Alexia García: “El silencio es mi vida”

Alexia García retratada por Roberto Mata

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18/12/2020

Entiendo español, inglés, italiano y portugués, leyendo los labios. Nací en la Ciudad de México con pérdida profunda auditiva y desde que tenía un año y medio y hasta los siete, estuve en terapia para aprender a hablar y no ser sordomuda. Comencé a hacerlo, poquito a poco, con mi acento, el mexicano, aunque no me escucho. Mi mamá me llevó seis días a la semana durante todo ese tiempo. El pronóstico era que iba a ser muy difícil, casi imposible, pero la terapeuta nos dijo que lo intentaramos y así fue hasta que nos vinimos mi papá, mi mamá, mi hermano y yo a Estados Unidos. 

Tuve que aprender a hablar inglés, pero por suerte, a mí me gustan los idiomas. Reconozco los acentos en español por la manera de mover los labios de las personas al hablar. En el sistema educativo quisieron ponerme en una escuela especial, para niños con dificultad de aprendizaje, pero yo soy sorda e inteligente, no tenía nada que hacer allí. 

En el colegio leía los labios durante las dos primeras clases del día, porque eso cansa. Después no prestaba atención y me apenaba porque sé que mis maestros hicieron el esfuerzo, pero lo que aprendí es porque estudié con los libros. 

De haber nacido en Estados Unidos tendría que haber aprendido a comunicarme por lenguaje de señas. Los números que arrojaron mis exámenes de audiometría no daban posibilidad alguna de hablar.  Era un caso perdido para los protocolos norteamericanos. Por suerte nací en México.

Empecé como bartender en el bar del Marriot de la ciudad del Doral hace dos años. A los cuatro meses, estaba en la recepción y ahora soy la supervisora, he estado ascendiendo todo el tiempo. Tengo una maestría de Derecho en Derechos Humanos, pero tendría que volver a Nueva York, Washington o Europa para conseguir un trabajo, porque acá en Miami no es buen lugar para esa profesión. “I am deaf” (soy sorda), es lo primero que le digo a los huéspedes al atenderlos, cuando están molestos por algún inconveniente y piden hablar con un supervisor. 

Gracias al vidrio que nos separa, bajan la máscara y cambian la actitud. El enojo disminuye. Si por algo nací así, lo voy a usar a mi favor. Me ha pasado que cuando les digo mi condición, me hablan con lenguaje de señas y me toca explicar que no lo entiendo, que lo mío son los labios. Que por favor bajen la máscara.

Para mí no existe la reunión familiar por Zoom ni clases online. Me tienen que hablar de frente. No me gusta salir sola. Antes yo hacía todo sin depender de nadie, ahora debo pedir a las personas que se quiten la máscara y me pongan en riesgo. No me quiero enfermar. Antes de marzo de este año, entendía el sesenta por ciento de lo que se hablaba a mi alrededor. A partir de la pandemia entiendo cero. Siento una gran frustración. Con la máscara me estoy perdiendo todo.

Un policía me quiso poner una multa por exceso de velocidad, y de verdad, no le entendí cuando me lo estaba explicando. Hablaba rápido y yo estaba nerviosa. En realidad no me victimizo nunca y no me gusta el que acostumbra a hacerlo, pero lo hago a propósito si me toca salir de un apuro. Se conmovió y me dejó ir, con la advertencia de no volverlo a hacer. 

En la familia soy la primera con esta condición. Mi papá y mi mamá tienen genes de sordera recesivos. Al unirse esos genes, se hicieron dominantes. Si mi mamá se hubiera casado con otro, o mi papá con otra, yo no hubiera sido sorda. No yo, sus hijos. Mi hermano, tres años menor, tiene la misma condición, ambos somos sordos.

Además de sorda, soy distraída. Una vez tenía una ambulancia detrás de mí en un semáforo. Sentía la sirena de alguna manera pero no sabía dónde estaba porque no veía las luces. A veces me pregunto si causé una muerte por no apartarme a tiempo. Quería sacar la placa del carro para discapacitado, y mi mamá me dijo: “No seas pendeja. Tú no necesitas eso”. En mi casa manda mi mamá.

“Acuéstate con un hombre y vas a ver el camino”, me dijo el psicólogo cristiano al que me mandó mi mamá cuando le dije que era gay. Tenía 22 años y me había demorado en reconocerlo, estaba en negación. Yo no soy americana, soy mexicana. Decidí escoger mis batallas, le dije al psicólogo que eso iba a hacer, que tenía la razón y a mi mamá que no volvería a su consulta, que lo había intentado solo por ella. Tomó tres años ser aceptada en mi casa. Ella aún recordaba a Alejandro de mi clase de español, y que a los 12 años yo le había dicho que me gustaba. “Mamá, tengo 22, la gente evoluciona, uno cambia”. Ella pensaba que yo estaba confundida. Un tiempo fue: “Está bien, eres gay pero aquí no se habla de eso”. Ahora todo está bien y aceptan a Luna, mi pareja. 

Me quiero poner la vacuna y que todos se la pongan. Quiero entender a todo el mundo otra vez. 

***

Alexia García, 28, graduada de Relaciones Internacionales con Maestría de Derecho en Derechos Humanos de St. Thomas Unversity. 


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