Destacadas
Te puede interesar
Los más leídos
1. Huellas
La escritura de Juan Malpartida es brillante: verso revelador y párrafo comedido, sorprendente naturalidad de las imágenes, evidentes o recónditos nudos de perplejidad filosófica: podrían ser tres de los rasgos generales que deleitan y perturban en su prosa y en su poesía. Creo que cada uno de ellos ha sido analizado por autores famosos y noveles. El texto de Juan Carlos Abril «La poesía de Juan Malpartida como construcción de sentido» (Revista Signa 29, 2020) es sin duda un panorama de tales interpretaciones y de las personales concepciones de Abril.
Especial atención ha merecido el hurgar filosófico de Malpartida, que surge desde la literatura y su propio ejercicio con la escritura, pero también de la proximidad de su obra («sospecho que sin las palabras no habría existido ni la música ni la pintura») con otras artes, con la tradición del pensamiento occidental y oriental, con la historia y la política, con la reflexión de los científicos y los poetas.
Circulan dentro de mí versos y largos fragmentos de sus poemas; poseen tanta vitalidad que son capaces de sustituir mi memoria. Por eso acudo con frecuencia a su libro Huellas (poesía 1990-2012) (Barcelona-España, La Garúa Libros, 2015), tratando de precisar qué instante en esa escritura se ata de manera tan orgánica al pensamiento. Y he aceptado que algunos vocablos, aislados o reiterativos, me conducen como constantes de aparente sencillez.
En la poesía de Malpartida, aparte de la interioridad de quien hable, cante o escriba, el paraje preciso desde donde eso ocurre es elusivo. Con frecuencia estamos en alguna calle, cerca del mar, próximos a una terraza, en la barra de un bar –y cada uno de tales ámbitos retiene fuerza autónoma– pero su aparición destaca inmediatamente una condición de no lugar, de desierto. Sin embargo, y esto es casi obsesivo para esa voz, también allí saltan pájaros o un árbol se impone, o con su pensamiento o con su desaparición.
Todo lo anterior, y algunas otras invocaciones que atenderé a continuación, ocurre en la agilidad de dos verbos recurrentes: “abrir” y “cerrar”. (“Se abrió la ventana/ y entró el aire” —«Crónica»; “El día abre la puerta” —«Bajo un mismo sol»; “Abrir los ojos/ es tocar la distancia…” —«Otra vuelta de tiempo». “El libro que se cierra/ bajo párpados fijos” —«Noche primera»; “La hora se cierra,/ se abre tu casa…” —«El círculo del agua»). Ambos verbos parecen sostener las inmediatas, súbitas, reflexivas, remotas y por momentos casi ajenas posiciones de la voz que recibimos; ellos, tácitos o directos, a la vez que configuran fronteras o accesos que abarcan una incesante sucesión, desde lo remoto hasta el presente y de relampagueantes proyecciones, también permiten tocar la seguridad de espacios (terraza, apartamento, playa, camino) que, como hemos indicado, perviven sobre desiertos, sobre nada. Es decir, la cualidad sensorial de esta poesía se abre y cierra en raras dimensiones volumétricas, girando hacia lados y límites que se desplazan (“Cuando termina el nombre/el árbol piensa”), mientras oscilan entre momentos concretos o en el tiempo extraviado (“me revive la nostalgia/ de respirar por las branquias”).
Constantes que liberan innumerables matices como los ya indicados –pájaro, árbol– y se enriquecen al adquirir una espontaneidad resguardada en niño, muchacho (“De niño mi memoria estaba por delante y me pasaba las horas recordándola” —«A un mar futuro, 3»; “un muchacho oye el mar/ en la verde espiral bajo su mano” —«Recomienzo») o invaden dimensiones opuestas para fusionarlas, según se centren en tópicos como el pozo y la casa, la tierra y el lenguaje, la ciudad y el campo.
Como han indicado sus estudiosos, Malpartida escruta hondos aspectos de la escritura en su germinación, su ocurrir hablado y en su condición poética. Entonces ingresamos a esos textos que desnudan su propia naturaleza:
… la voz
escindida de pronto en dos mitades,
aquello que presiente,
lo sentido,
iluminada luz del sueño en la vigilia:
palabras, mitad cuerpo, mitad nada. («Un poeta»)
Y en «Tránsito»:
Entre hablar y callarse
no hay nada, solo el árbol…
(…)
hay un mar de palabras,
la máscara de nadie…
En sus ensayos y trabajos críticos, también en su ficción, Malpartida manifiesta su interés por el pensar de los científicos y sus hallazgos. Ya hemos aludido a cómo dentro de su poesía alguien añora respirar con sus branquias y en esa especie de hai-ku que es «Mosquitos» las tres breves frases sintetizan los años «entre dos manotazos», equivalentes a nuestras fechas de nacer y morir.
Este asomo a las interrogantes y respuestas científicas adquiere plenitud en el «Narciso» de «A un mar futuro». Allí, con irónico humor melancólico el poeta realiza una acción cotidiana, mientras en su cabeza circula el proceso transformador del mundo: una célula eucariota, los trilobites, Bach, el biftec que ha almorzado, el fin del oxígeno, la energía, la dilatación del tiempo: la prosa del poema se afila como filosofía.
Ya lo hemos sugerido: presente directamente en la frase o conduciendo desde insondables secretos, la acción de los verbos «abrir» y «cerrar» tiende sus tentáculos sincréticos, emotivos o complejamente conceptuales por la obra poética de Malpartida. Ventanas y puertas, recintos, cuerpos y gestos, rasgaduras, despliegue, inicios, convocatorias, buscar en un libro: aperire: todo puede ser o estar abierto; algo de lo anterior y más: concluir, desacuerdo, completar una forma, cerrar una flor, un libro: serare: todo puede o estar ser cerrado.
(Hay otros paralelismos en su obra, desde luego; cada lector los hallará).
Concluyo estas líneas surgidas al revisar Huellas, acercándome al poema «Caracola». Evocada en sus versos de manera indirecta, la inundación que destrozó la casa del autor en 1965 es retenida y mostrada allí en «el día en que vi la savia del pino/ subir desde la tierra», con otras «huellas sobre el reverso de la muerte», en la hondura de las horas porque está «la caracola y su doble movimiento/ sobre la orilla de esos años. /Lo que en ella oías/ no has terminado de oírlo…»
El poema se inicia con un verso estremecedor y profético: «Un gallo sin cabeza cantando por el patio…»
Los versos iniciales que pueden alcanzar catorce sílabas van reduciendo su número, quizá porque «son pasos en la casa del lenguaje». Pasos que desembocarán años después, por el eco de su poderosa imagen inicial, en una novela.
2. Caminos
No conozco toda la obra de Juan Malpartida. Es traductor, autor de cuatro novelas, diarios, biografías y crítica y ensayos literarios.
Ha dicho Santos Sanz Villanueva sobre Señora del mundo (Gijón, Ediciones Trea, 2020) la reciente novela de Malpartida:
El protagonista, Alonso Pi, narrador en primera persona de casi toda la singular peripecia, se da cuenta de que se ha muerto, aunque sigue existiendo. Está muerto, explica, pero todo en casa sigue igual; le ocurre lo mismo que a esas cabezas guillotinadas que gesticulan unos instantes nutridas todavía por la sangre; es como si tuviera la suya desconectada del cuerpo, o al revés. Así, el muerto sigue su vida rutinaria: con sus libros, con su trabajo de escritor, con la familia, con el habitual saludo matutino del portero… Todo transcurre como si nada ocurriera, porque, asegura, nada pasa por carecer de cuerpo o de cabeza; se puede vivir sin alma ya que «para estar vivo, para andar por este mundo, se necesitan muy pocas cosas, y a veces ni siquiera se necesita estar vivo». De resultas de esa vivencia, la misma noche del día en que la siente, «tras despertar y tropezar con mi cuerpo muerto», decide de manera súbita separarse de su mujer. (Zenda, 2021)
Desde sus orígenes milenarios, la novela es una forma proteica que acoge, desafía, rehace o inicia las posibilidades insospechadas del lenguaje, al mismo tiempo que capta (inventa) de manera simultánea el suceder inmediato y futuro, ignorado o previsible, de los seres.
También la fusión del pasado inconmensurable con nuestros días, como ocurre con Camino de casa (Valencia-España, Pre-Textos) publicada en el 2015, que ahora voy a comentar brevemente. Consta de tres capítulos o actos, porque posee numerosos resortes teatrales. El primero de ellos cuenta con los diálogos sostenidos por Nicolás, el narrador y anticuario próximo a los sesenta años, con fortuitos interlocutores, excepto aquellos que ocurren entre él y su mujer. Aunque casi siempre son esos otros quienes hablan, la parte interna del narrador se adelanta a lo que ellos dirán o les responde en muchas ocasiones sin hablar. Es frecuente una gran comicidad en tales conversaciones.
El segundo elemento, cumpliendo la acción de Nicolás, quizá sin que él lo recuerde, una prescripción aristotélica, está constituido por la alternancia de espacios cerrados y abiertos, aunque en verdad todos parecen ser limitados. Esos ámbitos son el apartamento, la tienda de antigüedades, la calle, una clínica.
En tercer lugar: el ascenso del nudo dramático, por el descubrimiento que ha hecho y continúa haciendo Nicolás, de su conciencia como grado actual en la escala evolutiva, que existe desde hace millones de años. Este asombro, desatado desde la adolescencia, impone rasgos de ironía (y risa, como hemos dicho), de desconcierto e incertidumbre, de ansiedad filosófica y científica, tanto para el lector como para Nicolás, quien termina redactando notas sobre su hallazgo, que son la novela leída por nosotros.
Quizá el efecto dramático esté determinado también por las secuencias de inmovilidad (en su cama, en la del hospital; en su mesa de trabajo) y en la opresiva agilidad con que se desplaza por la acera o durante unas vacaciones: tan andante en sus pasos o en su elucubrar como los conversadores de El Zohar.
También ahora vendrán la crisis y el internamiento en una clínica («No encontraba mi mente»), pero sobre todo las notas que Nicolás escribe en su libreta. Al ser interrogado por el Psico confiesa con lucidez que cree estar volviéndose loco y le expone:
¿Sabe usted que todos nuestros inventos fueron anticipados por las bacterias? Desde la luz a los remos. Los simbiontes bacterianos crearon, mucho antes de que apareciera ningún mamífero sobre la tierra, vías de información tan importantes como la mecánica cuántica o la teoría de la relatividad.
Nicolás aspira, como ha anotado, a «reparar la historia».
Tanto en las últimas páginas de esta segunda parte como en toda la tercera, se acentúan las frases concisas, de carácter analítico. Aunque Nicolás ha insistido en su inconclusa formación universitaria y en sus lecturas libres, despliega una capacidad de razonar y opinar audaz, que sin duda sostiene el interés de la narración. Por ejemplo, cuando comenta acerca de su madre, gran lectora de novelas: «me di cuenta de que la novela fue para mi madre una forma de adulterio»; y sobre Picasso: «era un buen pintor y un buen escultor, pero un fraude la mayor parte del tiempo».
La parte tercera trae a Gastón, un personaje que por veinte años ha visitado la tienda sin comprar nada. Es poeta y un tanto alucinado. De nuevo los diálogos entre él y Nicolás vibran con humor y desafío. «Soy un restaurador de palabras», ha dicho.
También aquí el protagonista, años después, no solo rememora cuanto lo hemos visto vivir en presente, sino asimismo un viaje a África y su contemplación de las huellas dejadas por remotos humanos en Laetoli, testimonio material de su prolongado delirio.
En la novela, falta media hora para que Nicolás cierre la tienda y vuelva a casa, ya decidido a entregar a Sara, su esposa, «este relato sin título» que ha estado escribiendo. Piensa en ella y en su madre, lectoras y comentaristas de historias. Y se dice:
Oyéndolas llegué a pensar que la novela es el adn de la vida, a lo que Sara responde que no, que la vida es el adn de la novela y que nosotros, los lectores, somos el arn traductor: leer es hacer proteínas.
El relato que Sara recibirá ya lo hemos recorrido nosotros y es una novela de mediana extensión, con personajes de alto calibre subjetivo, sensitivo, que revela «una caída en lo natural» o esa sombra de lo quijotesco actual, la neurociencia. Nicolás pretende ser casi «normal», aunque cumple con encarnar el eslabón crítico que limita con la sociedad, con el lector. En medio de Camino a casa, Nicolás o Malpartida observa: «No sé si hemos pensado lo suficiente en que todos leemos en primera persona».
3. Expansiones
No se puede leer sino en primera persona; pero esa personación consiste en una red actual que actúa movida, marcada por insospechadas multitudes. Leer una palabra es cumplir con innumerables ritos de desciframiento, corporales y psíquicos; es frotar cultura, conocimiento con lo inesperado e improvisar. También consiste en arriesgar, consciente o erróneamente, el equilibrio del pensar. Porque ocurre, según lo ha indicado Juan Malpartida, en un «margen interno» y en la fluidez del mismo. Lo estoy haciendo con estas anotaciones.
Tan fascinante como el otro estudio literario y biográfico de nuestro autor Octavio Paz. Un camino de convergencia (Madrid, Ediciones Fórcola, 2020) resulta el que dedica a Machado: Antonio Machado. Vida y pensamiento de un poeta (Madrid, Ediciones Fórcola, 2018), al cual me acercaré en seguida.
Confiesa allí Malpartida que comenzó a leer a Machado (1875-1939) en su adolescencia y ha seguido haciéndolo hasta elegir «algunos trayectos de su vida y de sus pensamientos» para conformar el libro. Esto nos permite ver al niño y su numerosa familia, las mudanzas de calles y ciudades, su juventud, su soledad y sus amores (parecen ser equivalentes), su muerte en el exilio.
El libro consta de cinco partes y resulta, paradójicamente, apasionante tratándose de una vida ajena a grandes gestos públicos; tal interés, sin duda, es despertado por las pautas interrogativas con que Malpartida concibe la vida del poeta: desde el inicio considera que algo se quedaba fuera en la inmensa bibliografía sobre el autor. «¿Qué era?» se pregunta. Y con esta y las interrogantes que vendrán, estamos incluidos en una singular escritura: la de un ensayo detectivesco cuyas presas son la poesía, la prosa, las sustituciones personales o complementarias, la metafísica, la intuición creadora, la modernidad, Machado.
Entre los escritores de España más «admirados y manoseados» –excepto Cervantes y García Lorca, afirma Malpartida– está Antonio Machado. (No olvidemos que Joan Manuel Serrat puso al mundo a cantar los versos del sevillano). «Es, con Borges y Octavio Paz, el poeta filósofo por antonomasia del siglo XX en lengua española, como Quevedo lo fue del XVII».
La edición es de formato pequeño de doscientas páginas; pocas veces al leer un volumen así he sentido la impresión de que el libro crece a medida que lo recorro. ¿Tal vez por la búsqueda de ese algo que también persigue el autor? Tal vez porque Antonio Machado, en la proximidad de la poesía, no ha adquirido para América la dimensión que posee para el lector español. La arrasadora popularidad de algunos de sus versos, para mí, ha ocultado lo que Malpartida me revela.
Como ante el trabajo sobre Octavio Paz, no estamos solo conociendo una biografía: el método de las interrogantes arroja momentos y visiones de extraordinaria hondura para perfilar la psique, los tejidos históricos y, sobre todo, la fluencia literaria que determina la creatividad de Machado, sus deudas y su originalidad. Y, sin embargo, aunque, como en el caso de Paz, Malpartida resume concepciones acerca del poeta, valora obra y pensamiento, y propone interpretaciones ajustadas y audaces, en cierto modo estas biografías apenas anuncian la compleja, muy controlada y sin embargo libre, reversible elaboración de Mi vecino Montaigne (Madrid, Ediciones Fórcola, 2021), tras la cual transitan formas y significados que son respuestas –o nuevas preguntas– al Andrenio de Gracián, al ya remoto Finnegan, a Rayuela, a las vacilaciones de Larva, la novela de Julián Ríos… y al mismo Michel de Montaigne. Cuento, ensayo, novela, drama, vértigo de pantalla encendida, poema como en los clásicos hindúes o mesopotámicos, Mi vecino Montaigne también es la puerta entreabierta del apartamento cercano donde hoy encontramos a Montaigne.
Porque este libro gestáltico merece un desafiante seguimiento, que intentaremos hacer en otra ocasión.
Si bien Malpartida mucho ha leído a Machado, indica que eso incluye haber estado olvidándolo y volviendo a él; determinando cuándo se hace moderno; qué y quiénes lo atraen a la filosofía, qué cosa de esta se filtra en sus versos, por qué su obra cierra una época, cuáles vínculos in/voluntarios lo conducen al verso o a la prosa, a imaginar la invención de una «máquina de trovar», a cómo se hizo a sí mismo.
Muy sugerente es el desarrollo cumplido por Malpartida respecto del erotismo o la sexualidad del poeta. Su concepto «ciudadano» de las limitaciones de la mujer y su elevación de la misma como centro del hacer y sentir estético. No menos importante es detectar en sus versos la condición del «amor bizco».
Y cuajado en piedra el fuego
del amante,
(Amor bizco y Eros ciego)
brilla el sol como diamante.
Pero creo que esta biografía del hombre y de su pensar excede mi capacidad de comprender a Machado y de intentarlo en estos renglones. Voy, por lo tanto, guiado por las interrogantes de Malpartida, a detenerme únicamente en dos o tres aspectos abordados en ella.
Comienzo por uno que parece paralelo al estudio y que pudiera estar apuntando a inquietudes del propio Malpartida. Sin embargo, en la medida en que nota la ausencia de anotaciones o testimonios directos tomados por quienes rodearon a Machado, estas proposiciones de Malpartida se centran en aquél.
Se refiere el autor a la literatura de España (y obviamente eso es válido para esta América): «Nuestra literatura es escasa en diarios, memorias, biografías, correspondencias y todos esos ambiguos géneros que dan cuenta de la vida íntima y del desenvolvimiento de los demás». Esto nos impide, por ejemplo, poseer referencias del encuentro de Machado con Wilde en París, de su coincidencia con Eliot en las conferencias de Bergson, de su amistad con Gómez Carrillo; de su trato posterior con Rubén Darío, con Alejandro Sawa, con Pío Baroja; de su presencia en las tertulias del Café Pombo (Sorolla también lo retrataría en 1917).
La importancia de aquella escasez, para Malpartida, se relaciona con lo anterior en el sentido de que «la individualidad como problema» implica «un rasgo que inaugura la modernidad».
Felizmente Malpartida señala hoy excepciones como el texto sobre Borges de Bioy Casares, la correspondencia de Juan Valera, las memorias de Zorrilla. Y, entre otros, volúmenes de Corpus Barga, de Carlos Barral, de Carlos Castilla del Pino, de Salvador Pániker y Visión desde el fondo del mar (Barcelona-España, Acantilado, 2010) de Rafael Argullol.
Quizá todo ello, para Malpartida, esté relacionado con la carencia de un Hamlet en las letras hispanas, aunque las mismas hayan extraído de sí personajes arquetípicos como el Quijote, Don Juan, Segismundo, Sancho.
Al pulsar la obra de Machado, nuestro autor destaca cómo aquel «al hacer su poesía se hizo a sí mismo» y cómo es su obra la más fiel y sugerente revelación acerca de él, aunque ambos posean independencia. Ese sí mismo es un defensor del contacto máximo entre la realidad y el hacedor, alguien que habría preferido la desnudez budista ante lo inmediato y que confía en la ciega o luminosa conducción de lo intuitivo. Pero que reconoce la importancia del concepto, que ama la claridad expresiva y rechaza lo rebuscado, que no teme pensar y dejarse absorber por el pensamiento. Expresa Malpartida:
Sentir, nos diría Machado, tampoco basta; el sentir solo no se constituye en poesía (…) Necesitamos el concepto, el elemento que hace de lo particular (sentir, una actividad siempre en primera persona) lo potencialmente general: el tú inherente a la poesía.
En el aura de Bergson, Machado, según Malpartida, se interesa por el método intuitivo. «La intuición implica duración, se apoya en los sentidos, es tiempo concreto, cualitativo». Por lo que para Machado «la intuición es lo esencial de cualquier obra de arte, e incluso de la obra filosófica».
De allí que para el poeta filósofo el ser no sea uno, idéntico a sí, «sino una substancia diversa cuyo fundamento alterador y constitutivo es la otredad». Sale de sí misma, nunca es igual y está en cada punto del universo. Desde esta percepción mucho vale la aproximación que hace Malpartida a la concepción del pensamiento científico y a la idea de Dios («nada que sea puede ser su obra»), para la personalidad de Machado.
No está exento de ironía o quizá de burla este asomo filosófico y literario de Machado, sintetizado en su expresión «no coger la cuchara con el tenedor», referente al hacer literatura con la literatura y no con la vida.
Creo que hay un capítulo de puro oro en este libro: el V: «Contar y cantar», dedicado a la poesía de Machado, cuya belleza y tono vitales serían alterados por mi comentario. Quien lo recorra, volverá a quedar hechizado por la maestría rítmica del poeta, por la luminosa energía de las imágenes, por tanta gracia, enigma, dolor y pensamiento. Y renovado en su apreciación de esa obra, al seguir las ubicaciones cronológicas, las fuentes posibles (lo popular, lo remoto), la naturalidad de sorprendentes hallazgos líricos, que el margen interno permite a la crítica interesada de Malpartida. Con él estaremos junto a
…uno, sin sombra y sin sueño,
un solitario que avanza
sin camino y sin espejo…
Tal vez este libro de Malpartida haya encontrado ese algo que faltaba en sus tantas lecturas sobre Machado («donde se vislumbra una persona hecha de una identidad paradójica, y una obra (que inventa a un autor múltiple»); pero temo que más bien nos deja ante dimensiones fractales de su personalidad y su poesía. Lo cual nos enriquece.
Y ya que mencioné, entre los rasgos de este ensayo, su don detectivesco, voy a vislumbrar de manera muy transitoria, los «complementarios» en la escritura de Machado, percibidos por Juan Malpartida.
Indica que si bien antes de 1912 Machado ha ido forjándose como poeta y prosista, es a partir de entonces cuando «vía heterónimos o complementarios» surge su modernidad, así como la ironía y el humor en su visión poética y filosófica. Su interés por Kant parece conducirlo a una mayor subjetividad y a la prosa.
Malpartida señala una «teología de los heterónimos» según los estudiosos del poeta, no desdeñable por completo en quien ha aceptado que «lo específicamente humano es el concepto del no ser». Y esa otredad reside en Abel Martín, Juan de Mairena (y en el Jorge Meneses, a su vez imaginado por este e inventor de la «Máquina de trovar»).
Abel Martín (1840-1888/89), filósofo, sevillano, lector de Leibniz, cuya bibliografía hace pensar en verdaderos tratados, existe en los fragmentos y líneas «conservados» por Machado. Es su libro, Los complementarios, lo que determina la denominación de los heterónimos. Cita Malpartida algunos de sus datos biográficos: «Fue Abel Martín hombre en extremo erótico», mujeriego, «y acaso también onanista». Es quien enuncia: «Pensar es descualificar, homogeneizar». Y él será el maestro de Juan de Mairena (1865-1909).
Afirma Malpartida: «Juan de Mairena –el personaje más inteligente de toda nuestra literatura…», sostiene, curiosamente, con su pensar, la huella más inquietante del Machado escritor. Aparentemente lejano en su percepción de lo inmediato y de la realidad huyente, constituye a ese multifacético ser que llamamos Antonio Machado.
Una de las respuestas posibles a las interrogantes que se hace Malpartida quizá desemboque en otra pregunta no formulable, pero que incita al desconcierto: con esta biografía, no solo podríamos vislumbrar el boceto de una personalidad (de Malpartida) sino también su síntesis y su expansión simultánea. La obra de Machado es la prueba de un caso concreto en que eso ha ocurrido; y también la continuidad de quienes en otro tiempo lo han practicado. ¿No resuelve ese mecanismo la negación de un sí mismo, el incesante movimiento de un suicidio imaginario o, al contrario, la propagación de un ser, materializado en otros, determinados por su voluntad e incapaces de detener su metamorfosis, enamorados de la extensión infinita del yo, no como narcisismo sino como su aplacamiento, su anulación, su vuelta a la nada?
Creo que todos somos heterónimos.
Y no estoy muy seguro de que alguien llamado Juan Malpartida no haya sido o esté siendo, con este libro, otro heterónimo de Machado.
4. Comensales
Malpartida ingresa en una edad clave a Cuadernos Hispanoamericanos. Allí será Jefe de redacción y luego Director –desde el 2012– hasta ahora, en que tras treinta y un años de trabajo en la revista, se jubilará. Fundada en 1942, la misma ha tenido como conductores a valiosos intelectuales y entre sus colaboradores figuras notables del mundo literario español e internacional.
Aunque centrada hoy en el ensayo y la crítica, también ha acogido otras expresiones creativas y atendido a una amplia gama de las artes.
Lector voraz y autónomo desde su adolescencia, Malpartida ha practicado una particular manera de escribir. En el prólogo a Margen interno (Madrid, Ediciones Fórcola, 2017) reconoce que los autores comentados por él «lo necesitaban». Sus comentarios, semblanzas o críticas constituyen también «lecturas que son búsquedas homenajes, reconocimientos» y, para quienes los atendemos, resultan ser una manera de leer al propio Malpartida: «Quien lea mis lecturas (y digresiones)… también me lee a mí, mi vida».
En el último texto de ese libro («Leer, tan viejo como la vida»), el autor acepta: «Todo lo que vive lee, en alguna medida, su contexto». Y así alude a las primeras bacterias no nucleadas, a las eucariotas y al resto del mundo que vive hoy. Hay, por lo tanto, en su concepción de la comunicación y el pensamiento, de la escritura y de leer, una amplitud que ampara bajo ella la incesante acción de captar y responder, de advertir en lo biológico y en la abstracción sutiles formas de intercambio. Todo es reacción y memoria, simbolismos naturales y abstrusos. Traducciones, interpretaciones, actos: significados. Como en escribir y leer que los combinan.
Juventud y plenitud de Juan Malpartida vividas en el ámbito de Cuadernos Hispanoamericanos. ¿Cuánto de ese contacto ha guiado la pasión intelectual de nuestro autor? ¿Cuánto de su perfil más íntimo sostiene en estos años el carácter de la revista? Desde luego que se trata de una empresa cultural activa en un país específico y bajo políticas y gobiernos claramente definidos y cuya función de puente diplomático entre España y América ha sido bien establecido.
Pero, como puede notarse en numerosas publicaciones literarias, sus conductores, sobre todo si son o han sido escritores, alimentan un aura particular. Mucho de lo que como ensayista, crítico y también teórico (para mí estas declinaciones circulan con frecuencia incardinadas, en la percepción de Malpartida parecen ser paralelas) gira en la prosa del autor, puede haber surgido de su contacto con la revista y, claro, de su insaciable curiosidad ante escritores, científicos, artistas. No siempre se es testigo de la creación continua, cambiante, contradictoria o unitaria en las inmensas zonas del lenguaje como puede ocurrirle a un jefe de redacción o director, cuando este y el medio en que trabaja poseen condiciones únicas.
La creación y el lenguaje, su diversidad en España y América, la corriente del mundo y sus idiomas, los vuelcos políticos, la acelerada e indetenible frontera técnica y científica, el poder de los medios y su intromisión en el alma mundial: todo pasa por una revista, por sus hacedores. Pero también todo ello exige autonomía de actitudes y pensamiento, de agudeza para distinguir fenómenos y posibilidades. En tal vorágine, no solo Malpartida, cualquiera de nosotros, está obligado a reconocerse y a diferenciarse. La multitud no puede neutralizar por completo su hechura de individualidades.
Ojear el índice de Margen interno o de Los rostros del tiempo (Santa Cruz de Tenerife, Artemisa Ediciones, 2006) vuelve materia vibrante la elección de un poeta y director de revista: cuánto de lo imantado por la una se realiza en el otro, cuánto de la una ha sido apartado por él, cuánto de este adquiere tono y cualidad absolutamente personales en la escritura individual del autor. Un verdadero desafío de límites, combates, triunfos.
Ese índice, asimismo, resulta ser una equilibrada bisagra, tal vez excepcional, de la literatura en español, hoy.
Malpartida, en mi gusto, conforma esa ágil y profunda franja de estudiosos a quienes acudo para ser recompensado. Entre ellos, Ramón Andrés, Rafael Argullol, Juan Arnau, Julio Ortega, Adolfo Castañón, Wilfrido H. Corral, Josu Landa, Christopher Domínguez, Carlos Sandoval, Toni Montesinos. Con variantes, en todos ellos parecen cumplirse las palabras de Malpartida: «La crítica literaria es una conversación que a veces solo podemos mantener a solas», porque la literatura es «un mundo hecho de mundos» y requiere de un lector, «alguien paradójico», ya que «la lectura presupone la pluralidad de autorías».
Alguien notará los paralelismos entre una frase como «el crítico es un momento de la destrucción del libro» o «El crítico, como el lector, es, ciertamente un comensal (…), su almuerzo supone una metamorfosis de la que, en ocasiones, habrá de responder durante toda su vida. Hay disquisiciones digestivas como las hay indigestas» y las posiciones de sólidos críticos en nuestra lengua, hoy.
5. Asomos
Mi primer encuentro con Juan Malpartida ocurrió en San Juan de Puerto Rico, en 2016. Desde entonces he tenido el misterioso y nutritivo tránsito por sus mensajes, algunos de sus nuevos poemas y por el proceso de su escritura con el Montaigne y con El muro y la hiedra.
Estos, muy mal leídos en pantallas. Ya he dicho que desconozco sus Diarios, sus otras novelas y mucho más. La precaria situación de Venezuela dificulta la llegada de envíos.
Estas líneas no han tenido otra finalidad que la de cercar algunas de mis pasajeras percepciones sobre su poesía, sus ensayos críticos, una de sus novelas. (Su efecto en mis días). Y de prepararme así para el goce de sus futuros libros y de los anteriores.
José Balza
ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR
Suscríbete al boletín
No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo