Perspectivas

A un año de otra terrible, terrible guerra: miradas diversas sobre lo bélico

Fotografía de Dimitar DILKOFF | AFP

18/04/2023

A menudo se ha de recorrer un largo camino,
                                                                                                                      avanzar con rodeos,
para poder oír el relato de la guerra femenina
y no de la masculina

Svetlana Aleksiévich

El lenguaje no pertenece a la lengua, sino al corazón.
La lengua es solo el instrumento con el que se habla.
Quien es mudo es mudo en el corazón.
No en la lengua…
Déjame oírte hablar y te diré cómo es tu corazón

 Paracelso

La mirada íntima

Sobre la obra de Svetlana Aleksiévich, escritora y periodista bielorrusa, hija de padre bielorruso y madre ucraniana, la Academia sueca, al otorgarle el Premio Nobel de Literatura en 1985, dijo que se trataba de Un monumento al valor y al sufrimiento de nuestro tiempo.

La fuerte inclinación por el periodismo de Aleksiévich la condujo a un nuevo género literario polifónico, en el cual hilvana los testimonios de las innumerables personas que entrevista con sus propias reflexiones para crear verdaderos collages a partir de los temas que más la inquietan: la II Guerra Mundial, la Guerra de Afganistán, la tragedia de Chernóbil, la caída de la Unión Soviética.

Su mirada y la de las mujeres con quienes sostuvo largas, descarnadas y reveladoras conversaciones quedan nítidamente plasmadas en su libro La Guerra no tiene rostro de mujer, sobre el cual urge reflexionar en este primer aniversario de la invasión de Rusia a Ucrania. Puede que conocer tan de cerca lo que experimentaron aquellas mujeres que sirvieron como soldados en la segunda conflagración mundial del siglo XX, nos ayude a comprender mejor lo que experimentan hoy día las mujeres ucranianas, aun no siendo soldados. Y lo que quizás estemos sintiendo, de muchas maneras, la mayoría de los habitantes del planeta. Sabemos que no a todos hiere la catástrofe ucraniana, en medio de lo que el Kremlin ha calificado como Operación Militar Especial, haciendo gala del poder manipulador, constructor de posverdades que, también, pueden tener las palabras.

La autora, varias décadas después del gran éxito del Ejército Rojo sobre el invasor nazi, quiere escuchar, y verles el rostro, a las muchas mujeres que contribuyeron a esa aplastante victoria. Acerca de ellas se pregunta, desde el principio, ¿Qué les ocurrió? ¿Cómo les transformó? ¿De qué tenían miedo? ¿Cómo era aprender a matar?

Y enseguida aclara que no desea conocer más datos –operaciones militares o números de convoyes volados-, ésos que han sido loados incesantemente por la gloriosa retórica soviética: !Hemos ganado la guerra!. No. Ella define lo que recopila como el saber del espíritu. Sigo las pistas de la existencia del alma, hago anotaciones del alma.

Muy pronto va constatando que esas mujeres que por primera vez se atrevían a hablar de sus aterradoras vivencias, cuentan la parte no heroica de la guerra. Hablan de la suciedad y del frío, del hambre y de la violencia sexual, de la angustia y de la sombra omnipresente de la muerte. Y, a pesar de la mudez, la negación o el falseamiento inicial, ruegan a la periodista que regrese, que les siga permitiendo hablar de sus infiernos secretos: Ven. Ven, por favor. Llevamos tanto tiempo calladas. Cuarenta años con la boca cerrada...

Svetlana Alexandrovna Alexievich. Fotogfrafía de GPA Photo Archive | Flickr

Por lo tanto, lo que Svetlana Aleksiévich escucha está lejos de ser solo un canto triunfal. Nuestra Victoria tenía dos caras: una es bella y la otra es espantosa. Se trata, en cambio, del estupor de asesinar, de la visión insoportable de la nieve teñida de rojo muerte. Cariño, han pasado cuarenta años, pero en mi casa no encontrarás nada de color rojo. ¡Desde la guerra, odio el rojo!

Cada entrevistada que se atreve a regresar a esos remotos lugares psíquicos donde ocultaron recuerdos intolerables, a rasgar el velo del miedo, a soltar la mordaza portada por años, va conectando profundamente con sentimientos largamente bloqueados o cuestionados. Porque, ¿cómo avergonzarse de una hazaña tal? ¿cómo arrepentirse de los sacrificios hechos por la amada Patria Soviética?

La mirada comprensiva de la periodista, la escucha silenciosa y conmovida de la mujer que pregunta, que invita a la conversación, abre diques emocionales y activa nítidas y perturbadoras evocaciones, y al hacerlo pone en evidencia la enorme distancia que existe entre la versión triunfalista y la otra. Distancia que, como una zanja, está repleta de cadáveres de ambos bandos. Sin excepción. Los millones caídos en balde abrieron una senda en el vacío, como lo expresó el poeta ruso Osip Mandelshtam.

Todas ellas, provenientes de los más diversos lugares de la vasta Unión Soviética, en lugar de quedarse enganchadas en la seducción de la acción bélica –no luego de que la ingenuidad con la cual se alistaron se les fue cayendo a pedazos con cada disparo, emboscada y sangre derramada que iban causando a su paso-, en cambio, desnudaban en sus relatos las indelebles cicatrices que les dejó en el alma, y también, qué duda cabe, en el cuerpo, la muerte de demasiados seres humanos. Nos había costado… Nos había costado asimilarlo. Odiar y matar no es propio de mujeres. No lo es…Tuvimos que convencernos…Obligarnos a nosotras mismas…

O como, en otra versión de exactamente lo mismo, una francotiradora le cuenta: De repente le vi: un alemán se asomó por encima de la trinchera. Apreté el gatillo y el hombre cayó. Acto seguido, se lo juro, sentí temblar todo mi cuerpo, oí cómo mis huesos se golpeaban unos contra otros. Lloré. Había disparado a los blancos y nada, pero en aquel momento todo cambió: había matado. ¡Yo! Había matado a un desconocido. No sabía nada de él, pero le había matado.

Y una tras otra incorporaban a su testimonio la misma constatación: habían cumplido con la patria –habían capturado, herido o asesinado al invasor-, habían recibido numerosas condecoraciones por ello, pero interiormente estaban desgarradas. Necesitaron aprender a volver a ser humanas, a sentirse mujeres de nuevo, después de su determinante participación en aquella guerra. Sabían demasiado bien, sentían en sus huesos que la conflagración en la que habían participado era asesinato. Nada más.

La Guerra no tiene rostro de mujer es la historia íntima del horror. No escribo la historia de la guerra, sino la historia de los sentimientos. Para mí, los sentimientos son la realidad. Soy historiadora del alma.

Por ello, esta vocera de las ex-soldados denuncia enfática que lo que sabemos de los combates lo sabemos por los hombres, por sus palabras, por sus voces masculinas, por sus percepciones y sensaciones. Y que todos, de muchas maneras, hemos estado prisioneros de estas narrativas. Incluso estas mujeres cuando lograban comenzar a hablar lo hacían como habían sido adoctrinadas para hacerlo, y usaban un lenguaje heroico. Hasta que en la intimidad de sus casas y después de muchas lágrimas empiezan a contar algo que va mucho más allá de una historia de vencedores y vencidos, porque lo hacen con una voz que habla desde más adentro: No puedo… No quiero recordar. Pasé tres años en la guerra… Y durante esos tres años no me sentí mujer. Mi organismo quedó muerto. No tuve menstruaciones, casi no sentía los deseos de una mujer, como le contó una ex-piloto. Y al hacerlo así, muchas estaban contraviniendo a sus maridos, quienes les exigían que siguieran al pie de la letra la grandiosa versión oficial del triunfo rojo sobre las tropas de Hitler: Cuéntalo tal como te he enseñado. Sin lágrimas y naderías de mujeres. Como tantas veces la periodista constató, Los hombres temían que las mujeres contaran otra guerra, una guerra distinta. A fin de cuentas, ellos, todos, encarnaban orgullosamente al homo sovieticus. Pasaría mucho tiempo antes de que la decepción asomara su horrenda cara. Como suele suceder.

Frente a tanta sangre y temblor, Svetlana Aleksiévich, nos entrega su propia mirada, la misma de sus protagonistas, la guerra es una vivencia demasiado íntima. E igual de infinita que la vida humana… Un mirar que puede concebir la infinitud del dolor como lo más desgarradoramente íntimo. Yo no tenía ningunas ganas de morir… Juré, había hecho un juramento militar, que si era preciso entregaría mi vida, pero aun así sentía tanto rechazo por la muerte… Sabía que incluso si volvía a casa, el alma me dolería. Ahora pienso: “Hubiera sido mejor que me hubieran herido en el brazo o en la pierna, que me doliera el cuerpo. Porque el alma… duele mucho.

A más de un año de la invasión de Rusia en Ucrania, de nuevo, hay millones de mujeres, en ambos bandos, ora atrapadas en la retórica oficial triunfalista, ora devastadas por los asesinatos de soldados-maridos, soldados-hijos, soldados-padres, de vecinos, de amigas, de niños, de ancianos, por la destrucción de ciudades, por la ausencia de flores, de cantos y de risas en la tierra arrasada, por la vida mutilada, por la ausencia de amor. En esta guerra no solo sufren las personas, sino la tierra, los pájaros, los árboles. Todos los que habitan este planeta junto a nosotros. Por eso, muy adentro, donde no llega el adoctrinamiento, y donde caen las máscaras, también hay hombres perturbados permanentemente por su participación en las matanzas patrióticas.

Una comprensión más profunda

La visión íntima, desgarradora que nos entrega la escritora bielorrusa del lado más desolador de los conflictos bélicos es una puerta abierta que nos empuja a seguir preguntándonos – ¿cómo no hacerlo? – de dónde viene esta propensión humana a la destrucción a escalas que no parecen tener límites. Intentemos rastrear un posible origen –otra mirada- de esta herencia que ha convertido a la guerra en el culmen del heroísmo, que ha construido civilizaciones sobre los cadáveres del enemigo, y que hace de lo marcial un modo de vida que no cesa aún después de aplastado el odiado adversario.

En un libro cuyo título ya resulta estremecedor, Un terrible amor por la guerra, el analista James Hillman1, propone de entrada, alto  y claro, que la guerra parece ser un elemento primario, y terrible, de la condición humana. Aún más, que se trata de un atroz tipo de amor. En éste que fue su último libro plantea que no hay otra manera de intentar prevenir la guerra que adentrarse en una comprensión más profunda y abarcante de ese aterrador apetito hacia el combate que la humanidad lleva exhibiendo desde ¿siempre? Hay visiones, desde la arqueología, que señalan que la guerra solo existe desde hace diez mil años… Aun así, son demasiados, y el arrebato bélico sigue intacto.

En el centro de su mirada sobre nuestra contundente agresividad y, en realidad, en el centro de su planteamiento psicológico, está la necesidad de imaginar –lo propio del pensamiento del corazón, como lo llama. Imaginar, no solo comprender, porque, como dijo Alfred North Whitehead, La comprensión no es nunca un estado mental completo y estático. Si la civilización ha de sobrevivir, la expansión de la comprensión es una necesidad primordial.

Es, entonces, nuestra incapacidad para imaginar, tanto a nivel social y político, como a nivel individual, lo que sigue conduciéndonos, siglo tras siglo, a los enfrentamientos más cruentos. Solo yendo más allá de lo que nos cuentan u ordenan, podremos menguar el espanto de la guerra. Es lo que Hannah Arendt, causando una enorme controversia, planteó en el juicio a Adolf Eichmann: fue su fracaso para imaginar nada más allá de una maquinaria jerárquica lo que condujo a este oficial nazi, y a todos sus iguales, a acatar, sin asomo de duda o cuestionamiento, órdenes para diezmar a millones de seres humanos con la altísima eficiencia que lo hicieron. Hasta que los soviéticos fueron capaces de detener esa máquina de destrucción que asolaba a Europa. Hoy la historia es otra.

Tolstoi, en su posdata a La Guerra y la Paz, dice ¿Por qué empezaron a matarse entre sí millones de personas? ¿Quién les dijo que lo hicieran?, solo para concluir que las causas son innumerables y que ninguna es la causa. Para el gran escritor ruso lo que regía la guerra era una especie de fuerza colectiva más allá de la voluntad individual. Hay indicios de que puede tener razón.

Afrodita y Ares en el lecho de Hefesto. 1827 Alexandre Charles Guillemot

La mirada mitológica

Al volver la mirada y el oído hacia el lado más sombrío del belicismo nos encaminamos al ámbito que está fuera de las justificaciones racionales, de las explicaciones lógicas. La hondura requerida nos obliga a ir más allá de las interpretaciones políticas, sociológicas, históricas, estratégicas, militares que, aunque útiles y necesarias, no dan suficiente cuenta del nivel de crueldad que necesitamos descifrar. Aquel que parte de los hechos jamás llegará a las esencias como señaló Jean Paul Sartre.

Necesitamos, pues, avanzar, descender, hacia ese territorio cargado de imágenes que es la mitología. Solo desde esta visión podríamos, quizás, comprender que las fuerzas que nos han conducido a construir la vida en torno a la guerra no son humanas. Son inhumanas. Pero nos rebasan, nos someten y nos poseen: Como moscas para muchachos licenciosos, así somos nosotros para los dioses. Nos matan por pura diversión. Lo dijo William Shakespeare en El Rey Lear. Estas potencias, los dioses, están presentes en las diversas mitologías del mundo bajo diferentes nombres y apariencias: Ares, Shiva, Anuke, Karttikeya, Hachiman son solo algunos.

Para familiarizarnos con los efectos que suele ejercer Ares, dios griego de la guerra, de la violencia, de la matanza, sobre nuestra psique, detengámonos en las palabras que el escritor Ernst Jünger escribe en su Diario sobre el último avance de las tropas alemanas desde las trincheras, en 1914: Hervía con una rabia ciega que había tomado control de mi ser y de todos los demás de una forma incomprensible. El abrumador deseo de matar daba alas a mis pies… El monstruoso anhelo de aniquilación, que rondaba el campo de batalla, entorpecía la mente de los hombres con una niebla rojiza (el color asociado a Ares). Nos llamábamos unos a otros entre sollozos y balbuceábamos oraciones inconexas. Un observador neutral quizás habría creído que nos hallábamos poseídos por un exceso de felicidad.

El temible Ares, a pesar de ser descrito como sanguinario, demente, atroz, ama a Afrodita, diosa de la belleza, la sensualidad, del amor y el placer, y es correspondido por ella. Estos improbables amantes simbolizan la unión de fuerzas ¿antagónicas? que se atraen, se vinculan íntimamente y que, además, dan frutos. Su pasión recíproca engendra cuatro hijos. Una es Harmonía. ¿Cómo es esto posible? ¿Qué es lo que se fertiliza en la psique cuando estas dos fuerzas se atraen y retozan apasionadamente?

Esta unión es lo que parece estar fielmente representada en este otro delirante testimonio. Malcolm Muggeridge, periodista y escritor inglés, describe el bombardeo de Londres en 1940. Recuerdo particularmente una noche de luna llena, el aire saturado con la fragancia de los rosedales; las terrazas, cubiertas completamente por la oscuridad yo miraba las enormes llamas en la ciudad… era una impresionante iluminación, un poderoso holocausto: el fin de todo, sin duda… y sentí una terrible dicha y exaltación al mirar y escuchar y sentir y oler toda esta destrucción. Este hombre, bajo el influjo de Ares, está confesando haber sentido una terrible dicha mientras todos sus sentidos percibían exaltados -sensualmenteel ataque alemán a su propia ciudad. Cercanía de Afrodita.

No hay que perder de vista, además, el lenguaje con el cual lo expresa: une las palabras holocausto y destrucción con las palabras dicha e iluminación. Los amantes olímpicos subyugándolo completamente, en una noche de luna llena y fragancia a rosas.

¿Fue esta misma atracción bizarra, en otra versión, lo que experimentaron las mujeres rusas que en sus confesiones admitieron haber pasado el resto de sus vidas intentando recomponerse de la locura que vivieron y en la cual participaron, del frenesí que les produjo perpetrar tantos asesinatos, del orgullo de ser condecoradas y admiradas por ello? Después, ya en la guerra, enterramos a las compañeras sin derramar ni una sola lágrima. Dejamos de llorar. Pilotábamos aviones de caza. La altura por sí misma ya era una enorme carga para el organismo femenino, a veces la barriga se nos pegaba a la columna vertebral. Pero ¡las chicas volábamos y derribábamos a los ases de la aviación! ¡Así era! ¿Sabe?, los hombres nos observaban perplejos. Nos admiraban Aunque, al mismo tiempo, quedaran condenadas a cargar el espantoso silencio que ocultaba la culpa, la vergüenza, el pavor. Y a vivir en la paradoja existencial de haber contribuido al honor patriótico, matando con tiros certeros al enemigo alemán, y de haber cavado el hoyo de la repulsión individual.

¿Por qué nos pasa esto? ¿No es acaso la mirada mitológica –la pausada belleza de la sensual diosa yaciendo en el mismo lecho con la impulsiva violencia de su amante- una explicación imaginativa posible al hecho de que ellas, y todos quienes han participado en alguna batalla, puedan sentir una enorme sed de venganza y un extraño placer al ver los cuerpos del invasor retorcerse de dolor mientras yacen moribundos y, simultáneamente, atestiguar la caída y el hundimiento en el barro de la nobleza y la dignidad humanas? Esos cuerpos mientras estaban encendidos con el furor bélico de Ares fueron capaces de saquear e incendiar pueblos, masacrar a sus habitantes y violar a las mujeres. ¿No es la violación, que ha acompañado siempre a las huestes triunfantes, una expresión del impulso totalmente transgresor de los límites soportables para lo humano de este cruel dios? La agresión, la matanza sin gloria y las victorias inmerecidas están en el centro de esta fuerza arquetipal: en todos los campos de batalla, en medio de todos los ejércitos, en cualquier territorio. Solo que es más tolerable ver su horrenda aparición en los otros.

La mitología nos dice, es preciso admitirlo mientras recorremos este territorio pagano, politeísta, que al ser los dioses de la guerra sus promotores, estamos ante un evento religioso. Ares por ser brutal no deja de ser un dios…. Así como lo es Atenea, también diosa guerrera, pero sabia, estratega y protectora de la polis, de la civilización, a quien Ares nunca pudo vencer. Hay dos maneras de estar en la guerra y de hacer la guerra, según cual de estas dos deidades la presida. Y la muerte puede ser o no sacrificial. Quisiéramos creer que Atenea continuará comandando el fragor de la lucha en Ucrania y logrará detener este desquiciamiento que Ares ha desatado.

W. B. Yeats. 1903. Fotografía de Alice Broughton

Aun otra mirada más

Además de la imaginación mitológica, donde nuestra psique pudiera encontrar un sentido a la guerra, los seres humanos nos hemos otorgado también la imaginación poética – ¿o nos ha sido dada? –, y puede que frecuentando sus predios encontremos modos de ampararnos de la aparente inevitabilidad de la guerra y avanzar en la comprensión de su temible efecto sobre nosotros. La cercanía de la muerte, la convivencia con el horror parece otorgar una profundidad, una pasmosa belleza y un sentido al vivir que no es posible encontrar en otro lugar. Como si la experiencia de la guerra otorgara a la existencia humana un extraño fulgor que no existe en la cotidianidad de los tiempos de paz, y que nos transporta a estados frenéticos de aprecio por la vida.

Quizás esa experiencia es la que plasma Giusseppe Ungaretti, en su poema, Vigilia

Una noche entera tirado
cerca de un compañero masacrado
con su boca desencajada
a la luna llena
con la congestión de sus manos penetrando en mi silencio
he escrito cartas llenas de amor
nunca he estado tan aferrado a la vida

W.B. Yeats parece alumbrarnos un camino más allá del odio y del amor habituales, conciencia de muerte mediante, en el primer verso de su poema Un aviador inglés prevé su muerte

Yo sé que mi destino está ya escrito
Allá, entre las nubes, en lo alto;
A quienes yo protejo en nada estimo,
Odio no guardo a quienes combato

Y Constantino Cavafis en el último verso de su poema Los caballos de Aquiles, nos recuerda que, aun siendo inmortales, los caballos regalados por Zeus a Aquiles, al ver muerto a Patroclo –tan valiente, fuerte y joven-, tuvieron que llorar…

Pero fue por el eterno desastre de la muerte
que aquellos dos gallardos caballos
derramaron sus lágrimas

Como si quisiera recordarnos que la razón del enorme sufrimiento que nos produce la devastación de cuerpos y naturaleza fuera la de convocar nuevamente la solidaridad, la compasión, la honda conmoción a nuestros corazones, pues pareciera que cuando la levedad de la existencia nos distrae excesivamente necesitáramos la hondura del dolor que nos redime. Otros dioses acuden en nuestro rescate cuando la brutalidad de Ares está a punto de consumirnos.

***

1: James Hillman fue un psicólogo y analista norteamericano, principal representante de la corriente arquetipal dentro de la psicología analítica. Fue fundador del Dallas Institute of Humanities y editor de la revista «Spring», además de director del Instituto Jung, en Zúrich.


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