del Libertador (la anfictionía americana, la idea de Colombia, la necesidad de una entente diplomática con Gran Bretaña) tienen en realidad origen en el ideario mirandino. Lo mismo diremos de Bello: es posible comprobar cómo algunas de las ideas que desarrolló a lo largo de su obra tienen origen en muchos de los tratados que formaban parte de esta biblioteca. Allí Miranda impartió clases a Bernardo O’Higgins, infundiéndole sus ideas libertarias (“…la libertad de mi patria, objeto esencial de mi pensamiento, y que ocupaba el primer anhelo de mi alma, desde que en el año de 1797 me lo inspirara el general Miranda”, escribió el chileno en 1811). Allí conoció Bello a José de San Martín en el invierno de 1811. Allí, rodeado de diccionarios y gramáticas y de estupendas ediciones, aprendió griego, lengua que dominó al punto de que, en palabras de su biógrafo Miguel Luis Amunátegui (Vida de don Andrés Bello, Santiago de Chile, 1882), “pudo leer en el original a Homero y a Sófocles, como había conseguido leer a Shakespeare y a Milton”.

Ocaso y final

El 10 de octubre de 1810 Francisco de Miranda partió de Londres rumbo a Venezuela para nunca más volver. En su casa quedaron todavía por unos meses Bello y López Méndez, hasta que tuvieron que mudarse. Aunque es muy probable que Bello haya seguido frecuentando la biblioteca, está claro que sus días de esplendor habían terminado. Después de la muerte de Miranda en 1816, su viuda Sarah Andrews ofreció los libros en venta a los gobiernos de Colombia y Chile. En 1822 el Senado de Chile declaró la imposibilidad de hacer la compra, mientras que Bolívar, seguramente llevado por los recuerdos de 1812, ni siquiera contestó la propuesta, sino que la transmitió al mariscal Sucre ya siendo presidente de Bolivia, con lo que tácitamente manifestaba su desinterés. También José María Vargas, como rector de la Universidad caraqueña, hizo gestiones por traer todos los libros. Todo fue inútil. Así las cosas y ante las dificultades económicas, la familia tomó una decisión dolorosa: rematar la biblioteca en subasta pública, lo que ejecutó la Casa Evans de Londres en julio de 1828 y abril de 1833. Ello significó no solo su pérdida para Hispanoamérica, sino su dispersión física definitiva. Solo una parte de la colección se salvó: 142 volúmenes de textos griegos que Miranda quiso donar a la Universidad de Caracas. “A la Universidad de Caracas se enviarán en mi nombre los Libros Clásicos Griegos de mi Biblioteca (sic), en señal de agradecimiento y respeto”, dispuso en su testamento.

Un último episodio relaciona a Andrés Bello con la biblioteca de Miranda, uno muy triste, como suelen ser las despedidas. En 1828 le tocará precisamente a Bello, en su condición de Secretario de la Legación de Colombia en Londres, legalizar la lista de los libros que el Precursor donaba a Venezuela, y que quedaban al cuidado de Sarah Andrews hasta que la Universidad de Caracas dispusiera de ellos. Puedo imaginar la pena con que Bello debió acometer esta tarea. La lista, con su firma, fue ubicada en el Archivo Restrepo de Bogotá por Pedro Grases, quien, en 1950, también localizó, en un sótano de la Biblioteca Nacional en Caracas, 126 (después aparecerían dos más) de los 142 libros griegos donados por Miranda. Finalmente en 1967 fueron publicados los dos folletos con las listas de las subastas de 1828 y 1833, que acababan de ser hallados en la Biblioteca del Museo Británico. Estos valiosos documentos permiten reconstruir con bastante precisión la biblioteca de Miranda. Yo diría que también sirven para contar la historia de una amistad surgida entre dos venezolanos excepcionales, unidos por el amor a los libros.


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