Albert Camus en Pornic, 1946. Colección Jean y Catherine Camus; fondo Albert Camus
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Albert Camus fue un niño más de los muchachos del barrio popular de Belcourt, en Argel. Su padre, Lucien Auguste Camus, que murió muy joven en la Primera Guerra Mundial, era sólo un retrato colgado en una de las paredes de la casa, y su madre, Catherine Hélène Sintés Camus, fue una mujer de origen español, analfabeta y con serios problemas de audición y habla que la aislaban de los demás. El joven Albert la veía moverse en silencio dentro del pequeño apartamento que habitaban junto a su abuela materna, una mujer ruda y autoritaria. La pobreza los obligaba a vivir en un piso sin baño, sin agua, sin servicio eléctrico. Su madre se levantaba todos los días antes de la salida del sol, iba a recolectar el agua y a la luz de una lámpara de kerosén realizaba los quehaceres antes de salir a hacer su trabajo de servicio doméstico en viviendas de los barrios pudientes de la ciudad. Desde pequeño, el futuro novelista aprendió a ver en las sombras y en los movimientos de ella; sus gestos fueron el lenguaje del amor y la ternura, certezas que el niño supo leer en las miradas y la gesticulación silenciosa de esa mujer que adoró como a nadie en su vida.
En el colegio, el maestro Louis Germain reconoció en su joven alumno el talento que lo diferenciaba de sus compañeros. Con generosidad lo tomó de la mano y le consiguió la beca que le permitió seguir estudiando; además, le dio clases adicionales que ayudaron a la formación del futuro Premio Nobel. A ese maestro de un plantel popular en la periferia de Argel, dedicó el escritor su discurso de Estocolmo. Camus estudiaba con provecho, sin embargo, soñaba con ser futbolista profesional; como todo adolescente del suburbio pobre de Belcourt, su felicidad, siempre presente a pesar de las dificultades, se resumía en tener un balón en los pies, permanecer entre la camaradería de los amigos, bañarse en el mar y sentir el sol en su cuerpo. “Vivía en la pobreza, pero también en una especie de goce. Me sentía armado de fuerzas infinitas para las que sólo había que hallar un punto de aplicación. …en África, el mar y el sol no cuestan nada. El obstáculo residía más bien en los prejuicios o la estupidez”[1].
Pero el destino jugó una carta inesperada en la vida del adolescente Albert Camus. Escupe sangre, tenía tan sólo 17 años y el diagnóstico es incuestionable: tuberculosis en ambos pulmones. Después de pasar un tiempo hospitalizado, los médicos le dan de alta con recomendaciones a seguir, entre ellas le prohíben tomar sol y le aconsejan una buena alimentación. Es entonces cuando su tío Gustave Acault, marido de la hermana de su madre, carnicero de profesión y anarquista de espíritu, entra en la vida del autor de La peste. Gustave, un pequeño burgués apasionado por Voltaire, lo acoge en su vivienda e intenta enseñarle el oficio de carnicero, pero el sobrino lo escucha sin tomar en consideración su propuesta. Él está absorto en los libros de Honoré de Balzac que ha encontrado en la biblioteca. En casa de su tío, Albert lee, pero también oye con fascinación cómo los objetos de la cotidianidad son mencionados con palabras nunca antes escuchadas. En El primer hombre, escribe: “En su casa decían ‘el florero que está sobre la chimenea’, el tiesto, los platos hondos, y los pocos objetos que había, no tenían nombre. En cambio, en casa de su tío, se mostraba la cerámica flameada de los Vosgos, se comía en el servicio de Quimper. Él había crecido en una pobreza desnuda como la muerte, entre sustantivos comunes; en casa de su tío descubría los sustantivos propios”[2].
Albert Camus llega a la literatura por la enfermedad. La recuperación de la tuberculosis, nunca definitiva, comportará la conciencia de una renuncia. A partir de ese momento, el fútbol y su posición de portero serán metáforas de un carácter y una ética que nunca lo abandonarán. Dentro del equipo de la vida en el que juega, Camus, el solitario en medio de todos, siempre mantendrá su solidaridad hacia el grupo. Fue el arquero y mantendrá su posición. Él es el escritor que defenderá con la palabra la puerta de los suyos.
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En La peste (1947) el primero en morir es el portero. Su fallecimiento es el símbolo que deja a la ciudad sin protección; fue él, el viejo Michel, quien comunicó antes que nadie su asombro ante la invasión de las ratas. Su deceso los deja a todos con la respiración sostenida; las puertas se cierran, quizá para que la historia de Orán y su pestilencia nos fuera narrada. Muere el guardián y pienso en el arquero que Albert Camus fue, el portero que no pudo seguir siendo debido a la tuberculosis. A partir de esa primera muerte, los acontecimientos dan paso al narrador de las separaciones y soledades que hace impostergable la reflexión sobre la vida y lo que somos.
El estupor ante el primer muerto desencadena el pánico. La inquietud formulaba preguntas en tono de miedo. En la ciudad se tomaron medidas, se colocaron carteles con recomendaciones; los enfermos aumentaban, también las ratas. El doctor Bernard Rieux visitaba a los enfermos. ¿Qué estaba sucediendo? Sin poder creer lo que concluye, Rieux le comunica a Castel, su colega: “…es casi increíble, pero parece que es la peste”[3].
Orán se reconcentra en sí misma como un caracol. Con ojos entornados percibimos la luz blanca del sol al mediodía, las ventanas entrecerradas por el calor y siempre el polvo arremolinándose, cubriendo toda la superficie como una segunda piel.
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Las separaciones y el exilio fueron las primeras vivencias que enfrentaron los habitantes de Orán. Aprender a vivir en ausencia de las personas amadas es una enseñanza que la vida impone sin preaviso. El confinamiento se ensañó con ellos. Poco a poco a la ciudad dejaron de llegar las cartas de quienes estaban del otro lado del muro invisible que la enfermedad había levantado. Con el correo suspendido, las palabras del amor y la nostalgia no aliviaron el padecer de los amantes separados. En el desconcierto, muchos callaron; todos fueron callando.
Hablar en tiempos de peste requiere, en la escucha, más de empatía que de comprensión. ¿Cómo entender lo incomprensible? No siempre se posee la imaginación para ello. ¿Cómo acompañar la angustia de quienes sienten que van perdiendo internamente los rasgos y la voz del amado? ¿Con qué palabras aliviar el dolor de la conciencia que reconoce cómo los recuerdos se van desdibujando? ¿Cómo vivir con la oquedad de quien había sido aliento en la vida? La memoria no siempre asiste. Algunos de los habitantes, nos narra el doctor Rieux en su crónica, intentaron detener el tiempo aferrándose a un pasado anterior al momento de la separación; pero no funcionó. El vacío fue el tiempo del presente.
El dolor de los enamorados se transformó en resignación y así los días comenzaron a ser vividos bajo la hegemonía de la paciencia. Patientia viene del latín pati que significa sufrir. La espera y la enfermedad se veían a los ojos en la condición del ser paciente que el vivir imponía. Paciente en la espera, también por el padecer de la dolencia. “Nuestro amor estaba siempre ahí, sin duda, pero sencillamente no era utilizable, era pesado de llevar, inerte en el fondo de nosotros mismos, estéril como el crimen o la condenación. No era más que una paciencia sin porvenir y una esperanza obstinada”[4]. Era una resignación sin ilusiones.
Puedo vislumbrar cómo algunas de las personas confinadas en la exclusión misma de sus vidas comenzaron a hablar con lentitud, seguramente sopesaban las palabras que llegaban a los labios con ritmo demorado. Daban voz a los afectos, a los miedos, emociones hondas que encontraron en respuestas apresuradas un nuevo vacío: el de la banalidad del lugar común. El exilio de lo humano, esa incapacidad de ser empáticos con los otros, impuso un mutismo aún mayor. El silencio fue la voz de muchas ausencias e incapacidades, y también de lo único que acaso se pudo resguardar: la intimidad.
Fue un silencio que se hizo día a día más corpóreo y perceptible. Su contundencia permitió que fuera reconocido como verdad de la contaminación y el aislamiento. La mudez propició que algunas personas aprendieran a leer en los gestos lo que la voz no expresaba. La lentitud y la mirada detenida en el otro, supieron reconocer en los movimientos del cuerpo el padecimiento que duraría el tiempo de la separación. La caricia, la mano extendida, el abrazo que acompaña son gestos que ocurren siempre en presente. También lo son la incertidumbre y la espera.
Albert Camus aprendió de su madre las distintas expresiones del mutismo y del desenvolvimiento del cuerpo. Ella le hizo saber que la ternura es una mirada, un silencio que lleva la vida en una mano para que su gesto de amor sea siempre superior a la peste.
Leemos en la peste y en la ciudad contaminada; escuchamos preguntas que desde siempre han acompañado la obra de Camus y nuestras distintas lecturas a lo largo de los años. ¿Cómo vivir y acompañar un presente siempre repetido, que no sabe de qué modo mirar el mañana? ¿De qué manera sobrellevar la soledad? ¿Cómo humanizar el aislamiento cuando poco a poco y día a día la indiferencia va aniquilando los sentimientos y desplazando el sentimiento y la compasión?
La peste es una enfermedad del cuerpo, también del alma. En la modernidad la pestilencia ha sobrevivido como metáfora.
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La ciudad está contaminada. El número de ratas es siempre mayor. El guardián las cuenta. Muchos las ven, se apartan de ellas y callan. La ciudad se cierra con una muralla alzada que expresa sufrimiento, separación, soledad. El muro es siempre más alto. Están los de afuera. También los de adentro. Desde la distancia, la de un lado y la del otro, crece el miedo al contagio. El pánico a morir es un silencio de muerte. La contaminación se extiende. Los pulmones enfermos ahogan la voz. “Se busca persona/ para llorar/ por los ancianos que en los asilos/ mueren”[5]. Se muere sin un beso. Un alarido congela la sangre. Son los muertos clamando sepultura. Los difuntos necesitan sus nombres; no son números. Es la peste.
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El miedo a la contaminación es una emoción tan primitiva que Robert Parker[6] no duda en considerarla como uno de los primeros estadios civilizatorios. El contagio viene acompañado por el pánico de sentirse atrapado en la separación y el rechazo de los otros. El ser puesto de lado conlleva el terror a ser envuelto en una invisibilidad que no excluye el olvido; tampoco descarta una sanción no siempre definida. La necesidad de entender la infección es una de las vías hacia la búsqueda de sus causas y soluciones.
La antigua Grecia tenía bien delimitados los umbrales gracias al miedo y las contaminaciones. Las murallas de la ciudad fueron portales de gran fuerza simbólica que dejaban ver cómo los atenienses se relacionaban con el otro. El espacio de la acogida o la fractura acontece en esa zona que pone en relación el adentro y el afuera. En ese lugar intermedio fue acogido Ulises por los feacios, también fue allí donde, como expulsado, Edipo dio el primer paso en el destino que lo había atrapado.
Algunos llevan la contaminación oculta en sus cuerpos; es una amenaza que a veces intuimos en los ojos que vemos, otras en aquellos que nos observan. Hay miradas que contagian, otras también matan. ¿No recordamos los ojos de serpiente del Oreste esquileo? Las miradas en las que desde hace mucho me detengo son umbrales, ventanas entre una persona y la interioridad de otra.
El miedo a la contaminación ha permitido reflexionar en la historia espiritual de la temprana Grecia. Los estadios de la conciencia, según los estudios de E. R. Dodds[7], han posibilitado reconocer una transición que va de la cultura de la vergüenza a una cultura de la culpa. La conciencia, lo sabemos, no es un sentimiento moral innato, sino un diálogo silencioso entre nosotros, lo que somos y el mundo en el que estamos.
La peste como metáfora tiene a la naturaleza humana como fuente del mal. La infección ha sido sinónimo de una contaminación colectiva en la desconfianza, la mentira, la opresión, la injusticia, la corrupción. La pestífera enfermedad aparece de esta manera subrayando una relación conflictiva y oprimente con lo colectivo. Cuando se habla y se declara la epidemia se está aludiendo a la presencia de algo que está fuera de la normalidad. Lo contaminado es lo podrido, “something is rotten in the state of Denmark”[8], lo descompuesto, como en el caso de la Dinamarca del Hamlet shakesperiano, corrompe un país. Es el hedor de la peste. Su podredumbre es portadora de muerte y caos. El temor a ser contagiado, dice Camus, propicia la reflexión en quienes reconocen, padecen y ponen distancia de los focos de contagio de la pestilencia. Y es oportuno volver sobre la relación entre la contaminación y la moralidad.
La peste elimina las diferencias. No hay límites para la propagación de la infección que borra las fronteras hasta hacerlas irreconocibles. Algunas individualidades se infectan, pero también la fuerza de lo colectivo contamina —los colectivos, así denominan ciertas personas a las fuerzas del mal—, y ese contagio encierra las vidas, las altera, las doblega. Cuando la peste es la historia de una sociedad, poco a poco los destinos personales sufren, van quedando disminuidos y sin voz. Sin embargo, Albert Camus puso en boca del doctor Rieux, el sanador, unas palabras que no podemos olvidar dada la entereza con que buscan enfrentar el sufrimiento moral que ocasiona el contagio: “Es una idea que puede que le haga reír, pero el único medio de luchar contra la peste es la honestidad”[9].
Una vez Tarrou, el solitario personaje que un día apareció en Orán, sintió la necesidad de contarle a su amigo Rieux algo de su vida, entonces le confesó la historia de los cadalsos para las ejecuciones que preparaba su padre y de cómo este horror marcó su adolescencia y su vida toda. Al final de su confidencia, dijo: “…cada uno lleva en sí mismo la peste, porque nadie, nadie en el mundo está indemne de ella. Y sé que hay que vigilarse a sí mismo sin cesar para no ser arrastrado en un minuto de distracción a respirar junto a la cara de otro y pegarle la infección. Lo que es natural es el microbio. Lo demás, la salud, la integridad, la pureza, si usted quiere, son un resultado de la voluntad, de una voluntad que no debe detenerse nunca”[10]. Poco después de estas palabras acontece uno de los momentos más significativos de la novela: el baño purificatorio de los amigos en el mar.
Sin los ritos de purificación el acceso a lo sagrado es un negado. Lo divino exige la eliminación de las impurezas, por consiguiente, sumergidos en un baño curativo, los amigos se introducen en aguas portadoras de sanación. “Respiró largamente, fue oyendo cada vez más claro el ruido del agua removida, extrañamente claro en el silencio y la soledad del mar; Tarrou se acercaba, empezó a oír su respiración. Rieux se volvió, se puso al nivel de su amigo y nadaron al mismo ritmo. Tarrou avanzaba con más fuerza que él y tuvo que precipitar su movimiento. Durante unos minutos avanzaron con la misma cadencia y el mismo vigor, solitarios, lejos del mundo, liberados al fin de la ciudad y de la peste”[11]. La vía hacia lo sagrado quedaba libre para Tarrou, quien minutos antes del baño le había dicho a su confidente que lo que en ese momento le interesaba era saber cómo se podía llegar a ser un santo. Un santo sin Dios. La santidad a la que aspiraba Tarrou la otorgaba el vivir y la vida misma.
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No hay mujeres en Orán, la ciudad contaminada de Albert Camus; sólo la anciana madre del doctor Rieux, que permanece encerrada en el apartamento del hijo cuidando de sus necesidades con mirada delicada. Los otros personajes, como si del elenco de una obra de teatro se tratara, son el portero, el sacerdote, el médico y su ayudante, el misterioso y rico solitario, el periodista, el prefecto, el empleado del Ayuntamiento y el suicida salvado de su intento. Ninguno ha sido definido como escritor a pesar de que cuatro de ellos sostienen una vida en la necesidad de la escritura y la palabra. Me refiero al doctor Bernard Rieux, quien narra la historia que leemos; a Jean Tarrou, quien tomaba apuntes sobre insignificancias y se esmeraba en convertirse en historiador de las cosas que no tenían historia; a Joseph Grand, que desde las primeras veces que se le menciona sabemos que está escribiendo una novela, y por último, a Raymond Rambert, el periodista que va a Orán a hacer un trabajo y se queda confinado dentro de la ciudad. La escritura es en ellos la palabra de la memoria, la palabra apuntada, la palabra olvidada, la palabra que la obsesión ahoga y apenas balbucea. Cuando la noche y la soledad se reúnen, la escritura conjuga el futuro que el día oculta.
No sabemos cuánto tiempo pasó entre el final de la peste y la escritura de la crónica de Rieux. Nada se nos dice. Tampoco sabíamos que el doctor escribiera, nos enteramos al llegar a las últimas páginas de su texto, en las que se nos revela su identidad. En su narración, el médico se circunscribe al tiempo en el que la vida de todos quedó suspendida entre la desesperanza y el aislamiento.
No es difícil pensar que Bernard Rieux escribiera sobre la peste para desembarazarse de ella, para nombrarla, decirla, comprenderla, entenderse y recordar algunas de las reflexiones y conversaciones en las que las palabras fueron la voz de tantas emociones, dudas y fracasos. Escribió sobre la muerte de Tarrou, compañero de soledad y de confidencias; también narró la agonía e inexplicable resurrección de Grand, quien en su lecho de muerte pide que le acerquen su manuscrito. En las hojas se lee la obsesión de una frase y la imposibilidad de ir más allá de ella; una única frase en todas sus posibles variaciones. “En una hermosa mañana de mayo, una esbelta amazona, montada en una suntuosa jaca alazana, recorría entre las flores las avenidas del Bosque…”[12]. Y como homenaje al Frenhofer de Balzac en La obra de arte desconocida, le dice: “¡Quémelo!”[13]. Poco después el médico, a solicitud de su paciente, tiró los papeles al fuego. Nadie dijo nada mientras la llama se avivaba. Esa fue la última imagen que nos deparó la novela que Grand escribía con determinación.
¿Sobre cuáles insignificancias escribió Tarrou durante la peste de Orán? Ese es el manuscrito que me hubiera gustado leer. No dudo de la humanidad de su mirada, de la sinceridad de sus emociones, de las líneas que habrían comunicado sus dificultades y satisfacciones. Jean Tarrou sabía, desde siempre he llevado en mí esa certeza, que las palabras sin alma nada describen y nada dicen. Sólo la emoción que requiere la escritura hubiera sabido expresar la historia de las cosas insignificantes. Su valor habría estado en el lenguaje que les daría vida y relevancia. ¿No es la literatura, con frecuencia, la historia de alguna nimiedad narrada con una belleza inusual?
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“Tengo necesidad de escribir cosas que, en parte, se me escapan, pero que son la prueba precisamente de lo que en mí es más fuerte que yo mismo”[14].
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MGL. Madrid, junio 2020.
[1] Albert Camus. El revés y el derecho, Alianza Editorial, Madrid, 1984, p. 11.
[2] Albert Camus. El primer hombre, Tusquets Editores, Barcelona, 1994.
[3] Albert Camus. La peste, Editorial Azteca S.A., México, sf, p. 27.
[4] Camus. La peste, op. cit., p. 127.
[5] Wislawa Szymborska. “Anuncios por palabras”, en: Antología poética, Ed. Visor, Madrid, 2015, p. 40.
[6] Robert Parker. Miasma, Clarendon Press, Oxford, 1996.
[7] E. R. Dodds, Los griegos y lo irracional, Alianza Editorial, Madrid, 1980.
[8] Shakespeare. Hamlet, The Arden Shakespeare, Routledge, London, 1989, p. 215.
[9] Camus. La peste, op. cit., p. 114.
[10] Ibid., p. 172.
[11] Ibid., p. 175.
[12] Camus. La peste, op. cit., p. 180.
[13] Ibidem.
[14] Albert Camus. Carnets I, Alianza Editorial, Madrid, 1985, p. 36.
Marina Gasparini Lagrange
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