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Me apasiona tanto el boxeo que de niño soñaba con tener una nariz partida y esas cejas que los golpes van dejando lampiñas, protuberantes. Le tengo terror a una pelea callejera, especialmente si es de noche y la acera está mojada, pero en un ring, con guantes de 16 onzas, protector bucal y un réferi compasivo, podría haber sido bastante valiente.
El boxeo era una tradición familiar. Yo nací en el 50 y entre mis primeros recuerdos está Rocky Marciano avanzando sin dar tregua. Ya adolescente, había más gente en mi casa para ver una pelea que en un 24 de diciembre. A mi padre le dio una taquicardia en uno de los últimos combates de Lumumba Estaba. Sobraban los motivos: el espectáculo de aquel viejo boxeador criollo, campeón en el ocaso de los ocasos, que se mantenía en pie gracias a artimañas y piruetas, era en verdad un suplicio angustioso. Después de esa pelea, mi padre juró, mientras se medía la tensión, no ver más combates. No sería un juramento tan exigente: pronto Lumumba perdió el título y el boxeo comenzó a pasar de moda.
Hay dos historias que van de los inicios a la gloria de un boxeador. La primera me la contó Alberto Feo. Alberto compitió como nadador en las Olimpíadas de Roma. Era el menor de la delegación en edad y en tamaño. Su compañero de habitación resultó ser el más grande, un aparatoso semipesado que compensaba sus músculos de leñador con una mentalidad de niño. Alberto cuenta que su amigo estaba muy contento porque en el sorteo le había tocado “un negrito maricón” para su primer combate. Lo describió como un flaco que daba saltos por el ring mientras le colgaban los guantes.
Alberto era menor de edad y no pudo ir al Coliseo de Roma a ver pelear a su compatriota. Esa noche estuvo despierto en los dormitorios hasta que llegó la delegación venezolana. No vio en el grupo a su amigo y preguntó dónde estaba. Le dijeron que en el hospital con una fractura de mandíbula. Al día siguiente lo fue a visitar y lo encontró vendado como un doberman cuando le operan las orejas. Sólo podía tomar líquidos con un pitillo y explicó qué sucedió en el ring sin separar los dientes:
—El tipo estaba dando sus brinquitos y, cuando ya lo tenía bien medido, ¡zass!, le salió un golpe de suerte.
—¿Y cómo se llama el negro —preguntó Alberto.
—Algo así como Casio.
En la segunda historia ya Cassius Clay es Mohamed Alí y ha venido a Caracas como atracción en el ringside para la pelea entre George Foreman y Ken Norton. Cuentan que a Aldemaro Romero, el organizador del evento en el Poliedro, lo llamó la mafia para establecer cuántos rounds duraría la pelea. Aldemaro se negó a negociar y el combate duró sólo un par de rounds. Con una pelea tan corta, no hubo tiempo de pasar suficientes comerciales en la televisión y Aldemaro perdió muchísimo dinero.
El amigo que relata la segunda historia tenía alquilada una casa en el casco colonial de El Hatillo, y esa misma noche organizó una fiesta para ver la pelea. Invitó a la más bella de sus amigas, quien le dijo que no podría ir pues estaba encargada de las relaciones públicas de un evento de Aldemaro. A las once de la noche telefoneó la bella dama contando que el evento había terminado muy temprano y sí podría llegar a la fiesta. Pero había un problema:
—Me encargaron que me ocupara de Mohamed Alí. ¿Podría llevarlo a tu casa?
—¡Por supuesto! —exclamó mi amigo.
—Y perdona el abuso, pero también tendré que colear al que cuida a Alí.
—¿El hombre que cuida a Alí?…. ¡Mejor todavía!
Poco después llegó el trío al pueblo de El Hatillo. Cuenta mi amigo que Alí tenía la estampa de un héroe, “con el encanto de David y la fortaleza de Goliath”, pero, frente al George Foreman que acababa de comerse vivo a Ken Norton, ya Alí lucía como una leyenda del pasado.
Atrás venía el guardaespaldas, un cubano pequeño y flacuchento de zapatos blancos, guayabera blanca y sombrero Panamá. Mi amigo no le quitaba los ojos de encima. Con el tercer trago le preguntó:
—¿Qué tipo de artes marciales practica usted?
—¿Artes marciales? Yo el único deporte que practico es ping pong.
—Pero… ¿usted no es el guardaespaldas de Mohamed Alí?
—No chico, yo lo que soy es el abogado.
Esa noche Alí la pasaría muy bien. Necesitaba recuperarse de su impresión ante el monstruo que lo esperaba si pretendía volver a ser campeón mundial. Tarde en la noche, la bella amiga le confesó al anfitrión que el boxeador la estaba pretendiendo, “y con bastante insistencia”. Mi amigo fue enfático:
—¡Ahora mismo y en mi cama! ¡Qué tremendo honor!
Lo que quedaba de fiesta se organizó en función de aquel coito memorable. Los pocos invitados que quedaban esperaron en el salón, como los cortesanos que aguardan a que un príncipe y una princesa consoliden la unión de dos reinos.
Ya con la primera luz de la madrugada, mi amigo llevaría al trío al hotel Tamanaco. El atleta iba con su amor en el asiento de atrás, cantando un espiritual que acompañaba dando palmadas con unas manos inmensas y felices.
Mi amigo asegura que aquel lance sería el inicio de la recuperación sicológica que permitiría a Alí vencer a Foreman en el inolvidable “Alí Bomayé” de Zaire. Ese combate fue tan mitológico, tan cinematográfico, que terminó siendo más final que principio. Alí no sólo ha sido el mejor en la historia del boxeo, también terminó siendo su enterrador.
De pronto, no había nadie con quien compartir mi pasión. Hablar de boxeo era de mal gusto, y ver una pelea podía ser tan íntimo y apartado como ver un porno. Voy a dar un ejemplo de mi soledad y desvaríos.
Una tarde había gente en mi casa. Fue un almuerzo que por el exceso de comida y vino, y un par de invitadas jungianas demasiado intensas, se puso más lloroso y socrático que alegre. Una de las dos damas decidió que tenía que invitar al único genio que la comprendía y le permitía desahogarse: León Febres Cordero. No se trata del expresidente de Ecuador, sino de un dramaturgo experto en Oscar Wilde y teatro griego que escribió un monólogo titulado El último minotauro. Personaje que tampoco es un minotauro, como se explica al inicio del monólogo:
Yo no soy un Minotauro, menos aún el Minotauro. Yo sólo me presto al juego, a hacer de, a pretender. Soy, ahora mismo, sobre este escenario, un burócrata cualquiera, un impostor.
Así como el anfitrión de El Hatillo quería conocer a Alí y a su protector, yo esperaba conocer y caerle en gracia al dramaturgo. Era en verdad un tipo exquisito que llegó, saludó y se sentó sin doblar jamás el torso. Tenía, como el abogado cubano, una marcada preferencia por la ropa blanca, pero con un aire más monacal que tropical. Lo noté algo indispuesto con el estado lamentable de aquel almuerzo convertido en histéricas confesiones femeninas. Fue entonces que, de todos los temas posibles, esgrimí el menos adecuado para la ocasión: hablé de boxeo.
Eran los tiempos sombríos de Mike Tyson, una máquina de lanzar uppercuts más letal que una sierra eléctrica, y lo más alejado que podía concebirse de la alegre poesía corporal de Mohamed Alí. Además venía de arrancarle con un mordisco media oreja a Evander Holyfield y escupirla en pleno ring. A partir de este acto de canibalismo comencé mi disertación frente al creador del minotauro burócrata:
—¿A ti no te parece que hay un cierto parecido entre Mike Tyson y Oscar Wilde?
Fue un corrientazo. El dramaturgo nunca estuvo dispuesto a escuchar mi incipiente teoría. Simplemente puso cara de asco y pidió un taxi (parte de su encanto es que se negaba a manejar). Como el taxi tardaba en llegar estuvo mirando el techo con estoicismo mientras yo lo atormentaba con mis primeros argumentos:
—Tanto Oscar Wilde como Mike Tyson violaron los códigos del octavo Marqués de Queensberry. Tyson por violar una de sus reglas del boxeo y Wilde por refocilarse pública y notoriamente con Lord Alfred Douglas, el hijo del Marqués.
Y otra semejanza:
—A Tyson le pagaban para que diera espectáculo con su violencia, hasta que la llevó a límites inaceptables con su mordisco. A Wilde le celebraban sus irreverencias, sus transgresiones, su exploración de los límites, hasta que los sobrepasó demandando al Marqués por haberlo acusado de ser un pervertido.
Apenas llegó el taxi, huyó el dramaturgo mientras su discípula dormía plácidamente en un sofá, indiferente a mi humillación y confusión. Sentí que era un ordinario frente a las propuestas sublimes de aquel innovador de la tragedia griega y del arquetipo de un Minotauro ramplón.
Unos diez años después me llevé una redentora sorpresa al ver el documental titulado Tyson. Un hombre de 42 años llora al recordar a Cus D´Amato (el entrenador que lo sacó del reformatorio cuando tenía trece años), a una madre prostituta, a un padre desconocido y a sus crisis de asma en las violentas calles del Bronx. Tyson cuenta que hizo cosas malas a varias mujeres, pero que nunca violó a Desiree Washington, la joven cuya denuncia lo llevó a la cárcel. El campeón tuvo una docena de mansiones, más de 130 automóviles lujosos y liquidó una fortuna de 300 millones de dólares. Después de narrar su vida termina diciendo:
—Es un milagro que haya llegado vivo a los 40, pero fui viejo demasiado pronto y listo demasiado tarde.
Recordé una vez más mi intento de paralelismo, porque en 1897 Oscar Wilde ya había pasado dos años preso y también había perdido familia, fortuna y amigos. Al salir de la cárcel de Reading, escribió La Balada de Reading Gaol para denunciar a las cárceles inglesas y a todas las prisiones del mundo:
Cada prisión que los hombres construyen está hecha con los ladrillos de la vergüenza y cercada por barrotes, no sea que Cristo pueda observar cómo los hombres mutilan a sus hermanos.
Lo que no me esperaba es que al final del documental iba a aparecer el propio Tyson, “el campeón más brutal en la historia de los pesados, dentro y fuera del ring”, recitando con su tatuaje maorí en el rostro el final de la balada de Oscar Wilde:
Y todos matan lo que aman, que todos oigan esto; algunos lo hacen con mirada torva, otros con la palabra halagadora, el cobarde lo hace con un beso, ¡con la espada el valiente!
Después de la presentación del documental en Cannes, Mike le pregunta al reportero que lo está entrevistando:
—¿Sabías quién fue el amante de Wilde? —y él mismo agrega — El hijo del Marqués de Queensberry, el hombre que inventó las reglas del boxeo. ¿No te parece extraño?
Nada es extraño cuando lo precede una persistente premonición que permaneció latente por tantos años. Su persistencia se debió a la convicción de que los oficiantes de la violencia desarrollan una cierta sabiduría, sin duda peligrosa y cruel, pero llena de insólitas revelaciones, incluso poéticas. Llámese pirata, criminal, boxeador o militar.
El último boxeador cuya carrera seguí con pudorosa pasión se llamó Edwin Valero, alias “El Inca”. El tatuaje que le cubría todo el pecho era más narrativo que el dibujo maorí de Tyson. Parecía más bien una posible portada para el libro de Ana Teresa Torres, La herencia de la tribu. Era toda una historieta sobre el estado de la nación, o una ilustración a la frase de Rómulo Gallegos: Los venezolanos no sólo somos rebeldes a toda ley, deber o autoridad, sino también esclavos a toda fuerza e instrumento de toda tiranía.
Con fascinación y culpa vi a Valero pelear varias veces. Era implacable. Sé lo temibles que pueden ser los guerreros que pelean con los ojos tan abiertos, tan ávidos. Era su mirada la de un niño ante un juguete nuevo; pero era también la sanguinaria fijación del demonio de Tazmania.
Una vez lo observé entrenando. Hacía sombra con unos golpes muy cortos. Parecían mínimas y frenéticas convulsiones en los brazos destinadas a ejercitar las fibras recónditas donde se escondía su arma secreta. ¿Quién podía acabar con el Inca? Dicen que el filipino Pacquiao, quien tiene la misma alegría salvaje y es quizás más fuerte y versátil. Ya jamás podrá vencerlo, sin embargo uno se pregunta: ¿qué diría Pacquiao si le proponen pelear con un hombre capaz de suicidarse con su propio bluejean?
Estos enfrentamientos imaginarios poco tienen que decirnos, pues ya sabemos qué fue lo que acabó con Valero: lo que amaba y los que lo amaban. Cuesta asimilar esta ecuación entre la destrucción y el amor, pero, para un boxeador, el contendor es la razón de su existencia, su única posibilidad de expresarse, de ser lo que es. De aquí parte la inmolación de Valero, a través de una seguidilla que pasaría por la hermana, la madre, el asesinato de su esposa y de su propio cuerpo. No hay en la historia del boxeo un final más dramático y aceleradamente previsible.
La falta de contención y límite es la peor trampa para un héroe. Al Inca lo enloqueció la servidumbre continua —incluso a sus excesos y agresiones— de una tribu que lo amaba porque gracias a él subsistía. Valero encarna este delirio con tanta eficiencia y exceso que empalaga usarlo de ejemplo. Es demasiado fácil, prolijo, lleno de parábolas vehementes. Pero no podemos, ante tanta profusión, dejar de revisar a fondo ese doloroso símbolo de nuestra gradual y creciente autodestrucción, presidida por un héroe al que se han rendido sus propios seguidores, celebrándole el que divierta a medio país destruyendo a la otra mitad, negándole la posibilidad de tener escala y perspectiva para comprender cuánto perdemos en ese enfrentamiento, y dejándolo sumirse en un terrible destino histórico: acabar con lo que se ama por querer poseerlo todo y para siempre.
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Este texto fue publicado originalmente el 26 de mayo de 2010.
Federico Vegas
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