Literatura

«Amar a Olga» [fragmento]

29/05/2021

Presentamos un fragmento de Amar a Olga, del reconocido narrador y poeta venezolano Gustavo Valle, publicada el pasado mes de abril por Editorial Pre-Textos (Valencia, España, 2021), en su colección Contemporánea. Se trata de una novela en la que se indaga, entre otros pormenores, la obsesiva potencia del recuerdo como escape de una agotada situación.

Es salvaje esta manera de arrojarme al pasado.
A veces pienso que Olga es un espejismo en medio del desierto, una evasión, un camino de ida, un sueño de esos que se olvidan al despertar. Escapo hacia ella, que es como sumergirme en el fondo de un lago, huyendo de la rutina, del hastío o de mi país maldito.
Duermo siete horas diarias junto con Marina, vemos televisión en una postura semejante al abrazo, vivo en un departamento estrecho, tengo un pequeño Fiat y una vez al año nos vamos Marina y yo de vacaciones.
Trabajo desde casa para una enciclopedia digital española redactando contenidos. Eso me garantiza una modesta cifra mensual en euros con la que enfrento la hiperinflación y el desabastecimiento.
Tengo una vida sexual sin estridencias, sin fantasías demasiado espectaculares, sin dildos ni juguetes de colores, pero una vez a la semana alcanzo un orgasmo honesto y me esfuerzo para que Marina también lo alcance.
Entonces, ¿por qué esta obsesión por mi pasado, y especialmente por un pasado en el que una mujer remota, demasiado perdida en el tiempo, casi invisible, se convierte en algo absoluto y necesario?

Mi mente puesta casi exclusivamente en la recuperación de Olga oculta una agenda autodestructiva. Como el alcohólico que esconde detrás de su vaso de whisky el verdadero propósito que lo lleva a consumir litros y litros hasta desquiciarse. Un tipo que no se atreve a arrojarse por la ventana, pegarse un tiro o tomarse tres cajas de ansiolíticos. Su tentativa está unida a la muerte, pero de una forma oblicua; del balazo lo separa una metáfora. Es una experiencia de parálisis o éxtasis con la que accedo a un estado en el que no puedo pensar más que en ella, como si la manera que tengo para desprenderme del increíble poder que ha cobrado en mi vida sea convertirla en mi adicción más cobarde, en la excusa para un estallido que termine por romper el puente que me une a ella.

Si el amor es el proceso mediante el cual una persona intenta conocer a otra, las parejas veteranas, después de varios años intentándolo, convierten ese proceso en certeza y creen que la persona que está a su lado ya no los sorprenderá más. Lo viven con la satisfacción de haber alcanzado, finalmente, un tiempo de bienestar, sin demasiados miedos ni riesgos. Sus emociones se nivelan dulcemente en la cotidianidad, y se entregan a un devenir sin resistencias para hacer de sus costumbres una materia confortable de la que sentirse orgullosos.

Fueron muchas las noches que cenamos en silencio, sin vernos a la cara, mirando nuestros celulares, esperando que el otro se llevara el último bocado y así levantar la mesa, lavar los platos y dar todo por concluido. Luego nos íbamos a la cama y, si no había corte de luz, que era muy frecuente, hacíamos zapping en busca de un canal de cable para entretenernos o disfrazar ese momento incómodo en el que dos veteranos amantes se hallan separados por menos de un metro de distancia. Apagábamos la luz, nos dábamos las buenas noches con tono lúgubre y nos entregábamos a la anhelada soledad que precede al sueño. ¿Qué pensaba Marina al cerrar los ojos en medio de aquella oscuridad? Los ruidos de la calle traspasaban la ventana: gritos lejanos, detonaciones de armas de fuego, la sirena de una ambulancia o de una patrulla. Y luego, al cabo de unos minutos, ella se daba vuelta, me ofrecía su espalda y conciliaba el sueño. Yo me quedaba con los ojos abiertos pensando en las reseñas que debía entregar para la enciclopedia española, en el pago del alquiler, o me hacía preguntas acerca del futuro y los años que me quedaban por delante, tomando en cuenta que ya había sobrevolado los cuarenta. Con frecuencia me levantaba, daba una vuelta, me iba al balcón, me quedaba mirando los árboles de la calle y escuchaba los gritos, las detonaciones, las ambulancias. Miraba las estrellas, me fumaba un cigarrillo y, sin demasiado dramatismo, pensaba en lo infeliz que era.

Primero se me apareció como en viejas fotografías o escenas provenientes de un lugar remoto. Al principio no sabía de qué se trataba, si era un sueño, una fantasía o un recuerdo. Eran imágenes inconexas que parecían arrancadas de una obra de teatro o una película muda. Y tras recuperar la atmósfera que servía de contexto, vinieron los sonidos: sus pasos al caminar en el piso de granito de la casa de su madre, su voz lenta como si salivara cada palabra que decía.

Después comencé a pensar en ella de manera más deliberada. La primera vez fue en la cama, justo antes de dormirme. Marina había terminado de leer una de sus novelas rusas, apagamos la luz y nos dimos las buenas noches. Yo giré hacia el costado izquierdo y me quedé mirando cómo la luna penetraba los agujeros de la persiana. Y allí, encima de esa superficie que parecía un colador luminoso, Olga se proyectó de manera fragmentada, como un rompecabezas que no consigue unir todas sus partes.
En los días sucesivos se manifestó en las situaciones más inesperadas: cuando cortaba cebollas para una salsa de tomate, mientras leía una novela de Julian Barnes o en la ducha cuando cerraba los ojos para aplicarme el champú. Aparecía desenfocada, imprecisa, sin definir sus rasgos, pero yo tenía la plena certeza de que esa mujer que de pronto comenzó a invadir mi imaginación sin pedir permiso era nada más y nada menos que Olga.

¿Por qué aferrarme al pasado y no al futuro? El futuro también es un escape; siempre más allá, turbio e incomprensible, esperándonos con el resto de las piezas que faltan. ¿No debería pensar en eso, en la manera de ir recolectando esas piezas para ponerlas en el lugar indicado en vez de estar viajando en el tiempo en busca de una mujer que conocí hace más de treinta años? Me consuela pensar que la única manera de ir hacia adelante es dejar bien atado todo atrás, aunque esto es un inútil consuelo porque el pasado está desatado por naturaleza; el pasado está siempre desligado. Si no, ¿para qué existe la memoria, que vuelve siempre a él con la ridícula pretensión de resucitarlo, y hasta de recomponerlo? ¿Cómo sería un mundo sin memoria? ¿Tiene memoria la montaña, el mar, el viento? Sospecho que no, y sin embargo la montaña sigue allí, las olas continúan y el viento no cesa.

Mi trabajo como redactor de contenidos es bastante monótono, pero gracias a él logro dar con citas y referencias medianamente irrelevantes a cambio de unos pocos euros. La metodología es la siguiente: desde España, un argentino llamado Marcelo me envía por correo electrónico la lista de reseñas que debo entregar durante el mes. Si hay luz, prendo la computadora, investigo en la web y redacto reseñas que no pueden exceder las dos o tres páginas. Me pagan por reseñas entregadas, así que mientras más escriba más euros recibo. Para la empresa es un negocio redondo, pues ningún español aceptaría mis paupérrimos honorarios que, sin embargo, significan para mí una cifra aceptable con la que hago frente a nuestra economía en ruinas. Marcelo me escribe semanalmente para saber cómo avanza el trabajo. Si entrego dos o tres reseñas, de inmediato me pregunta por las siguientes. Pero en mi soledad laboral (paso largas horas solo en casa mientras Marina está en la oficina) mi cabeza se despista y termino explorando extensas zonas de mi pasado. No es descabellado pensar que el ejercicio de este trabajo solitario, que me obligaba a consumir demasiadas horas conmigo mismo, fue uno de los desencadenantes de todo lo que ocurriría después.

La intuición de una mujer es más rigurosa que la certeza de un hombre. Marina sospecha que la voy a dejar. Y con eso lo que hace es darle alimento a mi imaginación, porque en realidad jamás he pensado en separarme de ella. ¿Para qué? ¿Adónde iría? ¿Pasar por el calvario de la inestabilidad, construir una nueva vida? Me satura pensar en los quebrantos económicos, el alquiler de un nuevo departamento y el reparto de los pocos objetos que compramos juntos. Pienso en separarme y siento un abismo casi físico, localizado entre el ombligo y el esternón. Sufrir requiere de una enorme musculatura emocional. La tristeza no es un asunto para débiles. Además, odio las peleas, las confrontaciones, no soporto el griterío doméstico que se proyecta por fuera de las ventanas del hogar. Odio ser el protagonista de un episodio de neorrealismo italiano. El amor debería irse de la misma forma como llega: sin darnos cuenta, con su estela de angustias e incertidumbres, pero sin esa enojosa manía de enfrentarnos a lo más despreciable de nosotros.

El otro día estábamos mirando la televisión, disputándonos el poder del control remoto, en realidad desconfiando de la elección del otro (a ella le gustan los noticieros, a mí las películas), con las luces de la habitación encendidas, más que una habitación parecía un quirófano, una sala de terapia intensiva, todavía vestidos, yo con unos Adidas gastados y sucios que uso de pantuflas, ella con la chaqueta de la oficina todavía puesta, eran las nueve y media de la noche de un martes, podía ser un jueves o un sábado, pero era un martes, callados o hablando sólo lo necesario, quién cierra la puerta de la cocina que quedó abierta, quién llama al delivery para satisfacer un hambre que ninguno de los dos tiene, ¿pizza?, ¿comida china?, yo sin acercarme demasiado hacia el lado izquierdo donde ella suele dormir, bien pegada a la ventana, como saliéndose de la habitación, como si su espíritu se desprendiera de su cuerpo para volar a otra ciudad o a otra Marina, y yo en modo holograma, sin levantarme de la cama, marco los siete números que ya debería saberme de memoria, y pido una pizza con jamón y luego cuelgo y esperamos, siempre esperamos algo, mientras vemos por el noticiero a una reportera demasiado rubia, demasiado segura de su desempeño periodístico diciendo que había muerto la dama de los bucles de acero, doña Margaret Thatcher.

¿Se habrá casado, divorciado? ¿Tendrá hijos? ¿Habrá emigrado a España, México, Estados Unidos? ¿Terminaría sus estudios de abogacía? Fue lo último que supe de ella: quería entrar a la universidad a estudiar Derecho. Después se cortó la comunicación, y pasaron veinte, veinticinco, treinta años sin preguntarme por ella, sin recordar siquiera alguna de nuestras amorosas peripecias, incluso deliberadamente olvidando los episodios compartidos, porque uno huye del pasado para sentir que avanza más o menos invicto, o para tener la precaria certeza de que no nos quedamos anclados, quizás para sentirnos más libres, más instrumentos del futuro. Ilusos: pensamos que el futuro nos pertenece a los diecisiete, y después nos enteramos de que el futuro es una gran mentira, la construcción de un tiempo al que jamás accedemos, uno de los engaños mejor calculados de la vida. Y quizás esa fue la razón por la que Olga desapareció, no digo el motivo de nuestra ruptura, al cual me referiré más adelante, sino a esa operación de arrancarla y olvidarla, que además debió contar con el complemento del destierro de mi presencia en su vida, porque dos seres que se han amado, así sea por un instante, de forma inocente y profunda, llevan desde el primer beso la marca de la separación, el motivo oculto que los llevará tiempo después a odiarse. Lo que los une, eso que luce tan eterno e indestructible, está hecho con el mismo metal del hacha que los separará.


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