Crónica

Amoladores de cuchillos

12/11/2022

Cuando el tiempo no existía, hace aproximadamente tres millones de años, un grupo de simios encorvados rodeó el cadáver de un antílope. Sabían lo que era comer carne, pero no la habían consumido en semanas. La parte más tierna era la lengua. Por eso la buscaban con premura. El peligro de otros depredadores los acechaba. Un león de las cavernas, u otro primate hambriento, podía estar cerca. Intuían que cada segundo que pasaba ponía en riesgo el botín.

Era un grupo de australopitecus, los ancestros homínidos más antiguos. Los abuelos de los abuelos. Los que en un rapto de milagroso instinto produjeron la invención que dio luz al hombre. Uno de ellos tomó una piedra y la estrelló contra otra. Repitió el procedimiento. La arena de la sabana se metía en sus ojos sin fondo. A la distancia, se escuchaba el suave oleaje de los lagos de Kenia.

Volvió a golpear. Intuyó que una de las rocas tenía filo. Levantó la cabeza del animal y clavó la piedra en la garganta. Empezó a realizar la acción que milenios después llamaríamos “cortar”. Era más efectivo que “morder” o que “abrir” con las manos. Finalmente sacó el manjar. La sensación de recompensa se esparció por su cuerpo y por el del grupo. Por primera vez en el mundo, una criatura modificaba el entorno para su conveniencia.

Nacía la tecnología.

Hacha de mano del Paleolítico. Fotografía de Smithsonian Institute

El primer cuchillo marcó el inicio de la humanidad. Comenzó la Edad de Piedra, el Paleolítico. Aquellas rocas escarpadas fueron llamadas “tallos líticos” por los antropólogos, y están en el origen de nuestra evolución. Nos permitió comer más, trabajar menos, descansar mejor. Fue el catalizador de la razón. La ventaja sobre otros animales.

La antropología divide el tiempo según los avances tecnológicos. Antes de pasar al próximo periodo, el de los metales, la Edad de Piedra generó pequeños pero importantes hitos en la producción de herramientas y armas. A estos hitos se les llamó “industrias” o “modos”. La Industria de Olduvai, o “industria de modo 1”, por ejemplo, contiene herramientas de piedra de hace tres a dos millones de años. Tardaríamos cien siglos en optimizar aquellos primeros tallos. La siguiente fue la Industria Aquelense, la más universal, donde por primera vez estandarizamos la producción. Estos nuevos instrumentos generaron nuevas formas de comprender el mundo. Poco a poco, nacía la cultura.

El australopitecus no estaba solo. Coincidía con otras especies de homínidos, como el Homo Erectus y el Homo Habilis. Primitivamente, empezábamos a hacernos preguntas. El pensamiento entró en acción. Nos dimos cuenta de que la carne y la madera se trabajan de manera distinta. Creamos el hacha, el yunque, las flechas, los dardos, las lanzas. Se trabajó con silex, jaspe, calcedonia, hueso, roble. Los nuevos utensilios conllevaron a los primeros asentamientos. Empezaba la agricultura. Una auténtica revolución producida por instrumentos más variados, más especializados, más duraderos. Llamamos a este periodo Neolítico: “piedra nueva”.

Agujas de hueso del Neolítico. Fotografía de Smithsonian Institute

Mucho tiempo después (ya habíamos inventado el tiempo), cerca del 6.000 a.C., alguien en Turquía metió al fuego una fea y brillante piedra que llamaríamos cobre. Un líquido espeso, hirviente, salió del horno. Parecía lava: la misma que salía de las montañas enfurecidas. El primer herrero notó que, al enfriarse, podía dar forma al líquido. Hizo una hoja afilada, un mazo, un zarcillo. El conocimiento se acumuló hasta volverse oficio y campo de estudio. Nació la metalurgia.

El cobre acabó con la Edad de Piedra. Nos erguimos, nos juntamos, nuestro cerebro creció. El mundo se calentó, subieron los océanos. Unas especies desplazaron a otras. Prevalecieron las que se adaptaron. Gracias a la incipiente razón, que ya había aprendido a imaginar y a deducir, el Homo Sapiens se expandió por la Tierra. La curiosidad se juntó con la necesidad. Pronto mezclaríamos cobre y estaño. El resultado sería el bronce, que modificó radicalmente la sociedad. Entendimos que los tenían acceso al conocimiento y a los recursos gozaban de un privilegio. Quizá nació la codicia, la envidia, la ambición. Ciertamente se dividió la sociedad. Aparecieron las relaciones de poder, las clases sociales.

Armas y utensilios de bronce de Llyn Fawr, Wales. Créditos: Amgueddfa Cymru | Museo Nacional de Gales

Desde Inglaterra hasta China, los herreros siguieron golpeando. Fundían las piedras que encontraban interesantes. Las mezclaban. Querían mejorar las herramientas de bronce. Una roca pesada, gris, alojaría un mineral que cambiaría, de nuevo, al hombre. Descubrimos el hierro. Era más abundante que el cobre y que el estaño. Su preparación era más sencilla. Las herramientas duraban más. Los bordes de los cuchillos no perdían su filo con dos o tres usos, sino con treinta. Todo empezó a hacerse con hierro. Su explotación y producción ocasionó establecimientos más permanentes. Se volvió un material indispensable, industrial, doméstico.

Desde el descubrimiento del cobre, tardamos casi ocho mil años en aprender a producir acero; vale decir: hierro sin carbón. Su explotación, en el siglo XIX, representó una importante victoria del hombre. Se volvió el material preferido de la industria. De aquella sencilla piedra usada para abrir la garganta de un venado, tenemos hoy taladros gigantes capaces de perforar planetas.

Ya en el siglo XVII, los avances metalúrgicos habían permeado la cotidianidad. En particular, el cuchillo se volvió arma, herramienta, utensilio. Tres millones de años de producción le otorgó innumerables formas y usos. En el comedor de un burgués, había hasta diez cuchillos distintos. En la carnicería de la esquina, habría tantos como cortes de carne, desde los más pequeños hasta los más largos. En la cintura de un sultán, adornada de marfil y piedras preciosas, incisiva y discreta, encontraríamos la daga.

Aparecieron los primeros afiladores. Se trataba de un grupo de artesanos ambulantes. Iban de pueblo en pueblo. Para avisar su llegada, se detenían en la plaza principal y soplaban un pequeño instrumento de viento. Dentro o fuera de sus hogares, en el silencio del mundo preindustrial, la gente escuchaba un pito melodioso, acompañado de un grito largo, digno de ceremonia.

—¡Eeel afiladooor!

La gente sabía quién había llegado. El clamor se volvió oficio. Y el oficio se tornó símbolo para el pueblo de Nogueira de Ramuín, en Galicia, España. Una pequeña aldea de montañas, considerada territorio santo. Sus dos mil habitantes repiten el apodo de la región: “Tierra de chispas”, en alusión a las centellas que saltan de la rueda de afilar.

La tradición oral de Galicia tiene consenso sobre el origen del oficio. Dicen que comenzó con un inglés aventurero que llegó a Nogueira de Ramuín en busca de un carpintero. El visitante cargaba un extraño dispositivo: una armazón de madera con una rueda en el medio. A los gallegos les llamó la atención. Era un disco que no rodaba, una carroza en potencia. El inglés, en vez de aprovechar el disco para rodar el mecanismo, debía cargarlo en la espalda. Los carpinteros decidieron ayudarlo. Cubrieron el disco con un cuero y lo movieron de sitio. La modificación fue una genialidad: convertía el disco en neumático y rodaja. En lugar de ir en la espalda, el dispositivo —llamado tarazona— podría rodar.

En señal de agradecimiento, el forastero enseñó la técnica de afilar y dejó copiar el mecanismo. Desde aquel momento, el afilador se volvió el símbolo de identidad de Nogueira de Ramuín. Cuatro siglos después, en su plaza principal y en su bandera, vemos la figura de un afilador y una tarazona.

Escudo de Nogueira de Ramuín, Galicia. En el centro, una tarazona

Son herederos milenarios. Como los primeros hombres, ejercen una faena de incertidumbre y nomadismo. Así lo asegura Christian Calderín, amolador venezolano, de cincuenta años:

—Aprendí el oficio hace tres años y no conocía Caracas. Ahora la conozco toda. Tengo esposa y siete hijos. Hay días que uno hace plata, hay días que uno no hace, días que hace poquito, días que hace bastante. Dios es el que va supliendo.

Christian Calderín anuncia su presencia en las calles de Caracas. Fotografía de Victoria Aguilar

Christian es de San Mateo, estado Aragua, una población al norte de Venezuela que alberga unos treinta afiladores. Es vecino de Daniel Navarro, quien se hartó de los bajos sueldos para dedicarse a los cuchillos:

—Yo trabajaba en una empresa y veía a mi tío ganar doce veces más que yo en su oficio de amolador. Renuncié y le pedí que me enseñara.

En contraste, Christian Viena es un afilador mexicano de Ciudad de Mérida, en el estado Yucatán. Afila desde los quince años. Levantó una empresa hace cuatro, abrió un local comercial, y tuvo que cerrar por la pandemia. Ahora, dice, se está recuperando. Ofrece sus servicios a particulares e industriales.

—Trabajamos con jardinería, papelería, cocina, y el sector hospitalario. Este oficio siempre ha sido rentable. Siempre que sepas trabajar, es un negocio para toda la vida. Aquí en México depende mucho del trato que das a las personas.

Marina Herrera —la única afiladora que pude contactar— vive en Barcelona, España. Aprendió el oficio a los 40. Hoy tiene 50 y trabaja en una bicicleta con un disco de afilar incorporado.

—Si me hubiera ido mal no seguiría en esto. Lo que más me gusta es trabajar al aire libre, y lo que menos me gusta es trabajar al aire libre con mal clima.

Marina Herrera afila en las afueras de un restaurante italiano en Barcelona, España. Fotografía cedida por Marina Herrera

Como la mayoría de los afiladores, Marina no conocía la existencia del Barallete. Cuando le expliqué se impresionó, y con razón. Pues se trata de una jerga inventada por los amoladores de Galicia. Un dialecto del gremio, mezcla de los idiomas germánicos, gallego y euskera. Un argot de fuego y calle, que se propagó entre gitanos, bohemios y mendigos. En Barallete, agua se dice “oreta”; noche “guarra”; Dios “Sanqueico”. Una frase es célebre:

—Había que chusar aunque oretee ou axa barruxo, porque facía falta zurro, que Sanqueico nono da de balde. (“Había que trabajar aunque lloviese o hubiese barro, porque hace falta dinero, y Dios no lo regala”).

En Uruguay, Gustavo Bustamante es un afilador maestro. Desde Suárez, ciudad satélite de Montevideo, recorre el sur del país con una camioneta militar. Lleva un sombrero de paja y una bicicleta. Duerme en los pueblos hasta resolver el día. Su método de trabajo confirma la errancia del oficio. Él lo asegura.

—Somos de los pocos nómadas que quedan. Con esto he criado a mis hijos.

Local comercial del Christian Viena en Yucatán, México. Fotografía cedida por Christian Viena

Los ingresos de los amoladores corresponden a la salud económica de sus países. Antes, un afilador podía comprarse una casa, asegura Guillermo Flores, afilador venezolano de San Mateo. Hoy es imposible en la mayoría de los países latinoamericanos. En los mejores casos, el oficio da para subsistir, pero no para ahorrar. Los venezolanos con clientes fijos pueden ganar entre 100 y 200 dólares al mes. En México el promedio es de 500, y en España algunos llegan a los 1400.

Desde sus inicios, el oficio ha estado rodeado de ficciones. Para algunos, la armónica significa fortuna. Hay gente que toma un puño de dinero y se lo regala al afilador para atraer abundancia. Otros, al escuchar la melodía, se persignan. También he escuchado de gente que se pone objetos en la cabeza, y hasta de personas que espantan a los amoladores porque lo relacionan con la muerte.

“El escita”, siglo II.d.C. Galería Uffizi, Florencia

También disparan la nostalgia. El oficio contiene elementos que producen cierta romantización: antigüedad, itinerancia, incertidumbre, belicosidad, anacronía. Recuerdan un pasado cercano pero perdido. Un ayer desvanecido por el presente. En Venezuela y en España, su melodía es la música del artesano. El sonido del trabajador invisible que flota entre nosotros terca y atemporalmente.

En arte se volvió un tema. La manifestación más remota, tal vez, sea el “El escita”, un mármol romano del siglo I d.C. La más célebre, sin duda, es el óleo de Goya de 1808. La más innovadora, quizá, es el cuadro cubo-futurista del ruso Kazimir Malévich, titulado “El afilador de cuchillos”. En literatura también lo encontramos. En 1873, el escritor Pérez Galdós le dedicó varias líneas en la novela “La corte de Carlos IV”. Aquiles Nazoa, por su lado, lo incluyó en un credo que hoy leemos en redes sociales y en los quioscos de Caracas: “Creo en el amolador que vive de fabricar estrellas de oro con su maravillosa rueda”.

Kazimir Malevich, “El afilador de cuchillos”, 1912-13. Galería de Arte de la Universidad de Yale

Afilamos desde antes de ser hombres, y somos hombres porque afilamos. Es paradójico que un oficio tan emblemático y querido pase tantas penurias. Ni siquiera en Galicia existe una política de protección para estos artesanos. Los amoladores de Latinoamérica han sentido efímeras alegrías ante la romantización de su trabajo. La mayoría no siente el sostén de la historia, ni se infla con el aire de los artistas. Están ocupados sobreviviendo.


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